Una llanura extensa, infinita, dónde el viento bailaba entre las briznas de hierba y el sol relampagueaba tras las densas nubes grises y en las gruesas gotas de rocío de la mañana. ¿Cuántas llanuras cómo aquella había visto y cuántas vería antes de descender a las profundidades de la tierra? En ocasiones creía que su vida se componía únicamente de las imágenes repetidas de aquella guerra infinita.
A su alrededor, miedo y ansía. Olía a lluvia, tierra húmeda, bosque, cuero endurecido, hierro pulido, sudor y caballo. El escudo comenzaba a pesarle; el casco le incomodaba; la larga espera cargaba sus hombros. El legionario de su derecha movía los pies con impaciencia; el de la izquierda temblaba levemente, avergonzado de su propia flaqueza, musitando entre dientes una oración en lengua extraña a una divinidad que desconocía. Estúpido, pensó raudo, y alguien por lo mismo rió tras él: ¿por qué aquel dios al que clamaba debería escucharle? ¿quién creía ser cómo para importarle? y aún en caso de que la deidad se mostrara misericorde y dirigiera a él sus ojos, ¿por qué creía que sus dioses eras más poderosos que los dioses del enemigo? No, no debía molestarse a Marte, a Júpiter o a cualquier otro por algo tan miserable, ruin, despreciable, común y breve cómo es la vida humana. Bastaba confiar en la experiencia, en la instrucción, en la propia habilidad y en las órdenes para sobrevivir al fragor de otra batalla.
Al otro lado de la llanura, los germanos, vestidos con pieles y el rostro pintado, comenzaron a gritar y a golpear las espadas contra los escudos. Querían infundirles temor. Las negociaciones habían fracasado y su compañero redobló la insistencia de sus rezos. Pronto se presentó ante ellos el general, magníficamente vestido sobre su caballo de la mejor raza, e inició su arenga. Palabras vacías y promesas falsas. No escuchaba. Su atención se concentraba en el portaestandarte, en las trompetas y en los legionarios que les rodeaban, en espera de las primeras órdenes, lo único importante.
Se dio la señal de avanzar; al unísono, lo hicieron; el enemigo, enardecido, se lanzó sobre ellos. Comenzaron a caer en medio de lamentos agónicos, estertor estrepitoso y el susurro silbante de la espada cruzando el viento y la carne. En el ardor del enfrentamiento, alguien gritó con amoroso fervor: ¡Por Roma! Todos respondieron, él calló. Jamás luchó por el Imperio. Luchó por él y por un sentimiento.
Porque cuando se ha burlado a una muerte casi segura y se ha sobrevivido al tiempo que otros mejores han muerto; porque cuando el enemigo ha caído en tus manos y se ha obtenido una victoria en la que nunca creíste; porque cuando mil bocas claman tu nombre con la misma intensidad que antes clamaba a sus dioses...solo entonces puedes sentirte único, irrepetible, irreemplazable, en medio de la inmensidad de un Imperio que emborrona tu rostro entre miles de rostros y olvida tu nombre a pesar de tus muchos servicios.
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