Le palpitaban los oídos, le ardían las mejillas, le martilleaban las sienes, y un tenaz riachuelo helado recorría, con timidez inexistente y dulzura cierta, su espalda quebrada, ya encorvada, y ensuciaba los profundos surcos de sus manos apergaminadas. Sin embargo, la humilde Nympherusa no admitió su derrota hasta que en el último tramo -el octavo tramo- de aquellas sinuosas escaleras sintió flaquear las piernas y sus rodillas claudicaron. Aún así, se negó a apoyarse en la mugrienta pared de pintura desconchada en la que tantos y tantos inquilinos escribieran obscenidades y contra la que alguien, no hacía mucho, defecara; tampoco se sentó en los peldaños astillados -los que todavía ese invierno en las estufas de los vecinos no se quemaran- donde la polilla y la carcoma por doquier anidaban. Por el contrario, de pie, oscilante, combativa, titilante, se obligó a sí misma, con sumo esfuerzo, a seguir con la pupila entrecerrada la enfebrecida carrera del sarnoso gato negro en persecución de alguna rata, a fin de forzar a sus ojos a despejar la nube negra que poco a poco los empañaba. Un zumbido tenue en los oídos y una maldición hecha con desgana. No caería, se dijo la humilde Nympherusa. Tomó una bocanada. El gato hubo de conformarse con una araña. La vida, se repitió, no podía derrotarla. Al otro lado de la pared, alguien gritaba. De repente, un golpe fuerte, una caída, un ruego, un sollozo. Prefirió no saber nada. A través de los ocho tramos de escaleras por medio de multitud de viviendas ya había sido invitada indeseada de demasiadas escenas: un bebé que mamaba, una pareja que con ardor copulaba, un vecino que los espiaba, una vieja que cocinaba, una niña que se afanaba en la limpieza de un suelo que sin querer ella pisara, una mujer que remendaba, un esclavo huido que intentaba deshacerse del collar que lo delataba, un robo a varias casas, dos vecinas que cotilleaban... A unos les era indiferente y otros la despreciaban, pero Nympherusa ya estaba acostumbrada, y ese había sido un día demasiado largo como para que le importara.
No había empezado bien cuando una de sus vetustas y remendadísimas sandalias se rompiera definitivamente en la bajada a primera hora de la mañana. Mientras aún se quitaba las últimas legañas, hubo de decidir entre no comer o andar descalza; la humilde Nympherusa ni siquiera estaba segura de poder ganar lo suficiente para una de las dos cosas: ya era sólo una puta vieja a la que nadie deseaba, los deshechos de mejores bocas, los restos que la ciudad escupiera con desprecio tras años de devorarla. En el cementerio de Via Ostiense había acechado codiciosa el dolor de los vivos a la espera de aprovecharse de las pertenencias de los muertos. Su nuevo calzado le estaba pequeño y le hacia daño, pero era mucho mejor que pisar desperdicios y barro. En aquella búsqueda había perdido la mayor parte de su día, y los pocos desesperados que la usaron contra las lápidas no la habían arrojado más que miseria. Su estómago rugía insatisfecho después de día y medio. Tendría que esperar aún más, por el momento.... Empujó la puerta carcomida del reducido cuartucho donde vivía; por las rendijas de madera que faltaban se habían colado dos perros callejeros, pero los ocho pares de ojos que se volvieron para mirarla era evidente que agradecían el calor de sus cuerpos. Era noviembre y por la abertura irregular del techo soplaba un viento gélido; el súbito desprendimiento de una viga dos semanas antes había matado a la joven viuda Rectina y dejado cojo al mendigo Thymelicus -lo que, en verdad, y en eso estaban todos de acuerdo, no le venía nada mal para el negocio-. Su sangre aún podía verse en el suelo; en cuanto a su cuerpo, creían que había sido arrojado a la fosa común del Monte Esquilino. Al menos, como hacía tres días, no llovía y el cuartucho no tenía ninguna ventana por la que pudiera colarse más viento. Bajo un cielo cuajado de estrellas, todos se apiñaban en el irregular suelo en torno al brasero que Pomponius, un jornalero recién llegado del campo, había recogido hacia poco de un vertedero; por el orificio de su base tiznaba de continuo los pies y el suelo. Aquel día, el único colchón, aquel sucio colchón que había conocido demasiados dueños y encuentros, le había tocado por suerte a Nereo, un asesino a sueldo. Nympherusa, resignada, se sentó contra la pared, en el diminuto espacio que aún restaba, se enredó en su manto lleno de agujeros y, con las piernas encogidas, se dispuso a dormir sobre el hombro de Riccius, el antiguo y arruinado dueño de una fullonica. El negro humo del brasero, en el que ardían los restos de una silla sustraída a uno de los inquilinos del cuarto piso, no tardó en embotar sus sentidos y solamente alcanzó a dar su consentimiento para dar la bienvenida al día siguiente a un décimo compañero de cubículo: era la única opción para pagar el elevado alquiler que se les exigía. Aquel fue, sin duda, el último pensamiento de su vida.
Dijeron que el fuego se originó en la panadería de la planta baja, que algún esclavo descuidado, es posible, no apagó bien el horno tras dorar los últimos panes del día. O que algún brasero olvidado prendió la sábana de alguna cama. Lo cierto es que las llamas, en aquel edificio atestado de más de cuarenta años, se extendieron con rapidez por las maderas secas y ancianas mientras todos en su interior dormían, y aunque los inquilinos de las primeras y más lujosas plantas salieron sin muchas complicaciones y salvaron sin problemas la vida, cuando los que vivían en las plantas superiores y más pobres supieron lo que ocurría, ya era tarde para encontrar una salida. Los más afortunados murieron asfixiados; algunos se arrojaron por las ventanas, desesperados; otros se negaron a rendirse y murieron calcinados. El dueño de la propiedad, un ambicioso joven llamado Numisius Fuscus -que la recibiera en herencia-, impotente y sin ningún daño, lo veía todo desde el otro lado de la calle y se lamentaba con estrépito de sus pérdidas. No tardaron en acudir en su ayuda una cuadrilla de esclavos perteneciente al senador Marcus Licinius Crasus, entrenados en la rápida extinción de incendios.... siempre que antes el dueño vendiera a su amo la propiedad a un buen precio. Ambos hombres negociaron acaloradamente largo tiempo: a medida que ascendían las llamas, el senador bajaba su precio y para cuando el fuego alcanzó al fin el octavo piso, Fuscus tuvo que admitir al fin, por mucho que ello le enfureciera, que poco a poco se estaba quedando sin nada que vender a Crasus. Por cinco veces menos del valor de mercado acabó por ceder la propiedad del inmueble incendiado, y se selló la venta con un apretón de manos en el mismo momento en que la estructura colapsaba de forma definitiva y se derrumbaba con un rugido agónico y lastimero. Al día siguiente, diligentes esclavos de la casa Licinia retirarían por igual escombros y cadáveres y, sin hacer distinción ninguna, vertieron todo en el vertedero más cercano. El senador Crasus no tardó en edificar una nueva insula en el lugar donde se hallara la antigua y en menos de un año, había recuperado sus pérdidas y triplicado los beneficios que una vez Fuscus obtuviera.
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