jueves, 27 de febrero de 2014

Augusto: la consolidación del poder

Tras la batalla de Actium, la política de Octaviano se centrará en la paz junto a una gran reforma de tipo político, administrativo e institucional, ya que el largo período de guerras civiles había traído el descrédito de las instituciones republicanas. Así mismo, comienza a acumular una serie de honores - tales como la inclusión del nombre de Octaviano en todas las plegarias públicas a los divinidades, o la declaración del dies natalis y de la victoria de Actium como festivos- que prepararán la situación para la acumulación definitiva de poder por parte de Octaviano. El año 27 a.C. es la fecha clave. Octaviano gobernaba hasta entonces con una base legal basada en los poderes triunvirales, los poderes consulares (31-37 a.C.) y los poderes tribunicios (sobre todo la sacrosanctitas y la potestas tribunicia). El 13 de enero de 27 a.C., Octaviano abdica de sus poderes en una sesión ante el Senado y entrega el gobierno de la República al Senado y Pueblo romanos. Se duda de que la renuncia fuera sincera y no parte de una hábil maniobra política. Fuera como fuese, el Senado -formado principalmente por partidarios nombrados por él durante la guerra civil- ruega a Octaviano que conserve sus poderes y le otorga el título de Augusto, un título de nueva creación sobre cuyo sentido se ha discutido mucho. Al parecer puede estar relacionado con la religión y la política, con términos tales como “augur” o “auctoritas”. A partir de ese momento, la titulatura oficial de Octaviano incluirá el título de Imperator (dado con anterioridad a los generales victoriosos por sus tropas), su filiación divina como hijo del dios Julio y su nuevo título; es decir, Imperator Caesar Divi Fili Augustus. Otras cesiones del Senado fueron la concesión de los laureles, por sus victorias militares; la corona cívica, por sus servicios a todos los ciudadanos; la colocación en el Senado de un escudo de oro dedicado a Augusto con las palabras “virtud, clemencia, justicia, piedad”, las cuatro virtudes de un ciudadano romano; o su designación como princeps o el primero entre los ciudadanos, con derecho a ser el primero en hablar en cada sesión del Senado. Con aquella acumulación de honores y poderes, Augusto funda un régimen monárquico de fachada republicana en que rechaza los símbolos de la monarquía al tiempo que mantiene la apariencia del cumplimiento de la antigua legalidad republicana y diseña un régimen a su medida. Esta situación será particularmente evidente a partir de la crisis del año 23 a.C. En tal fecha, la oposición republicana, aunque débil nunca desaparecida, encabeza una conspiración contra Augusto, en la que llegó a estar incluido Terencio Varrón Murena, su colega en el consulado de ese año. Descubierta la conjura, todos sus miembros son ejecutados y Augusto cae enfermo y de inmediato renuncia a su cargo, no volviendo a ocupar el consulado más que en dos ocasiones en los próximos 37 años. Con su renuncia, dejó de ser magistrado en el sentido técnico de la palabra. Se le ofreció la dictadura, que rechazó, gobernando a partir de ese momento mediante el imperium proconsular renovado cada año, que le permitía intervenir en las provincias; la potestas tribunicia, que le permitía convocar al Senado y proponer leyes; y la auctoritas. A estos poderes civiles, futura base del régimen, se añadían los religiosos, ya que Augusto ocupará todos los sacerdocios, incluido el pontificado máximo -equivalente a jefe de la religión romana- tras la muerte de Lépido en 12 a.C.
La administración de la ciudad de Roma
La ciudad de Roma había crecido en poco tiempo hasta alcanzar quizás el millón de habitantes. La urbe tenía por tanto grandes carencias: altos índices de criminalidad sobre todo de noche; incendios, muy habituales por ser la madera el principal material de construcción; periódicas inundaciones del río Tíber; falta de grano, principalmente para el reparto gratuito a la plebe, lo que provocaba casi de inmediato revueltas o hambrunas, etc. Para hacer frente a este último problema Augusto crea en el 8 d.C. el cargo de praefectus annonae, un magistrado de origen ecuestre encargado del reparto gratuito de trigo a la plebe de Roma. En lo referente a los incendios y la criminalidad, reunirá un grupo de 600 esclavos a las órdenes de los ediles con funciones semejantes a la de bomberos y policías. Sin embargo, dado que 600 hombres era un número muy pequeño para atender las necesidades de una ciudad del tamaño de Roma, en el año 6 d.C. Augusto recluta siete cohortes de mil hombres cada una para cumplir la misma función, ahora bajo el mando de un pretor. Así mismo, en el año 12 a.C. nombrará tres senadores encargados de los recursos hidráulicos de la ciudad, tanto en lo relativo al abastecimiento de agua como para afrontar los problemas derivados de las inundaciones del Tíber y ponerles solución. Otras medidas a destacar relativas a Roma fueron la división del territorio urbano en 14 regiones en el año 7 a.C., cada uno de los cuales estaba subdividido a su vez en vici o barrios -hasta un total de 264 vici aproximadamente- y la creación del cargo de praefectus urbi casi al final del principado; se trataba de la mayor autoridad en Roma tras el emperador, pues no solo impartía justicia si no, para garantizar la paz en la ciudad, tenía bajo su mando seis legiones, acantonadas fuera de Roma. Por último, mencionar la gran transformación urbanística sufrida por la ciudad bajo Augusto, la cual quedaría muy bien reflejada en el libro de arquitectura de Vitrubio. Entre las obras urbanísticas del período cabe destacar el Foro de Augusto, edificado intencionadamente como anexo del de César; los pórticos de Octavia y Livia; el teatro de Marcelo; el Mausoleo de Augusto; el Panteón y termas de Agripa, y gran cantidad de templos.
La administración del Imperio.
En el año 27 a.C. las provincias de dividen en dos grandes grupos:
       -Senatoriales: Aquellas que continúan bajo el control del Senado y se rigen por el antiguo sistema republicano. Eran diez, todas ellas ya pacificadas y romanizadas. Su gobierno se entregará a un procónsul, por lo general un antiguo cónsul -o, en ocasiones, un antiguo pretor- mediante sorteo por un año, aunque el mandato solía prorrogarse. Desde el punto de vista jurídico, los procónsules eran independientes de Augusto y poseían el control del ejército provincial -en caso de existir, ya que, al estar pacificadas, las provincias senatoriales por lo general carecían de tropas-; les acompañaba un cuestor con funciones económicas, principalmente de recaudación de impuestos.
       -Imperiales: Aquellas en las que Augusto ejerce el poder absoluto como procónsul. En inicio, este tipo de provincias eran cinco o seis; al final de su gobierno, 13. Dado que Augusto no podía ponerse al frente de todas estas provincias a la vez delegará su poder en legati Augusti pro praetore, es decir, delegados de Augusto que carecían de competencias fiscales, careciendo además de la ayuda de los cuestores para esos fines. Este vacío se suple con el nombramiento de procuradores, los cuales solo respondían ante Augusto; nombrados entre la clase de los caballeros, estaban asistidos por un gran número de administradores, normalmente libertos y esclavos de Augusto. Las provincias imperiales eran las más conflictivas, por lo que requerían la presencia permanente de un ejército
        Egipto, por su parte, poseía un estatuto especial; en teoría propiedad exclusiva del pueblo romano, en la práctica constituía una propiedad privada de Augusto, hasta el punto que cualquier senador o caballero que quisiera visitar el territorio debía pedirle un permiso especial. Augusto llegará a reinar en el país como sucesor de la dinastía de los Ptolomeos y su figura será presentada por un prefecto directamente designado por él.
El ejército.
Al finalizar la guerra civil, el ejército contaba con sesenta legiones -más un número indeterminado de tropas auxiliares-. Dado la imposibilidad de mantener semejante fuerza militar y ante el peligro de motines, Augusto opta por licenciar unidades completas hasta reducir el número a solo veintiséis. Con todo, el mantenimiento del ejército continuará siendo muy costoso, hasta consumir la totalidad de los ingresos del Estado. El suelo medio anual de un legionario eran unos 900 sestercios, es decir, 140 millones de sestercios para el conjunto de las legiones, sin contar con el sueldo de centuriones, tribunos o equites, que era superior; a estos gastos se deben añadir el mantenimiento, el armamento, el pago de las cohortes pretorianas y urbanas de Roma, el coste de las flotas de Miseno y Rávena, el licenciamiento anual de miles de soldados-que recibían cada uno 12000 sestercios de compensación por haber cumplido el servicio militar completo-, cuyo pago sustituyó a la problemática asignación de tierras, etc. Salvo el pago de los licenciamientos, que en muchas ocasiones provendría de la fortuna personal de Augusto, el alto coste del mantenimiento del ejército recayó por lo general sobre las provincias. El gran descontento generado por esta medida motivó la creación de un impuesto del 5% en cualquier herencia, cuyo importe total pasó a ingresarse no en el erario del Estado, situado en el templo de Saturno, sino en una caja aparte, el Aerarium Militare, empleado solo para gastos del ejército. Augusto queda como comandante en jefe de todas las legiones, a excepción de aquellas situadas en provincias senatoriales, que dependerán de los procónsules. En el año 19 a.C. Augusto prohibirá la celebración de triunfos en honor de los gobernadores provinciales al tiempo que se atribuirá todas las victorias ocurridas en las provincias imperiales, situadas bajo su mando.
La reforma del Senado.
Para acceder al Senado las vías son las mismas prácticamente que en la República: desempeñar la cuestura será el requisito mínimo y los censores podrán excluir del Senado a todos esos miembros considerados indignos o que no cumplan los requisitos mínimos. La figura de los censores es básica en los comienzos del principado, ya que tras la batalla de Actium el número de senadores era muy elevado, unos 1.000 aproximadamente, por encima del límite de 600 fijado en la dictadura de Sila. Para atajar el problema y reducir en 400 el total del miembros de Senado, Augusto reviste la censura en dos ocasiones, en el año 29 a.C., con la expulsión de 140 senadores, y en el año 18 a.C., en que abandonan el Senado otros 300 miembros. A partir de ese momento, para ser senador deberán cumplirse fundamentalmente dos requisitos
     -Disponer de un millón de sestercios para solicitar la cuestura, cifra fijada por Augusto que la eleva desde los 400.000 sestercios anteriores.
     -Ser hijo de senador. Si no es así deben cumplirse algunos otros requisitos, tales como la ciudadanía o el reconocimiento de su honradez y méritos.
Sin embargo, el verdadero acceso al Senado continuará dependiendo de la decisión del pueblo, pues el ciudadano que quisiera obtener la cuestura deberá aún presentarse a las elecciones. A pesar de eso el Senado se irá poblando poco a poco de partidarios de Augusto, provenientes de ciudades de Italia o de las provincias más romanizadas como Galia o Bética, regiones que durante la República apenas tuvieron un papel político para lograrlo; para lograrlo, muchas veces los partidarios alcanzaron ese millón de euros necesario para presentarse a la cuestura gracias a la fortuna personal de Augusto. El Senado continuará celebrando sus sesiones dos veces al mes, siempre en fecha fija, publicándose sus resoluciones en los senatusconsulta; juzgará a sus miembros; administrará sus provincias; se le reservaran los altos cargos de la administración; y participará en el llamado consilium principis, con labores meramente consultivas del que toman parte senadores, amigos y colaboradores de Augusto. Sin embargo, a partir del año 12, el Senado no podrá acuñar moneda.
La reforma de las magistraturas y las asambleas.
Los magistrados llegan al poder a través de los comicios, restablecidos a su normalidad solo un año después de tomar el poder Augusto. El mayor problema surge de la escasez de candidatos para las magistraturas inferiores -cuestura, tribunado y edilidad-ya que el interés de los candidatos se centra en la cuestura, que permite acceder al Senado, y en las magistraturas superiores -pretor y cónsul-; para atajar el problema, Augusto tuvo que recurrir muchas veces al sorteo de los puestos. Para las magistraturas superiores en cambio sobraban candidatos; es por esta razón que surge la propretura, con funciones principalmente en provincias, y la figura del cónsul suffectus o suplente.
Por su parte, se mantienen tres tipos de asambleas:
     -Por curias: se ocupan del derecho familiar.
     -Por tribus: organismo legislativo al que Augusto presentará siempre sus proyectos de ley.
     -Por centurias: elegían a los cuestores, pretores y cónsules. Eran por tanto las más importantes. Por ello, en el año 5, Augusto crea un complejo sistema de curias mixtas de senadores y caballeros que arrebatarán al pueblo el poder de elegir a pretores y cónsules.
Augusto, además, controlará los comicios mediante la nominatio y commendatio, lo que debilitará aún más el sistema. La nominatio era la aceptación de la candidatura por Augusto, y la conmendatio su recomendación especial; contar con ambas equivalía a ser elegido con toda seguridad
Legislación moral.
Destinadas a atajar la relajación de las costumbres, destacan:
-Lex Iulia de adulteriis: pensada para proteger y favorecer el matrimonio, castigaba con severidad el adulterio femenino, mientras que el masculino estaba permitido con prostitutas, esclavas o mujeres no ciudadanas. El marido o el padre podrán matar impunemente al amante de su esposa o hija.
-Lex Iulia de maritandis: pensada para favorecer el matrimonio y la procreación, castigándose a los solteros o a los casados sin hijos, mientras se recompensaba a los matrimonios con más de tres.
Política militar.
Augusto no tuvo nunca la capacidad militar de su padre adoptivo, Julio César, debiéndose los éxitos militares de su gobierno en su mayoría a sus colaboradores. Salvo excepciones como la conquista del norte de Hispania, la política exterior de Augusto se dirigió principalmente al frente oriental y al Norte y al mantenimiento de la paz en el interior de las fronteras. En Oriente, intentó evitar los enfrentamientos abiertos con el Imperio parto, sin duda consciente del poderío militar del mismo. Para ello, determinados miembros de su familia, como Agripa, Tiberio o su nieto Cayo César, llevaron a cabo en la zona una política encaminada al reforzamiento de los estados situados entre Roma y Partia como frontera entre ambos imperios. Tal es el caso de Judea, reconquistada por el rey a los partos con apoyo de Augusto, o Armenia, entregada a Tigranes, rey local favorable a Roma, lo que convirtió su reino en dependiente. En cuanto al Norte, tras el desastre del bosque de Teutoburgo, en que tres legiones comandadas por Publio Quintilio Varo fueron exterminadas por una confederación de pueblos germanos en el año 9, la frontera del Imperio se retrotrae desde el río Elba hasta el Rin, dónde permanecerá inmutable a lo largo de los siglos.  

viernes, 21 de febrero de 2014

Yo, Claudia Livila (VI)

Proclamado por fin Tiberio y suspendidos los festejos por encontrarnos todavía por el largo luto debido al divino Augusto muerto, creyó necesario el Senado ensalzar el nombramiento con nuevos servilismos, halagos y cargos, y sin dudar propuso a su nuevo César e Imperator reconocer a mi muy noble abuela, adoptada por testamento como Julia para poder beneficiarse de la herencia y aclamada además Augusta, como Madre de la Patria, que incluso en las inscripciones a Tiberio se le reconociera no solo como nieto del divino Julio e hijo del divino Augusto si no también como "el hijo de Julia", y que se concediera a la antaño Livia Drusila un lictor y una escolta semejante a la que disfrutan los magistrados de Roma. Consideraban que al ensalzar a la madre honrarían al hijo. Pero mi tío por el contrario lo tomó como un insulto directo a su persona, una burla a todo cuanto representaba, la conversión de su tenue realidad en una irrisoria farsa, e improvisando algunas palabras en las que afirmaba con boca dura y entrecejo marcado que habría de actuar con moderación en todas las cosas, incluso en las que a su familia atañe, y defendía las causas por las que nunca se deben de conceder demasiados honores a las matronas, abandonó el Senado como una exhalación de rabia. El amor que Tiberio podría haber sentido por Livia solo era comparable al odio y al desprecio que también por ella y por si mismo experimentaba, mezcla de los sentimientos naturales que todo hijo, por el mero hecho de serlo, alberga en lo más profundo de su seno y del recuerdo constante, continuo, del sometimiento a las directrices maternas, la voluntad tanto tiempo anulada, los sacrificios realizados por ambiciones ajenas y los muchísimos años consumidos en una espera que ni siquiera sabia, calculadas las pérdidas, si había merecido la pena. Que el Senado se deshonrara de nuevo proponiendo un altar a la Adopción solo sirvió para acrecentar su propia infamia y la ajena rabia. Porque Tiberio conocía cuanto se hablaba en las tabernas a través de una nutrida red de espías que como el Imperio y la fortuna recibió de Augusto como herencia y acrecentó con el tiempo: sabía que decían que ocupaba el cargo de César no en virtud de sus muchas cualidades, de su larga experiencia como general, de sus triunfos y sus conquistas, o de sus años al servicio del Estado ya fuera como ayudante del divino o bien magistrado, si no al hecho de haber sido adoptado por un viejo cuya mente enferma apenas era capaz de discernir fantasía de ciencia, extraños de familia propia, y a las gestiones bastante aviesas de una madre perversa. Aquel altar propuesto por el Senado no podía dejar de percibirlo Tiberio como un reconocimiento público, ante la opinión pública y quienes consideraba sus semejantes, de aquel persistente insulto, de aquel dedo acusador que le acosaba, la espada de Damocles que casi de continuo le obsesionaba.
 Abochornado e indignado, regresó al Palatino y se encerró en su despacho. Lo conocía ya lo suficiente para saber que en tales circunstancias era mejor no molestarlo hasta que las nubes negras que sobrevolaban su cabeza hubieran encontrado acomodo en su rencor tanto tiempo acrecentado o por el contrario se hubieran marchado, a riesgo de sufrir las consecuencias y acabar formando parte de ellas. Pero Augusta, que había tenido noticias de cuanto el Senado le había ofrecido y como Tiberio lo había ya rechazado, irrumpió como una tormenta en la soledad y el refugio del César para verter sobre él toda clase de recriminaciones e insultos. Se alzaron las voces mucho más de lo necesario y en toda la casa resonaron los secretos de la familia. Vi a los pretorianos inclinarse con presteza en dirección a la puerta, tensos a la espera de nuevos misterios, y recordé a Sejano, aquella mirada clara que parecía saber discernir el alma, las ocultas intenciones escondidas en la astuta pupila inquieta que aún no había descifrado, más peligrosas por no haberse ciertas y no conocer a qué nos estábamos enfrentando. Creí necesario detener aquel caudal de información que podía amenazar con destrozarnos e interrumpiendo en el despacho me atreví a señalar aprovechando su sorpresa las cartas sobre la mesa, aunque eso pudiera exponer a Tiberio el hecho de que yo estuviera demasiado informada de los acontecimientos del Imperio. Sacudido por mil sentimientos, mi tío no pareció comprenderlo y se inclinó de inmediato sobre ellos. No así Julia Augusta, que me observó como si me hubiera visto por primera vez en la vida, evaluándome de nuevo como aliada, rival o enemiga. Sin duda, al contrario que yo, no había tenido conocimiento de lo que sucedía. Buenas nuevas de Panonia, la susurré con una sonrisa como si quisiera espantar de entre nosotros las envidias y las sospechas; en cambio saboreaba cada sílaba con satisfacción manifiesta. Augusta exigió a Tiberio saber más; yo permanecí en silencio. Augusta se atrevió a opinar, a aconsejar; yo doblé el cuello y miré el suelo. Cuando el César alzó la vista la mirada que nos dedicó a ambas fue muy distinta, y su voz, como mero instrumento, desafinó con estrépito al describir las notas de Livia, entonando en cambio una suave melodía acariciando el nombre de su sobrina. Me retiré en silencio, con modestia y victoriosa; poco después, ante sus persistentes exigencias, el César hubo de echar a Augusta sin responderla. Mi abuela tuvo que humillarse por vez primera viniendo a mí en su búsqueda de respuestas. Quise reír al verla, porque la falsa Livila había vencido a su maestra. Me permití la autocomplacencia de mostrarme magnánima, cortés y humilde con aquella arpía acabada y vieja.


* Fotografía 1: "Prose", de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografia 2: Detalle el gran camafeo de Francia, con Livia a la izquierda y Livila a la derecha




martes, 18 de febrero de 2014

Augusto: El ascenso al poder

El futuro Augusto nace como Cayo Octavio el 23 de septiembre del año 63 a.C., año de la conjura de Catilina y el consulado de Cicerón. Su padre, de mismo nombre, era un homo novus, es decir, el primero de su familia en entrar en el Senado; originario de Velletri, gozó de una gran fortuna y en el año 60 a.C. alcanzó la pretura, muriendo al año siguiente antes de poder presentarse al consulado. Su madre, Atia, contraería años después un segundo matrimonio con Lucio Marcio Filipo, cónsul en el año 56 a.C., el cual criaría al pequeño Octavio y a su hermana, Octavia, junto a sus propios hijos, arreglando incluso el matrimonio de Octavia con Cayo Claudio Marcelo, senador y cónsul en el año 50 a.C.. Atia era nieta de Julia la Menor, una de las hermanas de Julio César, quién desde pronto se interesaría de Octavio, ocupándose de su educación, orientada a la retórica y a las letras. Ya en el año 47 a.C., con solo dieciséis años, César le nombra para formar parte del Colegio de los Pontífices y al año siguiente le permite participar en su triunfo africano, aceptándole incluso en su carro, gesto en el que algunos autores modernos han querido ver un reconocimiento público por parte de César de Octavio como su heredero. En el año 45 a.C., Octavio pudo haber luchado con César en Hispania contra los últimos partidarios de los hijos de Pompeyo, mientras que al siguiente año le encontramos en Apollonia, en la provincia de Iliria. Las fuentes difieren sobre si se hallaba allí preparando la campaña contra los partos, uno de los últimos proyectos de César, o bien estaba recibiendo educación con maestros griegos. Sea como fuere, sería en esta ciudad dónde Octavio recibiría la noticia del asesinato de César y su adopción por este como hijo y heredero de ¾ partes de su fortuna. A partir de ese momento asume un nuevo nombre: Cayo Julio César Octaviano.  
Tras desoír los consejos de su madre, que le instaba a rechazar la sucesión y herencia de César, y de varios oficiales, que le exhortaban a buscar refugio con las tropas de Macedonia, Octaviano decide navegar a Italia para reclamar el legado de su tío abuelo. Tras una cálida recepción por parte de los soldados de César en el puerto de Brindisi, Octaviano se apropia sin permiso oficial de los tributos anuales de las provincias orientales y con ellos recluta tropas en su marcha hacia Roma, veteranos de César principalmente, hasta alcanzar en junio los 30.000 efectivos. Al llegar a la ciudad, Octaviano se encuentra con el cónsul Marco Antonio en una frágil tregua con los asesinos de César gracias a una amnistía general aprobada el 17 de marzo. Antonio, no obstante, había logrado expulsar a la mayoría de Roma con su discurso fúnebre en honor a César, que volvió a la opinión pública contra los cesaricidas, dirigidos por Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino. Aunque Antonio estaba acumulando gran apoyo político, Octaviano se decidió a rivalizar con él con el fin de ser dirigente de la facción populista que antes dirigiera César, y si bien no tendría éxito en persuadir a Antonio para que le entregara la fortuna de César de la que aquel se había apoderado, si logró durante el verano el apoyo de varias prominentes figuras de la política romana, quienes veían en Octaviano un mal menor o un medio para deshacerse definitivamente de Antonio. Este estos destacaba de forma principal Marco Tulio Cicerón -bajo cuyo consulado Octaviano naciera-, quién atacaría a Antonio en el Senado mediante sus famosas Filípicas acusándole, entre otras cosas, de ser la mayor amenaza para el Estado romano. Este clima de abierta hostilidad, unido a la fuerza militar de la que disponía Octaviano en Italia, obligaron finalmente a Marco Antonio a partir de Italia hacia la Galia Cisalpina, cuyo gobierno Décimo Bruto se negó a entregarle a pesar de haberle sido concedido por el Senado.
Nombrado senador en el año 43 a.C., antes de la edad permitida y sin haber ocupado cargo alguno, Octaviano recibía así oficialmente el apoyo del Senado frente a Antonio, si bien el objetivo último de los senadores era debilitar a la totalidad de la facción cesariana. Con este fin, se le otorga a Octaviano el imperium propretoriano, que convirtió en legal el mando sobre sus legiones, y se le envía junto a los cónsules Hircio y Pansa a socorrer a Décimo Bruto, asediado por Antonio en la actual Módena.   El ejército de Antonio sería vencido en Forum Gallorum, lo que supuso una victoria para el bando senatorial, sin embargo durante los enfrentamientos murieron ambos cónsules, dejando a Octaviano como único comandante en jefe de los ejércitos. El Senado intentó recuperar el control solicitando a Octaviano que cediera el mando a Décimo Bruto, pero el heredero de César rechazó cooperar y ayudar en futuras ofensivas contra Antonio. Cuando el Senado, por su parte, se negó a entregarle el consulado, vacante por la muerte de Hircio y Pansa, y anular la declaración de Antonio como enemigo público y la amnistía concedida a los cesaricidas, Octaviano marchó a Roma al mando de ocho legiones y obligó al Senado a aceptar todas sus exigencias. Al mismo tiempo, Antonio establecía una alianza con Marco Emilio Lépido, otro líder cesariano quien ejerciera de magister equitum en la dictadura de Julio César (segundo poder del régimen solamente por debajo del dictador). Aunque derrotado, Antonio aún contaba con apoyos entre las tropas romanas, llegando a reagrupar sus fuerzas en la Galia hasta alcanzar un total de diecisiete legiones. Tanto Lépido como Octaviano sabían que, de continuar enfrentándose entre ellos, la facción cesariana se debilitaría y se reduciría, al contrario que los cesaricidas, que no tendrían ninguna necesidad de utilizar sus fuerzas. Se plantea pues la necesidad de una alianza entre ellos: en un encuentro realizado cerca de Bolonia a finales del año 46 a.C., Octaviano, Antonio y Lépido forman el llamado Segundo Triunvirato. A diferencia del Primer Triunvirato del 60 a.C., basado en un acuerdo privado entre Marco Licinio Craso, Julio César y Pompeyo, el Segundo Triunvirato fue legalizado mediante la Lex Titia tresviri res publicae constituendae, que procedió a crear una nueva magistratura a medida de Octaviano, Antonio y Lépido, a los que se dotó de poderes especiales por una duración de cinco años con el fin de reorganizar la República romana. Supuso así mismo la división del territorio controlado por Roma en tres parcelas diferenciadas de poder: Marco Antonio recibió Galia Transalpina y Cisalpina; Lépido tuvo la Galia Narbonense; y Octaviano aceptó Hispania, Cerdeña y Sicilia. Octaviano se encontró pues en peor posición que sus dos colegas de triunvirato, ya que el mar se encontraba dominado por Sexto Pompeyo, último hijo superviviente de Pompeyo Magno, mientras que la Galia, en poder de Antonio y Lépido, les proporcionaba a éstos el mayor número de legionarios.
Con el Estado romano en poder de los cesarianos y derogada la amnistía por la muerte del dictador, comienza la guerra civil contra los cesaricidas. Es en este contexto determinado donde se enmarcan las listas de proscripciones: redactadas por los triunviros, contenían nombres de enemigos públicos cuya detención o muerte se recompensaba con la entrega al ejecutor de una parte de los bienes del proscrito, si bien la mayoría de los mismos pasaba a los triunviros y se destinaba al pago de tropas. Se calcula que las proscripciones afectaron a 300 senadores y 2.000 caballeros, entre los cuales se incluía al propio Cicerón, y redujeron en un tercio el Senado, ocupándose los puestos vacantes con hombres fieles a los triunviros, sobre todo a Octaviano. Éste vería aún más reforzada su situación con la divinización de César, al que se dotó de un templo en el Foro Romano y una clase sacerdotal permanente. A partir de ese momento, Octaviano pasó a ser conocido, principalmente a través de las monedas, como Dei Filius, o hijo de un dios. La guerra civil contra los cesaricidas finalizaría con dos batallas sucesivas, ambas en Filipos, en la provincia de Macedonia. Bruto y Casio contaban con 19 legiones contra las 29 que lograron reunir los triunviros, por lo que son derrotados y optan por el suicidio. Su muerte supone prácticamente el fin del partido republicano contrario a los cesarianos, ya que se queda sin jefes y sin ejército. La victoria impuso a los triunviros la necesidad de encontrar tierras con las que recompensar a sus soldados veteranos. Dada la inexistencia de tierra pública, se vieron en la obligación de expulsar y expropiar a centenares de miles de campesinos de Italia, siendo uno de los perjudicados el poeta Virgilio, como refleja en sus Georgias. Esta labor impopular correspondió a Octaviano, por hallarse Antonio en Oriente, y afectó a un total de dieciocho ciudades de toda Italia. La medida aumentó la clientela del hijo adoptivo de César, al sumar a su causa a los colonos recién asentados, pero al mismo tiempo desencadenó la denominada guerra de Perugia en el año 40 a.C., cuando los perjudicados por las expropiaciones encontraron en Lucio Antonio, hermano de Marco Antonio, un líder para su causa. El conflicto se saldó con una nueva victoria para Octaviano y puso en peligro la continuidad del triunvirato.
Aunque Antonio desembarca en Italia dispuesto a un enfrentamiento con Octaviano, los centuriones de ambos ejércitos se niegan a combatir y logran la firma del Tratado de Brindisi, por el que no solo se continúa el sistema del triunvirato sino que además se produce un nuevo reparto de los territorios de Roma: Octaviano recibe las provincias occidentales, Antonio las orientales y Lépido sólo África, gobernando los tres conjuntamente en Italia. Como garantía del cumplimiento del tratado y del buen entendimiento entre los triunviros, Antonio contrae matrimonio con Octavia, hermana de Octaviano y recientemente viuda de su primer marido, Marcelo. El nuevo acuerdo enfrenta a Octaviano directamente con Sexto Pompeyo, el cual todavía ejerce un control absoluto sobre el Mar Mediterráneo hasta el punto de amenazar el abastecimiento de trigo a Roma procedente de Egipto. A fin de acercar posturas con él, en el año 40 a.C. Octaviano casa con Escribonia, una pariente lejana de Pompeyo, con quién tendría a su única hija, Julia. Solamente un año más tarde, pondría fin momentáneo al conflicto con la firma del Tratado de Miseno, por el que Octaviano concede a Pompeyo poderes sobre Sicilia, Córcega, Cerdeña y el Peloponeso, a cambio de que Pompeyo no interrumpa el abastecimiento de trigo. Conseguido su objetivo, Octaviano repudia a Escribonia y contrae matrimonio poco tiempo después -enero del 38 a.C.-con Livia Drusila tras haber obligado a su primer marido, Tiberio Claudio Nerón, a divorciarse de ella, entonces embarazada de seis meses de su segundo hijo. Las fuentes afirman que la boda fue un acto de amor, aunque sin duda se debió también a la conveniencia política. Livia pertenecía a una de las familias aristocráticas más antiguas de Roma, los Claudios, lo que permitió a Octaviano estrechar lazos con el sector conservador del Senado. Gracias a la intervención de Octavia, hermana de Octaviano y esposa de Antonio, se renueva en 37 a.C., en la ciudad de Tarento, el triunvirato por otros cinco años más, acordándose una ayuda militar recíproca. Basándose en ello, Octaviano decide emprender finalmente la guerra con Pompeyo, que, obligatoriamente, habrá de tener lugar en el mar. Al frente de su flota, Octaviano colocará a Marco Vipsanio Agripa, uno de sus colaboradores más próximos. Antonio por su parte opta por emprender la guerra contra los partos, coincidiendo sus deseos con las ambiciones de Cleopatra VI, reina de Egipto, que aspiraba a ampliar su territorio. En julio del año 36 a.C se inicia el enfrentamiento contra Sexto Pompeyo. Mientras tanto Octaviano deja al frente de Roma a Cayo Cilnio Mecenas, otro de sus colaboradores cercanos, si bien sin cargo alguno que respalde su autoridad, cosa que constituía una violación de la legalidad republicana. La guerra entre Pompeyo y Octaviano se resolverá en dos grandes batallas, en Mylae y en Nauloco. La consecuencia inmediata de la victoria de Octaviano es la huida de Pompeyo a Oriente, dónde sería detenido y ejecutado en el año 35 a.C., al parecer por orden de Antonio.
Gracias al botín obtenido en este conflicto, Octaviano compra a los legionarios de Lépido con el fin de que se incorporen a su ejército, debilitando hasta tal punto la posición de su colega de triunvirato que éste decide renunciar a su cargo y retirarse como ciudadano privado a una villa, dónde morirá 24 años más tarde. Sin embargo, Lépido seguirá detentando el cargo de Pontífice Máximo, similar a jefe de la religión romana, durante toda su vida, ya que es un cargo vitalicio, por lo que Octaviano no pudo acceder a él hasta el fallecimiento de Lépido. Roto de esta forma el triunvirato, Octaviano fundamentará su poder en el año 36 a.C. en la potestas de tribuno de la plebe, que le permitirá convocara tanto a las asambleas como al Senado y gozar de la sacrosanctitas o inmunidad sagrada, no solo para él sino también para Livia y Octavia. Antonio, mientras tanto, continuará en Oriente, donde toma una serie de torpes medidas que pronto habrán de convertirse en argumentos a favor de Octaviano. En aquel mismo año, el 36 a.C., dirigió una gran expedición contra los partos que supondría un sonoro fracaso con gran pérdida de soldados y armamento y una considerable merma de su prestigio militar. Octaviano no solo no le envía 2.000 legionarios en vez de los 20.000 prometidos, lo que impide a Antonio recuperarse de la derrota, si no que además los envía acompañados de Octavia. Este hecho coloca a Antonio en situación complicada, pues si bien Octavia era su esposa en Roma, Cleopatra lo era igualmente en Alejandría, y de aceptar la ayuda militar enviada por Octaviano se arriesgaba a perder el apoyo militar y económico de Cleopatra. Antonio, finalmente, decide enviar a Octavia de vuelta a Roma, lo que desencadenó inmediatamente una enorme propaganda negativa en su contra, al haber rechazado a su esposa legítima por una amante oriental. A finales de ese mismo año, Antonio comete un nuevo error. Munacio Planco, uno de sus antiguos colaboradores, convence a Octaviano de que abra y dé a conocer el testamento de Antonio. En él, Antonio expresa su deseo de ser momificado y enterrado en Alejandría junto a Cleopatra, así como su intención de dividir los territorios romanos de Oriente entre los hijos tenidos con la reina egipcia para que puedan reinar sobre ellos. Inmediatamente tras conocerse el contenido del testamento, Antonio es declarado “enemigo público” y estalla la guerra entre los dos antiguos triunviros. No obstante, a pesar de disolverse el triunvirato en el año 33 a.C., la ruptura oficial entre ambos no se producirá hasta 32 a.C., momento en que Octaviano accede nuevamente al consulado para poder revestir su poder de legitimidad. Esta nueva guerra civil tendrá como escenario Macedonia, dónde se encontraba anclada la flota de Antonio, acosado por continuas deserciones; el conflicto por tanto tendrá lugar de nuevo por mar, produciéndose la batalla definitiva en Actium en el año 31 a.C. Las embarcaciones de Octaviano, comandadas por Agripa, eran más pequeñas que las de Antonio, pero también más manejables y numerosas; pronto el enfrentamiento empieza a inclinarse por el bando de Octaviano, momento en que Cleopatra, presente en Actium, huye seguida de cerca por Antonio. Casi de forma inmediata, las legiones de éste, acantonadas en tierra, juran lealtad a Octaviano. En Alejandría Cleopatra y Antonio organizan la resistencia, pero Octaviano logra entrar en la capital de Egipto y derrotar nuevamente al antiguo triunviro. Cleopatra y Antonio optarán por el suicidio, y el país del Nilo queda anexionado a Roma. La conquista no solamente asegurará el abastecimiento de trigo a Italia si no también proporcionará a Octaviano un cuantioso botín de guerra con el que se recompensará a sus partidarios y pondrá fin al período de guerras civiles iniciado en el año 49 a.C. con el paso del Rubicón por Julio César.


*Fotografía 1: Retrato de Julio César
*Fotografía 2: Moneda de Marco Junio Bruto donde se conmemora el asesinato de Julio César
*Fotografía 3: Retrato de Marco Antonio
*Fotografía 4: Moneda de Marco Emilio Lépido
*Fotografía 5: Moneda de de Sexto Pompeyo como "Neptuni filius"
*Fotografía 6: Posible retrato de Cleopatra

viernes, 14 de febrero de 2014

Yo, Claudia Livila (V)

Apenas recibimos las primeras noticias de la llegada a Panonia de Druso y de Sejano y del alarmante estado allí de las cosas, mensajeros presurosos y asustados se precipitaron a Roma desde la Germania enredados en nubes negras de oportunidad manifiesta, amenaza y amarga sospecha. Conocida la noticia de la muerte y divinización de Augusto y de la aún no consumada sucesión de Tiberio, los ejércitos acantonados en las riberas del Rin y del Elba bajo el mando de mi hermano habían querido aprovechar la incertidumbre que todo período de transición conlleva y creyendo que serían más escuchados y sin duda privilegiados si proclamaban a su propio César e Imperator, habían vuelto sus ojos ambiciosos y oportunistas hasta Germánico como marido de la última nieta del divino e hijo adoptivo de Tiberio. No creía a mi hermano capaz de consumar aquel golpe de Estado, contrario a sus propios conceptos del buen gobierno y a sus férreos morales preceptos, pero conocía, por durante tantos años haberla en silencio sufrido, la escondida ambición y la mal disimulada soberbia de Agripina, azuzada ahora por la firme convicción de la injusticia contra su familia y la necesidad de compensación y venganza por los crímenes de Livia, acrecentada también por la creencia que nunca se tambaleaba, basada con leves cimientos de barro en la sangre espesa de sus familiares muertos y exiliados, que era ella la única, la auténtica, le legítima heredera de nuestro vasto Imperio, del que de forma ilegal y en contra de los usos antiguos, con ardides y mentiras, se le había privado a ella y su cada vez más numerosa descendencia. Un situación, debía temer, sin un fácil e indoloro remedio. Sin duda Agripina sabría, como yo misma sabía, que Tiberio jamás daría demasiados privilegios y menos un reino a una hijastra nacida de una esposa despreciada y a un hijo que por el simple hecho de ser adoptivo y además impuesto no dejaría nunca de ser un mero sobrino, frente a Druso, su único hijo biológico vivo, idolatrado, recuerdo de la dulce Vipsania, el ser amado perdido por un matrimonio contra su voluntad y repulsa que por la fuerza también le había sido impuesto. Debía haberse dado cuenta, como yo que, de quererlo, aquella sería su última, su única, oportunidad de hacerse con el Imperio. Tiberio también debió pensar en ello. Vi en sus ojos un mal disimulado miedo y sonreí por dentro.
Amenazado en las fronteras del Imperio y debilitado su poder en sus propios cimientos con aquella repentina defección del ejército en Germania y en Panonia, Tiberio sin duda se dejaría por fin de tanto fingimiento y aceptaría definitivamente los cargos que el Senado el ofrecía de continuo. Aún hoy no sé hasta cuanto pensaba mantener aquella absurda farsa, pues en todo era el heredero de Tiberio menos en los títulos y los cargos: había publicado edictos, enviado delegaciones a provincias y reinos orientales aliados, convocado al Senado, nombrado un nuevo prefecto pretoriano, había remitido misivas a los ejércitos anunciando que tomaba posesión del cargo, había ordenado un asesinato de Estado, rodeado de soldados, instalado en el Palatino.... Como esperaba los senadores, alarmados, convocaron sesión extraordinaria y presentaron de nuevo ante Tiberio cargos, títulos y halagos. Más la vanidad de mi tío se impuso de nuevo y se atrevió a volver a rechazarlos. Disertó largo tiempo con argumentos varios de la grandeza del Imperio y sobre sus propias limitaciones, afirmando que solo la mente de Augusto había sido capaz de tan ardua tarea en que el resto de los hombres habría fracasado; que él, que había sido llamado por Augusto a participar en sus preocupaciones, había aprendido con la experiencia lo duro que es la tarea de gobernarlo todo y lo sometida que está a los caprichos de la Fortuna; por eso, en una ciudad que tenía tantos hombres ilustres en los que apoyarse, no se debía concentrar todo el poder en uno solo, si no que siendo más desempeñarían con mayor facilidad las funciones de gobierno uniendo sus fuerzas. Obviamente en sus palabras había más apariencia que franqueza, y comprendido por todos, no hacía más que arrojar sobre nuestra familia infinitos oprobio y vergüenza. Dejó incluso caer que, dado que no se consideraba a la altura de gobernar Roma entera, aceptaría el encargo de una parte que el Senado quisiera encomendarle. Exasperado y hastiado por su falsa humildad y respeto por la institución ante la que hablaba, Asinio Galo, por el que Tiberio sentía el odio más extraordinario por haberse casado después de él con Vipsania, de quién además había obtenido una numerosa prole de hijos sanos, se atrevió a preguntarle, interrumpiéndole, qué parte del total prefería. Tiberio, irritado y desconcertado, respondió que no podía elegir una parte cuando deseaba ser excusado del todo. Asinio sonrió; añadió que esperaba que con sus propias palabras esperaba que mi tío se hubiera convencido de que uno solo era el reino, un reino que no podía ser desmembrado, y que por tanto por uno solo debía ser gobernado. No cesó aquí. Alzando la voz, Asinio le recriminó su actitud orgullosa y dubitativa, le increpó, indignado, porque continuara privando a nuestro Imperio de un gobernante con años de experiencia capacitado, más cuando por tantos frentes amenazaba el Imperio con desgarrarse en pedazos y desertaban las legiones desplazadas contra los bárbaros a las fronteras. Estas palabras de Galo, aunque no carentes de valor, rezumaban extrema torpeza: si la vanidad de Tiberio le exigía ser llamado para el cargo por otros con entusiasmo en lugar de simplemente aceptarlo o reconocer, aunque fuera en su fuero interno, que había recibido el reino por la intriga de Livia y la adopción de un viejo, de todos hubiera podido aceptar el Imperio menos de Asinio Galo.
Me impuse forzarlo. Creía conocerlo lo suficiente como para lograrlo. Exploté la vanidad y el miedo. Con ayuda de mi abuela Livia, indignada por que su propio hijo rechazara con tan estúpida vehemencia el resultado de la obra de toda su vida, extendimos por Roma el rumor de los graves hechos que en verdad no sabíamos si en Germania estaban sucediendo, y el populacho, como años atrás sucediera en la derrota de Varo, se imaginó pronto amenazado; el vino de las tabernas y las afiladas lenguas profetizaron guerras civiles e invasiones bárbaras. Unas veces era Germánico quién invadía en Italia, otras Druso quién entrada en Roma por la fuerza, en realidad cualquier gobernador de provincia era candidato válido para dejarse consumir por la ambición y aprovechar la ocasión de aquel vacío de poder que se prolongaba demasiado. Después siempre venía sangrientas batallas que debilitaban Roma y la privaban de sus mejores ciudadanos, y ya entonces, vulnerables y expuestos, llegaban los bárbaros procedentes de los más diversos lugares, gracias a esa imprecisión geográfica que da la ignorancia: los germanos llegarían en tres días y como Breno en nuestros comienzos nos someterían a asedio, en dos llegarían los partos en barco para arrasar todo con mil incendios. Al miedo le sucedió la paranoia y el pánico, y una noche comenzaron a reunirse en torno al Palatino. Livia me avisó de su repentina llegada y, retirándose ella, yo me presté rauda a desarrollar la farsa. Recordando a Cayo y Póstumo, me desgarré en lágrimas, eligiendo con cuidado el lugar de mi duelo para asegurarse de que me oyera y me encontrara. Sabía que mi llanto, como expresión de mi debilidad humana, le irritaría más que conmoverle o conmocionarle, pero esperaba que la posibilidad de perder su favor sirviera al menos para alcanzar el bien supremo. Pronto apareció en la estancia gritándome que me callara. Su voz se quebró cuando oyó al gentío que se acercaba. ¡¿Qué sería de Roma -sollocé entonces-, amenazada en las fronteras, con los ejércitos sublevados y el pueblo en armas?! ¿Qué sería de nosotros mismos? ¿Qué ira padeceríamos y bajo que mano? Asustado, asombrado, desconcertado, Tiberio corrió las cortinas. Al verle, el pueblo, aunque le despreciaba, ante los riegos que su imaginación creara, le erigió en inmediata solución para tanta peligrosa situación a falta sin duda de otra mejor y gritó su nombre como una sola voz. Me forcé a continuar llorando para que no me oyera riendo. Aquello era lo que mi tío deseaba: ¡Aclamado por el pueblo, salvador de la patria, protector de la familia Claudia! Ni en sus más enloquecidos sueños hubiera podido preverlo. Al día siguiente, volvió a reunirse el Senado, aún temblando por los ataques de la turba no solo al Palatino si no también a sus casas. El miedo les hizo perder su tono exasperado y condescendiente, y en sus ofertas se vislumbraba claramente la necesidad, el deseo y la urgencia. Si Tiberio aún dudaba, aquello terminó por convencerlo, ¡también el Senado le reclamaba! Aquel día, escoltado por pretorianos, regresó a casa como nuevo César. Con diversa intención, escribí a Druso y a Agripina para anunciárselo, trazando a partes iguales en mis letras la alegría por el nombramiento y la persistente pena por la aún reciente pérdida de nuestro anterior imperator.


*Fotografía 1: Cabeza de un hombre joven barbado, posiblemente Germánico, datada a inicios del siglo I, procedente de las termas romanas de Smyrna
*Fotografía 2: Retrato de Tiberio en Museo Romano-Germano de Köln.
*Fotografía 3: Relieve datado en el siglo III con tres hombres togados pertenecientes al ordo senatorial, en los Museo Vaticanos.


sábado, 8 de febrero de 2014

Yo, Claudia Livila (IV)

¡Qué efímeras son, madre, la fama y la gloria! ¡Qué ridícula y miserable es la medida de todas las cosas! La victoria se convirtió en amarga ceniza en mi boca. El poder y la honra... son tan solo vanas palabras que el viento trae y arrastra, un cálido manto protector que puede convertirse en muy certeras puñaladas. Arrastrándome con mis ropajes negros impuestos aún con el cabello suelto me consideraba ya dueña del Imperio, y aunque Tiberio se demoraba en aceptar el alto cargo para el que desde hacia décadas aspirara, no tenía duda de que tarde o temprano sería aclamado príncipe, César e imperator. Enterrado Augusto en su Mausoleo sagrado -aquel que para mí está vedado-, ya divinizado y con su templo de los cimientos arrancado, el Senado se había podido reunir de nuevo, y repetía de continuo, a diario, sus halagos y sus ofertas, mezclando a partes iguales título sin sentido, homenajes sin cuento y todos los cargos por su antecesor disfrutados. Tiberio, en cambio, se limitaba a rechazarlos con un mero movimiento de la mano, insistiendo en que la legalidad residía en el Senado, en que la República estaba salvada y no sé cuantos más subterfugios absurdos y disparatadas excusas. Su renuencia a por fin aceptarla me irritaba a mí tanto como a los miembros de la Curia. Así descubrí en Tiberio una gran debilidad que ni esperara, que después con maestría explotara: la vanidad. Mi tío no quería recibir solo una herencia, como mero trámite en que se transmiten las posesiones del muerto a un heredero; quería ser llamado, deseado, necesitado, como lo fue Augusto en su momento, gozar del favor y del beneplácito del Senado y del amor de todo un pueblo. Supongo que todos tenemos algún disparatado sueño... Mientras, en el preludio de lo inevitable, nos instalamos en el Palatino y se me hizo entrega de las llaves y de los esclavos imperiales, de los asuntos domésticos y los pequeños negocios familiares. Pequeños triunfos que sin embargo me hicieron dueña de los secretos del Imperio; comencé en silencio a deslizarme hacia el despacho de Tiberio y leer con avidez informes y proyectos. Así fue como sin no quererlo descubrí lo que hubiera preferido ni imaginar, el relato pormenorizado de los soldados que en la profunda nocturnidad abandonaron Nola, donde las mujeres aún amortajábamos el ajado cuerpo de Augusto bajo la atenta mirada de Tiberio, con dirección a la isla de Planasia, donde, como el César antes que ellos, encontraron a Póstumo en su humilde cabaña, con el cuerpo enflaquecido y las ropas desgarradas. Aunque estaba desprevenido y desarmado, por el hambre y la sed debilitado, el centurión encontró gran debilidad para degollarlo.
Mis manos temblaron, sacudidas por mil tormentos, y sentí arder en mis entrañas intenso fuego, más en mi corazón solo habitaba el hielo, pues en mi lecho todavía permanecía impregnado, doloroso e intenso, el calor de sus últimos besos, mi almohada aún lloraba cada noche su ausencia con lamentos siempre nuevos y en mis venas corrían espesos los versos. Esos versos encendidos que arrancamos de la boca de los poetas para poder describir los sentimientos que rara vez nos son concedidos a quienes habitamos sobre la tierra. Aquellos versos que, con caricias eternas y efímeras, derramó y gravó sobre mi cuerpo, los dos fundidos en un dulce sopor de enloquecidas promesas y hermosos sueños. No había un solo rincón de mí en que no palpitara su huella, un solo fragmento, por minúsculo e insignificante que éste fuera, que no se estremeciera todavía con la sola mención de su nombre y de continuo mi mente divagaba absorta en algún recuerdo que me arrancaba una sonrisa en la tierra yerma de mi soledad y mi vergüenza. Póstumo había sido para mí el juramento de un mañana más perfecto, el amanecer de una esperanza cuando creía que mi corazón no seguiría latiendo, la sorpresa de una dicha que no creía que en él encontraría. Y ahora Póstumo estaba muerto... Estaba muerto... Y el mundo, de nuevo, como si nada, continuaba moviéndose. Podía sentirlo vibrar en cada uno de mis huesos, las intensas sacudidas que me hicieron precipitarme hacia el suelo. Póstumo, mi Póstumo, estaba muerto, y para borrar todo rastro de su infamia, Tiberio había ordenado quemar la cabaña, arrojar su cuerpo con pesos al agua, para que los peces lo devoraran... devoraran aquellos labios que me dijeron que me amaban, aquellos brazos que me estrecharon con fuerza como si jamás quisieran que me marchara...devoraran aquel pecho sobre el que apoyé mi cabeza en noches muy aciagas, aquel corazón, ¡su corazón!, que un día a pesar de todas mis imperfecciones me entregara... Mi Póstumo había muerto y no, conocería el descanso eterno. Y yo, como antes que a él a su hermano Cayo y antes que a él a su hermano Lucio, no había podido salvarlo. Me arrojé del Palatino y corrí a la Farnesina, a mi refugio. Mi pena era más intensa por verme obligada a siempre tragarla, por no poder mostrarla, por no tener un hombro donde llorarla y estar obligada a fingir que no me importaba, que no sabía nada. Pero por un día, una noche con su día, me entregué a ella con la misma intensidad que si tuviera que padecerla durante una década. Me mezclé con el agua y bajé a la tierra, me desgarré en la desgracia y me golpeé la cara, derramé todas las pocas lágrimas que me quedaban y viví con violencia los sentimientos encontrados que me desgarraban. Al amanecer me impuse de nuevo mi máscara, pero aunque sonriera, en mi interior aún lloraba. Sabía que la muerte de Póstumo había sido necesaria, una decisión de Estado a la debía estar acostumbrada, pues aquella falsa Livila podía aceptar lo que mi verdadero yo desterraba. Pronto habría de cederla ante ella y refugiarme en mi alma.
No sería la primera ni última cesión. Yo, que me crei reina de imaginario mundo, dueña de un imperio extenso, me vería pronto convertida en consumida y ajada puta de cementerio, que mendiga a partes iguales pan y afecto. ¡Asi es a veces el destino de adverso! ¡Así se ríe la Fortuna de sus propios presos, a quienes un día entrega sus mayores deseos solo para disfrutar destruyéndolos! Pues obligada estuve abocada, como última esperanza de felicidad perdida, a una lucha por el tesoro que todos codician creyendo que su posesión daría sentido a mi vida. Que Lucio Elio Sejano surgiera como inesperado aliado fue una casualidad a partes iguales fatídica y magnífica. Yo misma me sorprendía muchas veces pensando como nadie más que yo comprendía el enorme potencial de ese hombre en los intrincados juegos de un poder tortuoso y esclavizador. El resto solo os limitabais a despreciarle, como hombre ajeno a la familia y arribista, respondiendo siempre a vuestras normas de moral cientos de años atrás establecida que me han conducido a mi a morir tras esta puerta en lugar de gozar de una misericordia que nadie poseía. En cambio yo entendía lo útil que Sejano podía ser y veía en su mirada la profunda libertad del arraigado desengaño. Tiberio podía complacerse en fingir que no deseaba un reino que con paciencia infinita había esperado decenios enteros, pero se aseguraba al mismo tiempo que llegado el momento no sería contestado a ocupar su cargo asegurándose la lealtad y el control de los pretorianos. Así fue como conocí a Sejano, pocos días después de que Tiberio, ejerciendo un poder que decía no haber aceptado, le hubiera nombrado junto a su padre Estrabón prefecto pretoriano. Las legiones de Panonia, privadas de mando por la apresurada marcha de Druso para estar a nuestro lado en la última despida de Augusto, se habían amotinado, exigiendo privilegios y regalos que nunca se les habían prometido ni otorgado y creían que debían ser suyos solo por la confición que otorga el uso de una fuerza desmesurada. Tiberio, asustado, viéndose de pronto amenazado, decidió enviar a su propio hijo contra el levantamiento para sofocarlo y consideró conveniente, para dar mayor autoridad a su cargo, rodearlo de dos cohortes de pretorianos a cuya cabeza iría el propio Sejano. Como sombra dispuesta acechaba a Druso cuando mi marido vino a despedirse de mí y de mi pequeña, enfrascada a partes iguales en un libro tedioso de Claudio y un estúpido bordado. Solo él se dio cuenta, bajo las bien diseñadas capas de maquillaje, de los profundos cercos del llanto bajo mi mirada apagada. Se inclinó ante mi con presteza, casi como en una reverencia, y creyendo fingir que mi tristeza era producida por la marcha de mi marido y el peligro que pronto pesaría sobre su cabeza, se presentó, y me anunció que había servido en Armenia bajo las órdenes de mi primer marido Cayo César y que de la misma forma que le había protegido con su vida así estaba también ahora dispuesto a hacerlo a fin de devolverme al padre de mi pequeña. Devoré una sonrisa divertida mientras mis ojos con malicia buscaban el rostro de Druso, enfurecido como siempre ante cualquier recordatorio de que yo, antes que él, había pertenecido a otro hombre, mejor y más noble. Ese pequeño puñado de gestos silenciosos, de marcas imborrables, de sentimientos inexpresados, valió a Elio Sejano para conocernos. Olvida cuanto se ha dicho del prefecto pretoriano; su verdadero poder no eran ni sus soldados ni los acontecimientos que después se sucedieron: era esa mente astuta y ese ojo rápido para captar los más escondidos secretos. Mientras se marchaba comprendí que con él la falsa Livila no serviría y aunque una parte de mí se aterró ante el hecho de verse vulnerable y descubierta, otra se sintió aliviada por tener de nuevo a alguien con quien no tener que seguir fingiendo.

Fotografía 1: Restos de decoración en el Palatino 
Fotografía 2: "Dolce far niente", Godward
Fotografía 3: Retrato de Lucio Elio Sejano

sábado, 1 de febrero de 2014

Yo, Claudia Livila (III)

Un inmenso sol reinaba desde su hoguera de sangre y cobre sobre los calcinados perfiles de tierras abandonadas y ciudades añejas. Toda Italia había acudido a la ciudad de Roma con motivo de tan augustas exequias, y aún desconcertada, incrédula, sorprendida, en cierta medida temerosa, quizás apenada, desbordaba las reales murallas y extendía como una infinita enredadera humana por calles y plazas, pórticos, columnas, estatuas, cornisas, tejados y escalinatas en el respetuoso, sepulcral e inmenso silencio que acompaña siempre a los muertos y señala un cambio de era con el mudo batir de alas de un águila, en el despejado cielo de una enrojecida tarde que se acaba. En Roma... no ¡en toda Italia!... tan solo se escuchaba en el eco y en el viento la potente voz de mi marido Druso, que con afectación fingida pronunciaba la honra fúnebre del muerto, reinando sobre la multitud desde la Rostra, rodeado de monumentos de mármol que hacían del foro de Roma el templo de la dinastía Claudia. Desde el Capitolio, Júpiter Óptimo Máximo nos contemplaba con benevolencia, pues había llegado por fin nuestra ansiada hora. Apreté con fuerza la mano de mi pequeña; Julia se mantenía rígida en mi costado, observando alternativamente el cuerpo embalsamado de Augusto y a su padre declamando, oscilando entre el horror y el orgullo. Yo en cambio solo sentía la altivez y la soberbia, el honor y el prestigio, el placer y el triunfo. Deposité en beso en su trenzada cabello, le susurré que alzara la cabeza. En el otro extremo del foro, desde el templo del divino Julio César, Tiberio vestido de negro respondía a los halagos y virtudes de Druso con nuevos halagos. A la multitud no podía quedarle más claro: con su descendencia destruida y Agripina en Germania, sin duda aún ignorante de la constitución del nuevo reino, nosotros los Claudios éramos de Augusto los únicos herederos. ¡Nuestro era ahora el Imperio!. Aspiré el aroma de nuestra gloria y mi cabeza se llenó de todas las ofensas que aquel viejo había cometido contra mí y los míos cuando aún exhalaba vida, empezando por mis abuelos, a los que arrebató una esposa y un reino, y quise sonreír al verle por fin muerto; pero no podía tampoco olvidar algunos buenos momentos, una vez que jugó conmigo al escondite en los jardines del Palatino, las sentidas exequias que proporcionó a mi padre para el que él mismo escribió el epitafio, mi boda con Cayo... Más eran solo resplandores en la inmensidad cruel de sus imposiciones y aunque aún sometida a la tiranía de Tiberio, me sentía casi libre de nuevo. Estaba ansiosa de ver desaparecer sus restos y relegarle al nublado mundo de los recuerdos
Emprendimos el camino al Campo de Marte, donde hacia casi cuarenta años su Mausoleo ansioso le esperaba. Allí aguardaban ya los restos de mejores personas para darle la bienvenida al reino de los muertos: mi dulce abuela Octavia, su hermana; los dos primeros maridos de mi querida tía Julia, mi tío Marcelo del que no guardo ningún recuerdo por haber nacido después de él muerto, y Marco Agripa, que se convirtió en mi suegro después de muerto; mi padre Druso, sin duda el más grande de los romanos; el fiel Lucio; el añorado Cayo... Junto al Altar de la Paz y el obelisco egipcio de su gran reloj de sol, se había dispuesto una gran pira funeraria de maderas aromáticas y perfumes de Oriente, adornada con guirnaldas de flores de diversos colores. Los magistrados depositaron con cuidado el cuerpo embalsamado de Augusto en lo más alto y los cónsules, junto a Tiberio como su único heredero, prendieron fuego; no tardó la guardia germana, los pretorianos y los veteranos en mostrar su homenaje y respeto describiendo círculos cerrados en salvaje cabalgada en torno a la pira funeraria...y en lo más álgido del fuego, un esclavo escogido, escondido, soltó otro águila bien entrenada. La multitud exhaló un suspiro contenido seguido de una adoración mal disimulada; el rumor se extendió rápido entre el populacho. No pude evitar sonreír franca a mi abuela Livia. Sin duda gracias a aquello, y aunque toda su vida se había opuesto, Augusto sería pronto divinizado. ¿Quién se opondría después a nuestro poder? ¿Quién volvería a reclamar el regreso de una extinta República o señalar cualquier otro candidato para el Imperio? Ser descendientes de la nueva deidad nos diferenciaba del resto, nos legitimaba; éramos los únicos llamados para el gobierno de tan vastísimo reino porque éramos los únicos con el beneplácito divino para hacerlo. Aquella noche, con las últimas brasas ardiendo aún en la pira funeraria y las cálidas cenizas de un nuevo dios indigno descansando en la eternidad con los amados restos de quienes le precedieron, ciega me entregué de nuevo a Druso, con ánimo ilusionado y corazón desbocado, y él me recibió en sus brazos como justo trofeo de una infinita década de matrimonio impuesto y alejamiento del gobierno, de olvido y de espera, de decepción y de rabia, de desprecios y silencio, y, por fin, de la recompensa. Así era. Nos poseyó el frenesí de la victoria, el delirio de un nuevo comienzo, el final de la relegación augusta y perpetua, la promesa de la suprema gloria, y con cada caricia trazaba en mi piel enloquecida la visión desenfrenada de un futuro de cien mil abiertas posibilidades, en que, coronado de magnificencia con nuestros nombres escritos en oro y en piedra, se nos ofrecía una ardiente ambición consumada. Temblorosos de furia y de júbilo, festejamos la apoteosis de nuestra familia con gemidos y besos, y exaltados por la buena fortuna, nos consumimos en el ardor de la inmortalidad y el gobierno. Casi podía verle de pie en la Curia, grandioso con la invisible corona y la inmaculada toga, juntos dirigiendo los destinos de Roma. Aquella noche le amé por primera vez con impetuosa fuerza, más allá del compás del corazón destrozado, con cada fibra de un alma ya dispuesta, y demostrándoselo con cada rincón de mi cuerpo creí que seríamos al fin felices con fe y con deseo. El amanecer, sin embargo, nos traería de nuevo la realidad de esquinas afiladas y como dos extraños otra vez nos separamos, con nuestras ilusiones fragmentadas en el suelo y una escolta de sueños insatisfechos.

Fotografías: Reconstrucción de los Rostra y Mausoleo de Augusto