La
oposición a César.
En un principio -tras
finalizar la campaña de África y recibir César el cargo de
dictador-, aunque los honores y cargos acordados para César lo
elevaban muy por encima de la tradicional igualdad de la aristocracia
romana, la limitación temporal de la dictadura a diez años, y de
los poderes de censor a tres, podían dar la impresión de que el
poder absoluto de César era un situación temporal que, tarde o
temprano, habría conducido de nuevo a la restauración de la
república, como en otro tiempo había ocurrido con Sila. Al fin y al
cabo, Roma no tenía experiencias, tradiciones, o ejemplos de otro
tipo, para una situación como la de César, salvo el modelo de Sila,
de ahí que se esperara que el dictador recién designado se
encargara de la restauración de la república y de su reorganización
política, para después deponer su cargo, como ya hizo, antes que
él, el dictador fallecido.
La propia actitud de
César, en principio, parecía dar la razón a esta esperanza: al
aceptar los honores que el Senado acumulaba sobre su cabeza, “César
aceptaba tácitamente la constitución”;
el propio dictador, además, parecía ratificar dicha esperanza al no
contradecirla ni expresar de forma clara su intención de fundar un
nuevo orden. De hecho, en el ámbito legislativo, como hemos visto,
César se mantuvo dentro de la tradición, aunque esta actitud
estuviera en clara contradicción con su paulatina acumulación de
poderes y su progresiva construcción de una posición de poder sobre
el Estado. Así, cuando César se
vio forzado a abandonar Roma para dirigir la campaña de Hispania,
contra los hijos de Pompeyo, los romanos debieron creer que eso se
trataba sólo de un aplazamiento inevitable
Sin embargo, la
esperanza de que César restaurara la República debió ir
desvaneciéndose día a día a medida que el dictador, tras regresar
de Hispania, lejos de restaurar las instituciones tradicionales y
darlas nueva vida, las utilizaba y modificaba a voluntad, lo que
suponía un claro desprecio al orden tradicional; otra evidencia de
ello era la gestión estatal del dictador, que, ignorando a las
asambleas, al Senado y a las magistraturas, se apoyaba en sus
partidarios más cercanos para gobernar. La última esperanza
que podía quedarles a los partidarios de la República debió
desvanecerse el día en que César decidió aceptar, como
consecuencia de que un decreto senatorial, la dictadura vitalicia
La última esperanza
que podían tener los partidarios de la República de que el gobierno
anómalo de César fuera provisional, debió desaparecer así en
febrero del 44, pues la decisión no significaba otra cosa que el
último paso, de hecho, hacía la autocracia, con un título que a
duras penas podía ocultar su calidad de monarca Cuando, más tarde,
César anunció que partiría pronto para la guerra contra el imperio
parto, y designó a las personas que ocuparían los cargos políticos
en los próximos años, ya que estaría ausente de Roma durante mucho
tiempo, ya nadie debió hacerse ilusiones de que César tuviera la
intención de retirarse del poder, como Sila, y restaurar la vieja y
difunta República.

Por otro lado, la
política de conciliación llevada a cabo por César, su intento de
atraerse el apoyo de todos los sectores de la sociedad y finalizar
las luchas internas, fracasó y se volvió en su contra, por que no
se puede contentar a todo el mundo demasiado tiempo Su anterior
adhesión al factio popular y las innovaciones
constitucionales, que restringían el poder de la nobleza para
incrementar el poder de César, introducidas por éste tras vencer a
los hijos de Pompeyo, sólo podían lograrle el rechazo de la clase
dirigente. En cuanto a la plebe, el hecho de que se volviera hacia
los poderosos y la crisis económica de esta 5ª década de
siglo-cuya
culpa era, obviamente, atribuida al dictador-tuvieron que suponer a
César la pérdida de simpatías también entre ésta, y, por lo
tanto, la reducción de esa base social en la que siempre se apoyó.
Asimismo, no debió ser menor el descontento del orden ecuestre: a la
crisis económica ya mencionada, se añadían una serie de medidas
adoptadas por César -como la obligación de contratar al menos a un
tercio de trabajadores libres para los latifundios o las relativas a
las deudas-que afectaban claramente a sus negocios. Tampoco debemos
ignorar a los enemigos de César que el dictador había perdonado,
como Casio o Bruto, pero que en muchos casos no debieron estar
dispuestos a olvidar. Toda esta oposición a César seguramente
creció, a su vez, aún más, como rechazo a la aspiración
monárquica que el dictador mostraba y a las medidas
anticonstitucionales de éste, como, por ejemplo, la deposición de
los tribunos
o la manipulación de las elecciones.
Pero lo más grave fue,
sin duda, el alejamiento de César de sus propios partidarios y el
rechazo final de éstos a su monarquía, en cuya instauración habían
colaborado, como manifiesta el hecho de que algunos de ellos, como
Décimo Bruto o Cayo Trebonio, participasen en la conspiración que
acabó con su vida, o que Antonio, tras el asesinato de César,
aprobara un decreto por el que se eliminaba para siempre la dictadura
del cuadro constitucional romano.
Esta tendencia final “anti-monárquica” de los partidarios de
César y su oposición al mismo, tras sus primeros años como fieles
seguidores del dictador, queda reflejada más ampliamente en la carta
que Asinio Polión envía a Cicerón un año después de la muerte de
César, exactamente el día 16 de marzo del 43 a.C.:
“Por César -dice
Asinio Polión intentando justificar su actitud durante la vida del
dictador- he sentido afecto y ha mantenido hacía él respeto y
lealtad. Y lo he hecho porque él, en la cumbre del éxito, me ha
tratado a mí, al que apenas conocía, como un amigo. (...) Que una
conducta tal me haya ocasionado el odio por parte de algunos, ha sido
para mí muy instructivo: me ha enseñado lo bella y dulce que es la
libertad y lo infeliz que es, en cambio, la vida bajo la dominación.
Por lo tanto, si la cuestión que está ahora sobre la mesa es la de
entregar el poder en las manos de uno, cualquiera que éste sea, yo
ya desde ahora me declaro su enemigo, y no hay peligro que no afronte
por la libertad”

Todo eso “revela que
la visión del mundo (de los partidarios de César) estaba
fuertemente enraizada en una posición determinada, aunque ellos
mismos no fuesen conscientes de esto”.
Así, siguiendo la línea tradicional, había apoyado a su
benefactor, César, y habían recibido a cambio las recompensas
ganadas con tal apoyo; pero, una vez convertidos en pretores, o en
cónsules, gracias al patrocinio de César, debieron comprobar que
las posibilidades de hacer carrera política, normalmente unidas a
los cargos, se había reducido enormemente, y fue seguramente
entonces cuando comenzaron a añorar las libertades del sistema
republicano, que mientras estaban en los peldaños más bajos les
habían importado muy poco El propio Asinio, que así habla a favor
de la libertad, omite intencionadamente que él no tuvo reparos de
beneficiarse el año anterior de su designación por César
como gobernador de Hispania,
sacando, de esta forma, provecho de vivir “bajo la dominación”.
Quizás sus propios
partidarios dejaron de entender a César, no comprendían hasta donde
pretendía llegar después de la dictador, y, seguramente, ciertas
medidas de éste debieron de molestarles, como por ejemplo, que tras
perdonarlos, promocionara en sus carreras política a sus antiguos
adversarios, como Marco Bruto, frente a ellos, que habían estado con
él desde el primer momento. De cualquier modo, “es difícil
penetrar en los meandros de la psicología gregaria que gira en torno
a un líder, que galvaniza en torno a su propia persona devoción,
admiración, envidia y resentimiento. Esos factores pesan mucho en
las decisiones de sus adeptos junto a otros muchos: la rebelión
autoritaria de César, la infinita guerra civil, la atracción que
ejercen los grupos de poder en vida y también la rivalidad en el
ámbito del entorno del dictador, soberano repartidor de ascensos y
retrocesos a los componentes de esa elite que se había constituido y
ampliado desmesuradamente en torno al vencedor”.
En conclusión la
política conciliadora de César, conservadora a la vez que popular,
llevó al dictador posiblemente a la incomprensión y a la
perplejidad incluso de sus propios partidarios, y, finalmente, al
aislamiento y la pérdida de apoyos.
La
conspiración contra el dictador.
Sin embargo, sólo un
grupo muy pequeño se planteó, seriamente, la posibilidad de
asesinar a César: Sesenta senadores-60 de 900-encabezados por Marco
Junio Bruto y Cayo Casio Longino,
de los que únicamente se saben 18 nombres.
¿La causa? “Es mejor una monarquía ilegal que una guerra civil”.
Es bastante significativo que fuera Favonio -un “admirador de
Catón”, que, más tarde, moriría en la batalla de Filipos
luchando a favor de los cesaricidas-el que diera esta respuesta a
Bruto cuando éste intentó convencerle para que participara junto a
él en la conspiración contra César.
Para entender la
respuesta de Favonio a Bruto y el porqué sólo una minoría se
planteó asesinar a su dictador, cuando en el apartado anterior ha
quedado constatado la gran oposición a éste, debemos de tener en
cuenta que la guerra civil, finalizada apenas unos meses antes del
asesinato, había afectado profundamente a la vida de los romanos:
ciudadanos muertos en el conflicto, que, en algunos casos, dejaron,
tras de sí, una familia que, sin su pater familias, no
tendrían ningún medio de subsistencia; ciudades arrasadas; cosechas
destruidas, sin cultivar o sin cosechar en varias regiones, lo que
generó hambruna y afectó a la economía; clientes cuyos patronos
habían fallecido combatiendo, lo que, sin duda, perturbó gravemente
su economía particular; desempleo; desarticulación del comercio;
crisis económica y demográfica-todo lo cual afectó a los negocios
de los senadores y de los caballeros; los miles de veteranos de
César, que, en la espera de que se les asignasen tierras, carecían
de medios de vida; los veteranos de Pompeyo, y de otros ejércitos
que habían combatido contra el dictador, cuyo destino era mucho más
incierto que el de todos los veteranos de César…
Pero cuando Favonio
hablaba de esta forma, seguramente no pensaba sólo en el conflicto
que había finalizado recientemente, si no que, al igual que Cicerón
en su Pro Marcello,
temía que se desataran nuevas luchas por el poder-conduciendo
inevitablemente a otra guerra civil-si el dictador moría o se
retiraba antes de tiempo. En este contexto, es lógico pensar que la
mayoría de los romanos, aunque fuesen contrarios a la dictadura de
César, como Favonio o Cicerón, debieron concebir ésta como un “mal
menor”, la forma de obtener “alivio y descanso después de todos
los males de la guerra civil”.
Por otro lado, es importante tener en cuenta que la pérdida de
libertad y poder a favor de César sólo afectó, en realidad, a una
clase dirigente muy pequeña, aunque bastante “ruidosa”, que fue
la que se planteó asesinar al dictador, seguramente por este motivo.
Con todo, no era la
primera vez que se conspiraba contra la vida de César. Se conocen al
menos tres intentos, sin contar con el del 44, de matar a César El
primero, sólo mencionado por Suetonio, fue el de Filemón, “esclavo
y secretario suyo, que prometió a sus enemigos envenenarle”,
por lo que se le condenó a muerte. El segundo fue curiosamente
protagonizado por el propio Casio: lo conocemos a través de
Cicerón,
amigo íntimo de éste y con el que solía intercambiar
correspondencia, por lo que no podemos dudar de la veracidad de sus
palabras; al parecer, el verdadero motivo por el que Casio abandonó
a Pompeyo en el 47 y, presentándose en Cilicia ante el dictador, se
convirtió en su legado,
fue para atentar contra la vida de éste, pero el atentado fracasó
por casualidad: César debía atracar en una de las orillas del río
Cidno, y, en cambio, inesperadamente, atracó en la orilla opuesto.
Todo el episodio sin embargo permanece bastante oscuro: Cicerón no
nos explica porqué Casio no volvió a intentar matar a César hasta
tres años después, sirviéndole lealmente durante este período, ni
si el dictador llegó a conocer o no las verdaderas intenciones de
Casio en Cilicia, o si Pompeyo conocía, estaba implicado o había
instigado el intento de asesinato.

En el tercer intento,
que conocemos principalmente por Plutarco, estuvieron implicados
Trebonio y el propio Marco Antonio.
Tuvo lugar aproximadamente en el 45, en la Galia Narbonense,
partiendo el primer impulso de Trebonio, quién intentó convencer
sin éxito a Antonio para que participara. El episodio, sin embargo,
no parece tratarse de una conspiración propiamente dicha, sino
solamente de un proyecto, fruto de una disidencia dentro del bando
cesariano, pues, al parecer, Trebonio no llegó a atentar entonces
contra César. Con todo, este “tercer intento” se ha considerado
por varios autores como una prueba más de que Antonio pudo estar
implicado en el asesinato del 44, junto con ciertos hechos o
actitudes de éste, como, por ejemplo, el hecho de que no denunciara
nunca aquel intento a César, o que fuera el propio Trebonio quién
le entretuviera en la antesala del senado el día en que se asesinó
a César.
Ahora bien, Plutarco deja claro que, aunque los conspiradores
pensaron en incluirle en el asesinato, finalmente descartaron la
idea. ¿Por qué? Seguramente porque Antonio, pese a que parece que
en el 45 pensó en atentar contra César,
en el 44 se hubiera negado, ya que la situación de Antonio para con
César era diferente; en el 45, Antonio tenía motivos, si bien
personales, para estar enemistado con el dictador, e incluso, para
poder pensar en atentar contra él: César le había retirado su
favor,
deponiéndole de su cargo de magister equitum, que entregó a
Lépido, y alejándole de las campañas de África e Hispania, debido
al mal gobierno de Antonio en Italia-que
César le encargara mientras se encontraba en Alejandría- el cual
llevó a la revuelta de Dolabella,
que Antonio reprimió demasiado brutalmente. Sin embargo, en el 44,
Antonio había recobrado el favor del dictador, pues éste le nombró
cónsul, junto a él, de aquel año, aunque Lépido siguió siendo el
magister equitum.
Ahora bien, si Antonio
se movió por motivos personales a la hora de decidir su
participación en un atentado contra César, no están tan claras las
motivaciones de las demás personas que lo intentaron. Con respecto a
los implicados en el asesinato del 44, hace unos años había autores
que consideraban que “los asesinos de César esperaban resucitar lo
que se llamaba el partido pompeyano”.
Nada más lejos de la realidad: en primer lugar, porque la
conspiración del 44 no estuvo formada solamente por antiguos
pompeyanos, como Bruto y Casio, sino también por ex cesarianos, como
Cayo Trebonio o Décimo Bruto; y en segundo lugar, porque entre
Sexto, el hijo superviviente de Pompeyo,-alzado en armas contra César
tres años después de la muerte de su padre y no derrotado hasta
Octaviano- y los cesaricidas no se constituyó ningún frente común:
del 43 en adelante, los cesarianos librarán las dos guerras por
separado. El propio Casio manifestaba todo su odio y desprecio por
Sexto Pompeyo en algunas de las cartas que, aún después de la
muerte de César, continuaba escribiendo a Cicerón.

A parte de esta teoría
sobre su posible intención de resucitar el partido pompeyano,
existen también otras explicaciones sobre los motivos que debieron
guiar a los conspiradores, dependiendo de cual sea la opinión de los
investigadores respecto a los propósitos políticos de César: así,
el que cree que el dictador aspiraba a la monarquía, valorará su
muerte con acto de liberación llevado a cabo por los verdaderos
republicanos patrióticos, como, por ejemplo, Suetonio;
en cambio, los que rechazan esta aspiración monárquica verán en la
justificación de la libertad sólo un pretexto para ocultar motivos
más personales que políticos, como todos aquellos autores influidos
por la propaganda augusta; por última, algunos autores, como Roldán,
reconocen que parte de ellos tuvieron motivos idealistas.
Personalmente,
considero que estas tres últimas hipótesis tienen una parte de
verdad; al fin y al cabo la conspiración que acabó con la vida de
César estaba compuesta por grupos muy heterogéneos con intereses
contrapuestos que hasta hacía unos meses -ya fuese como antiguos
pompeyanos o antiguos cesarianos-habían combatido entre sí.
Seguramente, no sólo fuesen ex partidarios de Pompeyo o de César,
sino que, también, algunos se inclinasen por la ideología de la
factio optimate, más propia de los pompeyanos, y otros fueran
populares, como la mayoría de los partidarios de César, por
lo que sus objetivos debieron ser distintos, y por lo tanto también
sus motivaciones. De ahí que discutieran constantemente por asuntos
tan insignificantes
como, por ejemplo, donde matar a César Otra prueba de esto es que
una vez logrado el objetivo común, es decir, asesinar al dictador,
los conspiradores se dispersaron e, incluso, se volvieron unos
contra otros, de ahí que Casio, por ejemplo-cuando todavía estaba
vigente la paz entre cesarianos y cesaricidas-luche contra las tropas
pompeyanas de Cecilio, otro de los asesinos de César, amotinadas en
Siria en marzo del año 43 a.C.
Los elementos
aglutinantes de estos grupos heterogéneos existentes dentro de la
conspiración del 44 fueron posiblemente, en primer lugar un objetivo
común-asesinar a César-y en segundo lugar Marco Junio Bruto,
reclutado por Casio
posiblemente para que valiera de figura simbólica “que diera valor
a la empresa y la hiciera parecer justa con solo el hecho de
concurrir en ella”-ya
que se consideraba que Bruto descendía de ese otro Bruto que expulsó
a los últimos reyes-y
porque su posición neutral permitía agrupar en torno a él
diferentes tendencias políticas y objetivos dispares, pues era
sobrino de Catón,
había luchado junto a Pompeyo
y era uno de los predilectos de César; de hecho, Plutarco nos dice
que “fue la reputación de Bruto lo que atrajo a los más” y su
capacidad de agrupar en torno a personas de diferentes tendencias
políticas y objetivos dispares queda demostrada en el hecho de que
fuese capaz de convencer a un cesariano como Décimo Bruto
y a un pompeyano como Ligario
de que participasen en la conspiración que acabó con la vida de
César en los idus de marzo.
Los Idus de
Marzo del año 44 a.C.
El 15 de marzo del 44
a.C, dos meses después de que fuera declarado dictador vitalicio y
cuatro días antes de que partiera para iniciar la campaña contra
los partos,
César acudió a la sesión del Senado, convocada en la sala de
reuniones adyacente al teatro de Pompeyo, a pesar de los rumores
sobre una complot contra su vida, en contra de las advertencias de
sus allegados, e ignorando todos los malos presagios Hacia el
mediodía entró en la sala y ocupó su asiento honorífico mientras
Marco Antonio, colega de César en el consulado de este año, era
entretenido en la antesala por Trebonio, uno de los conspiradores. El
resto, encabezados por Bruto y Casio, rodearon a César antes de que
comenzara la sesión con el pretexto de pedirle algo, y, a una señal,
parte de ellos hundieron en su cuerpo las dagas que habían ocultado
bajo las togas mientras el resto se aseguraba de que nadie
interviniera en ayuda del dictador. César, herido por 23 puñaladas,
cayó muerto a los pies de la estatua de Pompeyo.
El fracaso
de los conspiradores y las consecuencias de su acto.
Los conspiradores, al
parecer, no habían planeado lo que debía ocurrir después del
asesinato, entre otras razones porque entre la clase dirigente romana
seguía habiendo un amplio consenso en contra de la monarquía y a
favor de la república, como demuestra la gran oposición contra
César suscitada por sus aspiraciones a la corona y las
modificaciones del sistema tradicional de gobierno a favor del poder
único del dictador. Seguramente por ello, los asesinos dieron por
hecho el apoyo activo de los senadores una vez muerto el dictador
para abolir los actos de éste y restaurar su República. Incluso
después de que los senadores no los apoyaran inmediatamente tras la
muerte de César, los asesinos “estaban convencidos de que el
Senado cooperaría con ellos en todo”.
Asimismo, debieron
creer que contarían con el respaldo de los ciudadanos de Roma;
suposición que nos revela la percepción falseada y equivocada que
los asesinos tenían de la realidad, y que no es el único caso: al
día siguiente del asesinato, por ejemplo, intentaron garantizarse el
apoyo de todos los habitantes de Roma sobornando a algunos de ellos,
ya que “confiaban que, si algunos comenzaban a alabar el hecho,
también se les unirían los demás a causa de su amor a la libertad
y a la añoranza de la República”; Apiano se sorprende de la
ingenuidad de los asesinos: “No comprendieron -nos dice-que
esperaban dos cosas incompatibles, a saber, que el pueblo actual
fuera a la vez gran amante de la libertad, y, de forma bastante
ventajosa para ellos, también sobornable”
Sin embargo, no debe
sorprendernos esa falsa percepción de la realidad de los asesinos de
César, ya que es “típica de la tendencia a generalizar el propio
punto de vista que imperaba en la aristocracia dirigente romana”;
así, a partir de ocasionales manifestaciones de rechazo a algunos
actos de César por parte del pueblo, los conspiradores debieron
deducir, sin más, un rechazo global a su gobierno y que por lo tanto
a parte de unos escasos “cesarianos empedernidos”, todos debían
creer, como ellos, que el régimen de César era una auténtica
tiranía con la que era necesario acabar cuanto antes.
Quizás por todo de
ello, porque creyeron que contarían con el apoyo y la ayuda de los
senadores y del pueblo de Roma en sus propósitos, los asesinos
debieron considerar que solamente precisaban la fuerza de la palabra
“libertad” y el acto decisivo del “tiranicidio” para
conseguir abolir los actos del dictador y restaurar la vieja y
moribunda República. Pero se equivocaron.
Cuando Bruto, una vez
cometido el asesinato, intentó dirigirse a los senadores,
que, paralizados por el terror, habían observado el crimen, éstos
en vez de escucharle huyeron precipitadamente; al fin y al cabo, la
mayoría de ellos-como ya hemos visto-debían se cargo a César, y
ninguno podía saber si, como Sila hizo con Mario y sus seguidores,
los asesinos, tras eliminar al jefe de su factio, no irían
también contra sus partidarios Este hecho supuso ya, apenas unos
minutos después de muerto César, el primer fracaso de los
conspiradores. Mayor error fue marcharse de la Curia de Pompeyo
dejando el cadáver del dictador abandonado en el suelo y
renunciando, por tanto, a su propósito de anularlo, arrojándolo al
río Tíber,
pues la “revancha” de los cesarianos tuvo lugar a partir del uso
emotivo y político de ese cadáver en sus funerales cinco días
después; Plutarco reconoce que “permitiendo que las exequias se
celebraran del modo requerido, Bruto hizo que se derrumbara todo”.

Sin embargo, durante un
tiempo brevísimo, los asesinos tuvieron la situación en su mano,
como nos demuestra la reacción de pánico de Antonio, que se
disfraza de esclavo y huye de la capital.
Pero en vez de ocuparse del cadáver como tenían planeado o de
proceder con un oportuno golpe de Estado, que cancelase los actos de
César y restableciera la República tal y cómo era antes de la
dictadura, a los conspiradores no se les ocurrió nada mejor que
subir al monte Capitolio,
agitando sus puñales, e invitando a “gozar de la libertad” a
unos ciudadanos imaginarios, ya que al enterarse del asesinato, los
artesanos y comerciantes habían cerrado sus establecimientos, y
personas de todos los estratos sociales se atrincheraron en sus casas
y se prepararon para defenderse a mano armada, pues ninguno de ellos
sabía que iba a ocurrir ahora que el dictador había muerto. Las
siguientes horas, decisivas, las malgastaron los asesinos intentando
decidir qué hacer ahora, que, evidentemente, el pueblo y el Senado
no los apoyaba, y hablando a los ciudadanos en el Foro de “libertad”;
así perdieron todas las ventajas de su acción sorpresa y del miedo
y desconcierto de sus adversarios.
Con todo, aunque las
hubieran aprovechado, la vuelta pura y simple a la República era
imposible, entre otras razones por las nuevas condiciones sociales y
económicas del mundo romano. Quedaban todavía en pie poderosos
amigos de César, como Lépido o Antonio, herederos de toda la
política de César que podían echar por tierra la acción llevada a
cabo por los libertadores-nombre que se daban a sí mismos los
asesinos del dictador-. Quedaban también grandes intereses creados
en mantener la situación vigente: muestra de esto fue la decisión
de los senadores de no abolir los actos de César en la primera
sesión del Senado
celebrada tras su asesinato, no sólo con la esperanza de poder
aplacar a los ciudadanos furiosos-a quién beneficiaban muchas de las
disposiciones del dictador-, así como al ejército
intranquilo-temeroso de ver invalidados sus repartos de tierras y las
modestas recompensas de César-, sino también porque, cómo les hizo
ver Antonio, si abolían las decisiones tomadas por el dictador,
quedarían también derogados los nombramientos hechos por éste para
ocupar, en los años siguiente, cargos políticos, militares y
religiosos, y que habían recaído en muchos de los senadores que,
hasta hacía unos minutos, pedían con insistencia declarar tirano a
César.
De todas formas, apenas
hacía falta convencerles de nada, ya que el poder ejecutivo
continuaba en manos del partido cesariano, con Marco Antonio a la
cabeza en su calidad de cónsul único-debido a la muerte del otro
cónsul, César-, y un Senado compuesto en su mayor parte por hombres
de César. Asimismo, también se les escapó a los asesinos la
cuestión de cómo iban a neutralizar a las legiones del dictador y a
los veteranos del mismo, mucho de los cuales estaban presentes en
Roma aquel día;
quizás asumieron que un ejército en ausencia de su comandante en
jefe sería incapaz de rebelarse; no contaron, por tanto, con Lépido,
magister equitum del dictador, que aquel mismo día, tras
saber lo ocurrido, ocupó con sus tropas el Campo de Marte
y, después, el propio Foro. Esas grandes faltas de previsión por
parte de los asesinos y los decepcionantes que fueron los resultados
políticos de su acción, llevó a Cicerón a etiquetarlos como
hombres con “corazón de león y cerebro de niños”

Finalmente, se llegó a
un acuerdo de compromiso en la primera sesión del Senado tras la
muerte de César, el 17 de marzo Con el miedo a otra guerra civil
siempre presente, se intentó contentar a todas las partes,
concediéndoles la amnistía a los asesinos y aboliendo la dictadura
para siempre, aunque manteniendo las reformas de César y dándole un
funeral de Estado, en vez de deshonrar su cuerpo.
Pero la paz así
alcanzada entre cesaricidas y cesarianos era muy precario. En el día
de los funerales de César, el 20 de marzo,
se vio claro que el pensamiento del dictador le sobreviviría, y que
apenas habría cabida en Roma a aquellos que no lo compartieran: los
veteranos dispersos por toda Italia le permanecían fieles; Antonio y
Lépido, y después Octavio, quedaban como sus herederos políticos;
una ley permitió a los cónsules publicar los proyectos de César
dándoles fuerza ejecutiva;
y el culto al dictador
nacía espontáneamente junto a su pira funeraria; así mismo, la
plebe, aunque descontenta con las medidas antidemocráticas y
monárquicas de César-como ya vimos-, no dudó, tras un primer
momento de inseguridad y desconcierto, en unirse a los partidarios de
César, seguramente porque la posibilidad de que se restaurase la
vieja República oligárquica-donde los patricios acaparaban todos
los beneficios de la dominación mediterránea de Roma-y se aboliesen
las disposiciones del dictador -algunas de las cuales suponían
considerables ventajas para ellos-no debía agradarla. Fue ella,
junto a los veteranos del dictador, la que protagonizó los asaltos y
ataques contra parte de las propiedades de los asesinos de César y
contra ellos mismos en los días posteriores al asesinato.
Por todo ello, la
permanencia de los conspiradores en Roma y de sus escasos partidarios
resultó ya imposible en abril, y uno detrás de otro se marcharon de
la capital.
Desde sus exilios, Bruto, Casio y todos los demás intentaron imponer
por la fuerza de las armas lo que no habían logrado mediante el
diálogo y el asesinato de César, es decir, la restauración de la
vieja República aristocrática. Así, se dio una extraña paradoja:
los cesaricidas se convirtieron en lo mismo que los cesarianos,
porque los dos grupos estaban compuestos por aristócratas ambiciosos
de poder que hacían un caso omiso a las normas jurídicas de la
República, si bien con intereses y objetivos diferentes. Lo que los
senadores tanto habían temido, se produjo: una nueva guerra civil;
y, aunque los asesinos del dictador fueron vencidos, y todos murieron
“unos en naufragios, otros en combate, y algunos clavándose el
mismo puñal con el que hirieron a César”,
no por esto finalizaron los enfrentamientos, que, ahora, se dieron
entre los propios cesarianos. En total, trece años de larga guerra
civil, de lucha por detentar el poder único, que sólo finalizaron
con la victoria del primer emperador y la muerte de la República.
Durante esos trece
años, el proceso de transformación del Estado romano, iniciado con
las reformas de los hermanos Graco, quedó en suspenso. La mala
situación de los ciudadanos de Roma y de todo su Imperio, agravadas
por el conflicto anterior y que César había intentado solucionar,
empeoró con la nueva guerra civil, y, durante estos trece años, fue
ignorada Empeoraron, asimismo, los conflictos que César dejó sin
concluir: en Hispania Sexto, el único hijo superviviente de Pompeyo,
continuaba la lucha de su hermano Cneo; y en Siria se amotinaron las
legiones y Mitrídates Pergameneo, al que César entregó el reino
del Ponto a la muerte de Farnaces, fue asesinado, con lo que entró
en crisis el gobierno romano en la zona. Se desarrollaron al mismo
tiempo “largos procesos de adaptación y de renuncia”,
posibilitados en parte gracias a la guerra, ya que a medida que el
conflicto continuaba, y la situación política, económica y social
iba empeorando a causa de ello, los habitantes del Imperio debieron
ver en la monarquía la protección de sus intereses. Quizás el gran
error de César fue este, plantear el poder de uno antes de que la
situación estuviera lo suficientemente madura como para poder
aceptarla; sin embargo, César quedaría como punto de referencia
durante todo el Imperio.
A la fórmula de César,
fracasada, de la dictadura vitalicia como solución a la crisis de la
República, el partido cesariano propuso otra, tras de la crisis de
los años 44 y 43, consecuencia del asesinato de César: el
“triunvirato constituyente”
como magistratura permanente, detentado por Octavio, Lépido y
Antonio. También esta nueva invención constitucional, que duró un
decenio, fracasó debido a los enfrentamientos entre sus tres
miembros La gran ocurrencia de Octaviano fue entonces de restaurar
la República, aunque anclando sabiamente su poder personal, como
Princeps, o primer ciudadano, dentro de la pretendida
restauración, que, en realidad, era la desaparición de hecho de la
República, como culminación del proceso de transformación del
Estado iniciado por los hermanos Graco.
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NOTAS: