sábado, 15 de marzo de 2014

Faetón

En aquellos últimos días, momentos efímeros que sin embargo se tornaron infinitos como interminables siglos en el inclemente, injusto, tiempo, había dejado que el peso del mundo le sepultara antes de muerto y por los más vertiginosos recovecos enloquecidos y secretos le expulsara de su cuerpo hacia las cavernas escondidas donde millones de almas penan y esperan una nueva oportunidad que nunca llega, un puro renacer, un volver atrás y de nuevo comenzar para no hacer aquello que por siempre les atormenta y muy pronto la humanidad olvidará. Ahora no obstante cuando los suspiros de su yerma existencia con los dedos de sus manos podían contarse, Faetón despertaba ya demasiado tarde del larguísimo letargo de experiencias baldías y de pronto se sentía más lúcido y consciente que en toda su vida. Percibía el corretear, el roer, el gruñir del ratón y de la rata -por mucho tiempo su única compañía-; la profunda oscuridad que atenaza solo rota por un mínimo rayo de luz olvidada en la que diminutas volutas de polvo sensuales danzaban; el rítmico, estrepitoso, goteo de una piedra lejana, recuerdo de una lluvia días atrás desmadejada; el hedor del sudor, de la carne ya en descomposición, de la suciedad y el excremento, de la sangre y el agua estancada, de las amargas lágrimas, de la crueldad, el moho, el miedo, el terror, el fervor y la desesperación; el crujir de un tobillo insano que se acercaba apresurado seguido de cerca por duros pasos que hacían vibrar el suelo como si tronara dentro y proyectaban su eco hasta el mismo inexistente cielo; el chirriar lento de la reja, prolongándose como un eco en el silencio; y aquellos ojos que le observaron un único momento como si no importara, como si ni siquiera le estuvieran viendo... Los soldados levantaron a Faetón del húmedo suelo sin esfuerzo; hueso y cuero raído sin voluntad y sin resuello, le arrastraron, pies trabados, manos unidas y cabeza hundida por su peso, por los ilimitados pasillos sin fin ni comienzo de aquel monstruo de abismal negrura, donde solo brillan las antorchas y los ojos curiosos, cansados y aterrados de quienes como él esperan su turno para ser sacrificados. Roma, sobre sus cabezas, rugía impaciente a la espera. Su verdugo, con ojos entornados, le observó un momento antes de comenzar a gritos las quejas y los improperios. Demasiado delgado, demasiado pálido, demasiado viejo, demasiado blando, demasiado sucio, demasiado bajo...No era en nada el actor indicado, un magistral Ícaro cretense, apenas un adolescente, que convenciera a un público siempre ávido y exigente. Sin embargo él era el elegido por la tropa por el único motivo aparente de que estaba demasiado enfermo como para no poder aprovecharse de su muerte si no se hacia inmediatamente. Maldiciones se arrojaron sobre su cabeza mientras las últimas arenas del reloj de su vida se consumían -como chispa leve que arde muy intensamente e irremediablemente por siempre se pierde-, y el verdugo, indignado por lo que consideraba un insulto a su magna obra, a su trabajo de muchos años, un despropósito que sin duda arruinaría la más perfecta de las puestas en escena que nunca jamás se verían, iniciaba meticuloso, en profundo silencio hosco, su fúnebre y teatral trabajo con una concentración exigente, obsesiva y absoluta. Agradeció el vino, el baño y el alimento, la túnica inmaculada y corta que olía a enebro y a rosas, las sandalias de suave cuero y hasta las joyas, pero se sentía ridículo con aquella peluca de rizos perfectos y hubiera preferido que no le maquillaran como a un efebo, más se dejó hacer sin mascullar una sola palabra que solo hubiera supuesto malgastar aliento y el muy preciado tiempo. Ni siquiera protestó, hizo un mal gesto o retrocedió cuando, resignado y sumiso, aceptó las alas, aquellas inmensas alas que pesaban en exceso y sin remedio de continuo le arrastraban de rodillas al frío suelo, donde era insultado por el verdugo y sus sicarios, hasta que sus consumidas piernas, plenas de rasguños, enrojecieron y se abrieron. No habían descuidado detalle alguno en ningún detalle del retorcido objeto de su tormento: como las que Dédalo construyera en el laberinto de Minos, eran de plumas de paloma unidas por cera, sujetas a su cuerpo y brazos por apretadas correas que levantaron llagas, con un travesaño de madera que dejó marcas en su espalda condenada
Aquellas alas tenían mayor valor que su propia existencia, y una vez impuestas el verdugo le abandonó sin una mala mirada, sin una sola palabra, tan solo con la satisfacción del trabajo bien hecho, y como un objeto más del elaborado decorado, una mísera parte del atrezzo, poco más que mobiliarios de escenario, fue de nuevo rodeado y conducido al lugar donde habría de encontrar la representación de su vida y su final. Así fue como comenzó el largo ascenso desde las entrañas de la bestia hasta el cielo, por oscuros pasillos que se prolongaban hasta fundirse con la oscuridad misma, endebles ascensores de frágil madera que funcionaban mediante poleas y temblaban vertiginosos como sacudidos por cien tormentas, y finalmente mil escaleras. El alado Faetón encadenado sabía que no debía mirar atrás, que de mirar atrás estaría por siempre perdido. No debía llorar por las piedras holladas en el camino, si no entregarlas al olvido y observar solo el futuro aunque este fuera efímero, porque su pasado estaba plagado de vías no recorrió y nunca recorrería, pero aquel día estaba repleto de horizontes entre los que escoger, por no existía el destino, se decía, porque no había más camino que el que en ese instante trazaban sus pies. Cierto que no podía escoger no caer, cierto que no había opción a volver, pero podía elegir cómo caer, como había elegido todas y cada una que le llevaron a perecer en el monstruo; por eso no podía revelarse, por eso no podía quejarse: él mismo se había conducido hasta ese instante... A pesar de que las alas le hacían caer, se esforzó por ponerse de pie, una vez más, otra vez. Lo importante, se dijo, no era caer, lo importante era volver a levantarse, levantarse siempre, como siempre había hecho, levantarse tan rápido que nunca quedara constancia de que cayó una solo vez, levantarse no solo una, si no dos, tres, cuatro veces y cuantas más fueron necesarias. Nadie podría decir que se rindió antes de la última rendición, aquella que habremos de aceptar todos. Y así fue: Faetón se puso de pie, digno y al mismo tiempo trágico y cómico, tambaleante, sonriente. Sus rodillas pugnaban por doblarse y dejarse vencer, pero el último suspiro de su alma le sirvió de sostén. Hasta los soldados que le servían de escolta se sintieron admirados por aquel empeño enloquecido que precipitarse voluntario a su propio cadalso. Paso a paso, sin resuello, Faetón no tenía prisa: sin duda le esperarían. Cada escalón era un tormento; tenía hambre, tenía sed, y le sacudían nubarrones negros empujándole a dejarse caer, a dejarse vencer. "Cierra los ojos", decían, "ríndete". Rechazó toda ayuda que le ofrecía. Aunque fuera a rastras llegaría, ¡ya la veía! La luz, al final estaba por fin la luz: se repetía. Volver a la luz bien merecía el dolor y el sufrimiento que padecía. ¿Cuántos días hacían que se la robaron? ¿Por qué se la robaron? Los recuerdos se diluían; la vida se perdía
Tan solo le quedaba aquello: las alas y el cielo. Sobre la fachada del Coliseo habían construido para él la más inmensa de las pasarelas para que pudiera grabar en ella a lágrima y sangre sus últimos pasos sobre la tierra, más ¿qué tierra? En esa altura las nubes casi podían tocarse. Sonó fanfarría de trompetas y una voz melodiosa anunció a Roma su historia. No, no era su historia: él no era Ícaro, no había estado jamás en Creta, ¿quién era Dédalo?... ¿O si lo era? ¿Acaso no llevaba las alas de plumas y cera? ¿Acaso no acababa de huir del laberinto construido por un tirano? Quizás, si no alzaba mucho el vuelo, aquella vez no quemaría sus alas, quizás si se esforzaba podría volver a su hogar, a casa...Pero, ¿en que lugar había perdido aquel hogar que añoraba? Le indicaron que caminara. Bajo sus pies, Roma al completo, expectante, zumbaba como mil abejas enloquecidas a la espera de la flor más deseaba, y en la arena, bajo la que no había mucho tiempo en las cavernas escondidas con otros desgraciados se consumiera, su verdugo había dispuesto un escenario fantástico de dunas y palmeras, al igual que los desiertos de África, donde decenas de fieras salvajes que Faetón nunca antes viera esperaban ansiosas la próxima carnaza. Se detuvo un momento, no por miedo, si no por vértigo. Temblaba. Le apremiaron para que continuara... Si, debía hacerlo; ya no le quedaba mucho tiempo. Un paso más, solo otro más. Pronto todo iba a acabar; y no importaba; lo prefería. No quería volver a la oscuridad. En el límite de la pasarela se detuvo; no miró abajo, no miró atrás. Se negó a pensar. Contempló al público emocionado, todos los rostros desdibujados de ojos desorbitados. Alzó los brazos hasta el cielo -símbolo de su próxima libertad-, y en sus dedos sintió juguetear el viento, en sus oídos reír la lluvia. Avanzó: los dedos de sus pies se asomaron al abismo. Respiró profundamente. Solo un paso más, solo era preciso un paso más. Solo él y la inmensidad. Respiró. Saltó. No gritó... y ¡voló! Si, ¡voló! ¡voló! ¡Sabía que lo conseguiría! Faetón voló alto, muy alto, hasta rozar las mismas nubes y tocar el sol, hasta sentir el viento frío bajo los brazos, hasta oír estridente en los oídos el arrullo de los pájaros, hasta oler la lluvia, saborear la nieve, escalar el granizo, acariciar la tormenta, vestirse de atardecer...Y por fin miró abajo. Vio su cuerpo caer en enloquecida espiral, batir las alas desesperado mientras Roma se deshacía en carcajadas crueles; lo vió romperse contra la arena como frágil cristal; vil la multitud enfervorecida aullar ante el olor de la sangre, gritar antes las vísceras enrojecidas, reir ante el triste espectáculo de los últimos espasmos rítmicos de su pierna fractura, un postrer gemido, las bestias arremolinándose alrededor de la carnaza cuando aún, con esfuerzo, respiraba, y el leve batir de las pestañas que indicaba que ya todo muy pronto acababa. Casi le parecía una buena forma de acabar, así de algo serviría aquello que dejaba atrás... Pues, ¡¿qué importaba?! ¡Era libre y volaba! ¡volaba! Buscaría un nuevo hogar, otra patria... pero no ahora. Ahora estaba cansado, ¿por qué no descansaba? Ahora que era libre tenía todo el tiempo del mundo para lograr lo que soñara, lo que por largo tiempo planeara... "Duerme, Faetón", se digo, "mañana será mañana..." Faetón alado, desmadejado, triste desgraciado, soñador innato, clausuró su mirada envuelto en el aplauso de una Roma agradecida y entusiasmada. Alguien entre el público lloraba.

Dedicado con cariño a mi amigo Jorge Cuesta
quién fue el que tuvo la idea.

*Fotografía 1: Dédalo e Ícaro en un relieve de la villa Albani, en Roma
*Fotografía 2: "Paraíso Perdido", de Gustave Doré
*Fotografía 3: "Amanecer para Ícaro", de Herbert James Draper

2 comentarios:

  1. Ha sido precioso,...lágrimas y todo, genial..

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    1. Me alegro que te haya gustado, aunque lamento haberte hecho llorar, noble Cayó Fulvio Licinius

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