jueves, 26 de noviembre de 2015

Creúsa y Dido: prototipos de mujer en la Eneida de Virgilio

Tras el artículo dedicado a la poetisa Sulpicia y su obra, la única escrita por una mujer romana que se ha conservado desde la Antigüedad (ver Sulpicia, la poetisa olvidada), en Los Fuegos de Vesta queremos seguir estudiando la relación entre mujer y literatura latina, y para ello nada mejor que uno de sus autores más representativos, Virgilio, y su gran epopeya del pueblo romano, la Eneida. Con la llegada de las reformas morales promovidas por Augusto1, la Eneida2, concebida en el inicio para legitimar la lenta pero inexorable acumulación de poder por parte de la familia Julia, se convirtió, al mismo tiempo, en el vehículo perfecto para la instrucción moral y la propaganda del nuevo régimen mediante el empleo de las leyendas relacionadas con la fundación de Roma y su perfecta adecuación a los principios morales que propugnaba Augusto; de ellos, nos interesa los aplicados a la matrona romana, que podemos rastrear en dos de los personajes femeninos del poema, ambos relacionados con un mismo hombre, Eneas: Creúsa y Dido.
En Creusa3 se constata el sacrificio de la esposa, y la supeditación de sus intereses individuales a las necesidades colectivas de la ciudad y el Estado. En la desesperada huida de una Troya conquistada, saqueada e incendiada por los aqueos, Eneas, la encarnación de la uirtus y de la pietas, enfrascado en la salvación de su padre, los dioses del hogar y su hijo Ascanio de la destrucción y la muerte, pierde, sin embargo, a su esposa Creúsa en medio del caos4. La escena es, sin duda, una clara manifestación de las preferencias de Eneas: mientras que se muestra incapaz de renunciar a sus antepasados, dioses y descendencia, puede prescindir en cambio, aunque inconscientemente, de su esposa, un elemento ajeno a su familia incorporada solamente a la misma mediante el matrimonio.
Con todo Virgilio, a pesar del “descuido” del héroe, introduce ciertas emociones en Eneas en el relato-tales como su dolor o los riesgos que corre para intentar encontrarla5-pero no dejan de ser una nueva manifestación de la pietas del héroe, no de sus sentimientos por Creúsa. Al haber salvado a su padre Anquises, a su hijo Ascanio y todos los dioses del hogar, Eneas ha demostrado su respeto y su devoción por la familia, la religión y el Estado, cuya salvaguarda reside, de hecho, en el culto y la salvación de las imágenes rituales y en la perpetuación, a través de su hijo, de una estirpe sagrada llamada a fundar Roma. Y Creúsa lo sabe:
“Mientras yo la buscaba -relata Eneas a Dido-, registrando sin cesar las casas de la ciudad, apareció ante mis ojos un desventurado fantasma, la sombra de la propia Creúsa (…); me dirigió entonces estas palabras, desvaneciendo con ellas mis afanes: “¿Por qué te entregas a este insensato dolor, mi dulce esposo? Dispuesto estaba ya por la voluntad de los dioses lo que hoy nos sucede: ellos no desean que te lleves de Troya a Creúsa de compañera; no lo consiente el Soberano del Supremo Olimpo. Largos destierros te están destinados y largas navegaciones por el vasto mar; llegarán, en fin, a la región Hesperia, donde el lido Tíber fluye (…)Allí te estarán reservados reinos prósperos, un reino y una regia consorte; no llores más a tu amada Creúsa”6
Creúsa no se entrega a la impotentia muliebris, no muestra en consecuencia falta de fortaleza para soportar sus desgracias -su muerte, la destrucción de Troya, la próxima boda de Eneas-cayendo en reacciones tan “femeninas” como el lamento o las lágrimas. Al contrario, cuando se aparece ante el héroe, domina y subordina sus sentimientos a esa alta misión a la que Eneas está llamado, incluso le amonesta por olvidar su dignitas y su gravitas ante el dolor de su repentina pérdida, pues, aunque Creúsa no interpreta en ningún momento un papel activo en la toma de decisiones, experimenta esos mismos sentimientos patrióticos que Eneas y el resto de los troyanos.
Encarna Creúsa así, en su breve aparición en el Libro II de la Eneida, muchos de las virtudes que se esperan en una matrona romana-tales como la sumisión, la obediencia, la pietas, la pasividad o la pudicitia-, favorecida sin duda por su condición de esposa uniuira, que solo ha estado casada en una ocasión. De hecho, es muy frecuente que los personajes literarios que encarnaban los ideales femeninos solamente hubieran contraído un único matrimonio, como por ejemplo, Lucrecia o las Sabinas. Caso paradigmático de la importancia dada a esta situación, lo constituye, continuando con Virgilio, el caso de Dido7.
8. El nuevo asentamiento fenicio se encuentra aún en febril construcción cuando una terrible tormenta arroja a las costas africanas las naves troyanas en las que viajaban Eneas, su hijo y sus compañeros, los cuales serán acogidos sin reservas por el pueblo cartaginés y una cordial y atenta reina Dido.
Esta reina, de origen fenicio, ha huido de su patria temiendo por su vida tras que su hermano Pigmalión, rey de Tiro, asesinara a su amado marido Siqueo, a quién ella ha jurado fidelidad incluso después de su muerte; ahora, en las costas de Numidia, ha fundado una nueva ciudad, Cartago, para dar acogida, y un nuevo hogar, a cuantos escaparon con ella de la crueldad y tiranía de Pigmalión
Dido y Eneas por tanto han conocido un destino similar: la pérdida del ser amado, la huida y nostalgia de la patria, el liderazgo de un pueblo perseguido y desesperado en búsqueda de una tierra nueva, el peligroso viaje hacia Occidente, y al final la fundación precaria de una ciudad en medio de una región hostil, extranjera y bárbara. Esa situación unida a la notoria función gobernante de Dido, para la cual debe adquirir actitudes y comportamientos masculinos, los convierte en iguales, situación que, en lugar de favorecer la relación, la perturba, pues el dominio y la superioridad le deberían corresponder a Eneas, mientras la pasividad y sumisión habrían de haber sido para Dido:
“(...) llega al templo la reina Dido, hermosa y rodeada de una numerosa comitiva de los jóvenes(…)circulaba satisfecha por medio de los suyos, alentando las obras, la grandeza futura del reino. Entonces, en los umbrales de la diosa, rodeada de sus guerreros se sentó en un alto solio, desde donde dictaba sentencias y leyes a su pueblo, y ajustaba por partes iguales o bien sacaba en suerte las tareas de las obras”9
Sin embargo, aunque la reina deba “masculinizarse” para poder participar en la vida pública, típica del varón, en la intimidad, amparada en el interior de su esfera privada, típicamente femenina, no deja de ser Dido, es decir, una simple mujer, y como tal está sujeta, al contrario que un hombre, a los vaivenes propios de su impotentia muliebris: la debilidad moral y de carácter, la incapacidad de controlar sus pasiones, la inconstancia en los afectos, y la impotencia para discernir entre lo bueno y lo malo. Dido, sin duda, sabe que la pasión que comienza a experimentar por Eneas es consecuencia de dicha impotentia, que la misma es contraria a su condición de viuda y uniuira, y que, de rendirse a ella, violenta la fides, la castitas y la pietas debidas al marido asesinado, perdiendo así, además, el pudor que le es propio como matrona, por lo que trata ferozmente de resistirse:
“¡Ana, hermana mía!, ¿qué pesadillas son las que me angustian y me aterran? ¡Qué distinto es a todos este huésped que entró a nuestra casa! (…) Si no permaneciera siempre clavado en mi corazón el firme e inquebrantable propósito de no unirme a hombre alguno con un conyugal lazo desde que mi primer amor me dejó frustrada, al burlarse de mí con su cruel muerte, si no me inspirasen un invencible hastío el tálamo y las telas nupciales, acaso sucumbiría a esta flaqueza. Te lo confieso, hermana: desde la muerte de mi desventurado esposo Siqueo (...)éste es el único que ha alterado mis sentimientos y hecho perturbar mi conturbado espíritu; reconozco los síntomas de una antigua pasión; pero prefiero que las profundidades de la tierra se abran debajo de mis pies, o que el Padre omnipotente me lance con sus rayos a la mansión de las sombras (…)antes de que yo, ¡oh, Pudor!, te viole o infrinja tus leyes. Aquel que me unió a sí el primero, aquel que se llevó mi amor: téngalo siempre consigo y guárdelo en el sepulcro”10
Con todo, a pesar de su papel público como gobernante, Dido no es un hombre y se halla por lo tanto desprovista de uirtus con lo que, arrastrada finalmente por la impotentia, cede por completo a sus deseos, y se une a Eneas dentro de una cueva, en el transcurso de una cacería interrumpida por una repentina tormenta11. Las circunstancias de este encuentro -la cueva, la cacería interrumpida, la tormenta súbita, insospechada-remiten claramente a esa concepción de “animalidad femenina” que percibía a la mujer como un “animal indómito”, no sometido, desbocado, enloquecido, desvergonzado, dominado por sus pasiones e incapaz del más leve de los raciocinios, lo que convierte a la mujer en propensa al desenfreno y libertinaje, y poco inclinada a la contención, la virtud, la moderación y la moralidad. El mismo Virgilio reconocerá que, en Dido, “el cuidado de su reputación no bastaba para contener su loca pasión”12, y que enamorada de Eneas “en nada le importaban las apariencias y su buen nombre”13.

Dido se ha despojado por tanto de todas las cualidades y virtudes propias de su condición de reina y matrona uniuira y se ha rendido ante su verdadera naturaleza, la cual únicamente hubiera podido ser reducida y reprimida “por la costumbre o las leyes” Ahora bien, la preeminencia de Dido en Cartago se debe, precisamente, a la ausencia de un pariente masculino que hubiera podido servirle de contención y de freno, ya que su hermano Pigmalión aún permanece en Tiro y su padre y su marido han muerto. Es esta falta de “tutela masculina”, lo que ha abocado a Dido, en última instancia, al “origen de su muerte (…)y el principio de sus desgracias”14
El encuentro en la cueva tiene un significado distinto para ambos: Dido, incapaz de dominar sus sentimientos por su doble condición de mujer y enamorada, juzga su unión como matrimonio ya que “con ese nombre pretende disfrazar su culpa”15; en el caso del héroe Eneas no está tan claro: en ningún momento hace promesas de boda16, ni parece experimentar por la reina otro sentimiento que no sea gratitud17: simplemente parece que se deja querer. Con su actitud Eneas trata a Dido como si fuera una cortesana y, al hacerlo, degrada, envilece y humilla irremediablemente la condición de la reina, lo que, unido a su condición de extranjera, impide la boda que ella espera. Esa incapacidad de Dido para convertirse en esposa nos la muestra Virgilio desde el principio de su obra de una manera ciertamente sutil: nunca la presenta ni hilando ni tejiendo.
Finalmente, cuando los intereses del Estado y los deseos de los dioses se imponen y el héroe no puede postergar por más tiempo el cumplimiento del destino elegido por él, Eneas, como hiciera ya en Troya con Creúsa, supeditará de nuevo sus necesidades y aspiraciones a las de la comunidad y la divinidad, y, tras escaso titubeo, abandona a su compañera18. Pero Dido no es su esposa legítima, y lo demuestra al ser incapaz de controlar sus pasiones ante la inminente separación: dará continuas muestras de debilidad moral, llorando, suplicando, gimiendo, lamentándose, cubriendo a su amante de todo tipo de reproches, acusaciones, maldiciones e insultos; se niega además a resignarse ante la nueva situación, a someterse a la decisión del varón, y hasta a obedecer la voluntad de los dioses, si no que, al contrario, pretende continuamente retener a Eneas a su lado, lo que le impediría cumplir a él con sus obligaciones y deberes; Dido, al contrario que Creúsa, no se echa discretamente a un lado y, en el culmen de su dolor y su furia, llegará a recorrer la ciudad como una bacante19
La escena supone la degradación de la reina: despojada de su atuendo de uirtus masculina ha descuidado su responsabilidad de gobernar la ciudad y ha caído en el mayor delirios femeninos que la llevan a enloquecer: como mujer ha regresado a la animalidad primigenia, como gobernante se ha sumido en la barbarie. Solo entonces Dido parece comprender el envilecimiento que ha sufrido toda su persona: ha sacrificado su pudor, su pudicitia, su castitas, su pietas, su fides, en fin, todos y cada uno de los valores inherentes a la matrona, por una unión ilegítima que traiciona los juramentos que en su día realizó a su verdadero marido Siqueo20 Ya no es una respetable viuda uniuira; es poco más que una cortesana. A Dido ya solo le queda, como forma de expiar su culpa, una muerte honrosa, y, por ello, toma la decisión de suicidarse21. Esta es la única forma de recuperar su pudor perdido22. Esta acción efectivamente la redime, y podemos verla, cuando Eneas desciende a los Infiernos, en la compañía de su marido Siqueo23. La decisión de Dido de no permanecer fiel a su marido-preservando su condición de uniuira-no solo tiene consecuencias en lo personal sino que desencadena multitud de males para su recién fundada ciudad: habiendo con anterioridad a Eneas rechazado a otros hombres, a los dirigentes de los nómadas, gétulos y númidas, es decir, de los pueblos asentados en el entorno de su reino, la elección del héroe como su “esposo” provocará que los pretendientes rechazados, indignados, la declaren la guerra24 amenazando con eso la supervivencia de su recién fundado Estado; su suicidio será además la causa del odio eterno entre Cartago y Roma25, que tendrá como consecuencia la destrucción de la primera siglos más tarde, ya en el período histórico.
***********************
*Fotografía 1: "Eneas y su padre huyen de Troya", de Simon Vouet
*Fotografía 2: "El fantasma de Creúsa", Bartolommeo Pinelli
*Fotografía 3: "Cupido, disfrazado de Ascanio, es presentado a Dido", autor anónimo
*Fotografía 4: Detalle de "Dido y Eneas", de Guido Reni
*Fotografía 5: "La muerte de Dido", de Andrea Sacchi
*Fotografía 6: "La muerte de Dido", de Joseph Stallaert
***********************
1 Si bien la reproducción de los ciudadanos fue siempre un tema de preocupación para el Estado romano, éste no intervino en la vida privada de manera activa hasta la promulgación de dos leyes de Augusto: Lex Iulia de maritandis ordinibus y Lex Papia Poppea (18 a.C.), las cuales exigían el matrimonio y la fecundidad de los miembros de los estratos superiores de la sociedad y sancionaban su resistencia con incapacidades para heredar. Una tercera ley, Lex Iulia de adulteriis coercendis (9 d.C.), estimulaba a contraer uniones legítimas y obligaba al Estado a que se hiciera cargo del control de la fidelidad de las matronas. Para este tema, ver McGIN, T: Prostitution, Sexuality and the Law in Ancient Rome, Oxford, 1998, cap. 5 y 6; y EDWARDS, C: The politics of Inmorality in Ancient Rome, Cambridge, 1993, cap. 1
2 Ver MORENO, J: “La mujer en la Eneida”, Simposio Virgiliano: commemorativo del Bimilenario de la muerte de Virgilio, 1984, 395-404
3 RIVOLTELLA, M.: “La morte di Creusa e Didone dell´Eneide de il motivo del “seguito amoroso”, Aevum: Rassegna di scienze storiche linguistiche e filologiche, Anno 76, nº 1, 81-100; GÓNZALEZ DELGADO, R: “Virgilio y las heroínas griegas: paralelismos en la construcción de dos figuras míticas: Eurídice y Creúsa”, Emerita, Vol. 71, nº 2, 2003, 245-258
4 VIRGILIO, Aen., II, 738-741
5 VIRGILIO, op.cit. II, 746-771
6 VIRGILIO, op.cit. II, 771-787
7 HERNÁNDEZ VISTA, E: “Ana y la pasión de Dido en el libro IV de la Eneida”, Estudios clásicos, Tomo 10, nº 47, 1966, 1-30; SOLER MERENCIANO, A: “En torno a la psicología de Dido”, en Rodríguez Adrados, F. (coord.): IX Congreso Español de Estudios Clásicos: Madrid, 27 al 30 de septiembre de 1995, Vol. 5, 1995, 187-191; SENES RODRÍGUEZ, G: “Consideraciones sobre la caracterización de Dido en Virgilio”, Analecta malacitana, Vol. 20, nº 1, 1997, 133-148; LA FICO GUZZO, M.L: “Estatismo y movimiento, orden cósmico y desequilibrio en el Libro IV de la Eneida”, Minerva, nº 14, 2000, 61-70; PETIT, A: “Dido dans le “Roman d´Enéas”, Bien dire et bien aprandre, nº 24, 2006, 121-140
8 VIRGILIO, Aen., I, 341-371
9 VIRGILIO, op.cit., I, 494-508
10 VIRGILIO, op.cit. IV, 10-35
11 VIRGILIO, op.cit. IV, 150-169
12 VIRGILIO, op.cit. IV, 91-92
13 VIRGILIO, op.cit. IV, 171-172
14 VIRGILIO, op.cit. IV, 170-171
15 VIRGILIO, op.cit., IV, 173-174
16 De hecho, en la despedida, Eneas, enfrentado a las encendidas acusaciones de la reina, le recuerda a Dido: “nunca pensé en encender aquí las teas del himeneo ni te di palabra de esposo”,VIRGILIO, op.cit. IV, 340-341
17 “Jamás negaré, ¡oh, reina!, que soy deudor tuyo de todos los favores que con tus palabras quieras recordarme”, llega a admitir Eneas, VIRGILIO, op.cit., IV, 336-337
18 VIRGILIO, op.cit., IV, 391-398
19 VIRGILIO, op.cit. IV, 298-302
20 “Tras ser privada del lecho nupcial, no me han permitido los dioses llevar, como lo hacen las fieras, una vida sin reproche, ni disfrutar sin que fuera delito de un tan apasionado amor. ¡No he guardado la fidelidad prometida a las cenizas de Siqueo!”, VIRGILIO, op.cit., 549-553
21 VIRGILIO, op.cit. IV, 651-706
22 OVIDIO, Her. V, 103-104; VIRGILIO, Aen. IV, 24-27
23 VIRGILIO, Aen., VI, 449-475
24 VIRGILIO, op.cit. IV, 319-327

25 VIRGILIO, op.cit. IV, 622-632

viernes, 20 de noviembre de 2015

Sobre reseñas y críticas: "Crueldad y Civilización: los Juegos Romanos"

Para esta segunda reseña en Los Fuegos de Vesta he escogido uno de esos muchos libros que, durante la facultad, alguien me impuso como lectura obligatoria -lo que no es en inicio, admitidlo, una buena presentación para ningún libro-, que abrí con bastante recelo y que, finalmente, a pesar de sus muchas carencias y de que no cumplió con todas mis expectativas -creo que tuve que leer tres o cuatro libros más sobre el mismo tema-, reconozco que disfruté como una niña. Hablo de Crueldad y Civilización: los Juegos Romanos, del historiador Roland Auguet, publicado en 1970. De tendencia positivista, la obra está plagada, pese a su brevedad -ocupa menos de 180 páginas-, de descripciones minuciosas y, en extremo, detalladas de todo tipo: armamento y técnicas de combate gladiatorio, el reclutamiento y entrenamiento, la organización del ludus, el cuidado de los caballos y de las cuadrigas, la morfología de los edificios de juegos, la forma de caza, la actitud del público, las distintas variedades de suplicio, etc. hasta caer en ocasiones en la pura y simple reconstrucción literaria. Si lo que buscas en una obra que te haga sentir como si estuvieras sentado en las gradas de un anfiteatro, viviendo en un ludus, o dando una vuelta por los subterráneos, éste es tu libro. Si buscas algo más complejo, tendrás que leer ésta y otra obra: Crueldad y Civilización es, en definitiva, una extensa concatenación de hechos muy concretos, que apenas son interpretados y que relegan a un segundo plano la realidad  social, política y económica en que se encuadran los juegos romanos, que sólo hallamos en referencias muy breves si las comparamos con las extensas reconstrucciones de los combates de gladiadores o del transcurso de una carrera en el circo. El libro tiene, además, otra grave carencia, que el mismo autor reconoce en el prólogo de la obra: no sólo se centra en los juegos del anfiteatro y del circo, dejando sin tratar ningún aspecto del teatro, el otro gran espectáculo de Roma, sino que ignora igualmente muchos otros aspectos, como cuales eras las fiestas que suponían la celebración de dichos espectáculos o su desarrollo posterior a Domiciano, excusándose en la brevedad con la que ha tenido que redactar su obra.

Dicha obra está dividida en ocho capítulos, tras una breve introducción donde el autor reflexiona sobre el sentido de la crueldad romana, que, aunque considera desmedida, no era gratuita, sino calculada, ya que la muerte de una persona, ya fuera esclavo, campesino o soldado, romano o enemigo, podía suponer pérdida de riqueza, y por tanto la crueldad solo podía responder a actos muy programados para tener sometidos a los pueblos conquistados o para contentar a una masa de población dedicada al ocio, que podía rebelarse en cualquier momento contra el poder establecido.

El primer capítulo está dedicado al desarrollo histórico de los juegos gladiatorios desde sus inicios como rito funerario importado de Etruria en el s. III a. C., hasta convertirse en un espectáculo para diversión de las masas desvirtuado ya su significado original; dentro de ese contexto, nos habla de su organización a lo largo del tiempo, que en inicio giraba en torno a dos personajes: el editor y el lanista; el primero era quién financiaba los juegos, primero aristócratas, hasta su monopolización por el emperador, pero siempre con los mismos fines: propaganda, publicidad y búsqueda del favor del pueblo; el lanista, por su parte, era el encargado del reclutamiento, entrenamiento y mantenimiento del gladiador, y, por tanto, era a él a quién se alquilaban los gladiadores Editor y lanista podían ser la misma persona tal como ocurre con el princeps en el Imperio, quién construirá ludi, o cuarteles de gladiadores en todas las provincias, situando al frente a un funcionario de origen equite, el procurador. El capítulo finaliza con una larga descripción del Coliseo.

El segundo capítulo gira en torno al desarrollo de los juegos, describiendo el desfile previo, el sorteo y el examen previo de las armas, la ejecución del gladiador derrotado, la retirada del cadáver…al tiempo que nos describe las distintos tipos de gladiadores mediante la reconstrucción literaria de los combates entre 2 de ellos: primero el tracio contra el hoplomachus, después el secutor contra el reciario…, y, en definitiva, de las quince variedades de gladiadores que han sido mal identificadas hasta ahora, junto a la mención de las categorías de las que sólo conocemos el nombre, de las variantes locales y las posibles subcategorías.

Con ello, nos muestra toda la lógica interna, y el desarrollo casi rutinario, de estos combates, donde nada quedaba al azar y todo estaba ya establecido de antemano. Finalmente, tras una nueva descripción de esos aspectos del anfiteatro no mencionados en el capítulo anterior, nos habla de los otros espectáculos dados en el anfiteatro, como naumaquias, ejecución de los condenados o venationes, que desarrollará de forma más extensa en otros capítulos. De hecho, ya en el capítulo tercero habla de este último.

La venatio o cacería de fieras, de las que se distinguen cuatro tipos: exhibición, cacería, ejecución y lucha de fieras. Era un tipo de espectáculo menos rígido, más predispuesto a la introducción de novedades, que los juegos gladiatorios. De su organización nos habla a lo largo de dos capítulos, tercero y cuatro, estando dedicado este último a la procedencia de los animales utilizados, y a las formas de caza, transporte, doma y cuidado de estos, mientras que el tercero describe el espectáculo en sí y todo lo concerniente al mismo: los lugares de celebración, los sistemas de seguridad, el personal implicado, posibles innovaciones. Como en el caso de los gladiadores, también es difícil distinguir las diferencias entre venatores, bestiarii y otros tipos de los que sólo conocemos el nombre El capítulo finaliza con una extensa y detallada descripción de todo lo concerniente a los condenados a las fieras, y con ello, de las persecuciones a los cristianos.

Con el capítulo quinto entramos en el mundo del circo. Como en los casos anteriores, es, nuevamente, una extensa y detallada descripción de la organización de las carreras, la morfología del edificio del circo, las facciones y su importancia, la relevancia de los caballos…con una destacada excepción: el capítulo quinto contiene los dos únicos epígrafes sobre aspectos religiosos y económicos relacionados con estos juegos de todo el libro, que en caso de los gladiadores quedaron reducidos a simples menciones, muy rápidas, sobre tres aspectos: su origen funerario, la frecuencia de las apuestas, y lo costoso de la realización del combate. Dichos epígrafes nos hablan de la relevancia económica de las facciones, que eran quienes poseían todo el monopolio de las carreras del cisco, y de todo el simbolismo que encerraba el edificio del circo como una posible representación del universo, así como el origen de las carreras como una forma de culto.

El capítulo quinto además desarrolla, junto al sexto, los aspectos sociales relativos a las carreras del circo y los juegos celebrados en el anfiteatro. Sin embargo, se centra únicamente en el fanatismo del público, el origen y consideración social de los gladiadores, los venatores o los aurigas, el destino miserable de estos, etc., pero centrándose principalmente en la anécdota, en aspectos sentimentales que puedan provocar bien el morbo o bien la lástima, sin intentar darles una mínima interpretación: nos habla muy extensamente de la pasión que sentían las mujeres por un gladiador, con varios ejemplos; también tenemos varios ejemplos de cómo el favor de los emperadores se convertía, a veces, en una condena; de los celos profesionales de los aurigas, con engañas durante la carrera que podían provocar la muerte del contrario….

Pero incluso esta pequeña relación de varios aspectos sociales vinculados a los juegos romanos queda, de nuevo, relegada a un segundo lugar frente a nuevas descripciones de aspectos no tratados en los capítulos anteriores, como el entrenamiento de gladiadores, venatores y aurigas y sus fases, la procedencia de estos, la morfología del ludus, condiciones para la liberación o el reclutamiento, o el entierro.

El libro finaliza con los capítulos séptimo y sexto, donde el autor se aparta de la temática general de esta obra para recoger, en el capítulo séptimo, las opiniones de los intelectuales romanos, cristianos o paganos, sobre los juegos gladiadores, así como para mencionar, por primera y última vez, la importancia política de dichos juegos, aunque sólo como plataforma para la expresión de opinión del pueblo o como forma de control de las masas, pero únicamente durante el imperio. El libro finaliza sumergiéndose en la mención, descripción e historia de los anfiteatros que aún se conservan en Francia.


viernes, 13 de noviembre de 2015

Yo, Claudia Livila (XXXIV)

Los días se sucedían, las semanas acababan, los meses agonizaban, y el empeño de Tiberio no moría, sino que se acrecentaba. Uno a uno, partidarios y amigos de Germánico y Agripina -¡infausta boda!-, de una y otra manera sin césar caían, como preludio trágico del ineludible ataque final que solo busca minar las defensas antes de saltar la fortaleza, y por más que me empeñaba, y desesperaba, en hacer ver a mi hermano el peligro que le acechaba y le incitaba sino ya al ataque -inconcebible para su alma fiel al mismo sistema que su desgracia de continuo reclamaba-, si al menos a la defensa, Germánico no me escuchaba, y con su inútil inocencia, su absurda ingenuidad, y esa inmensa ignorancia de toda naturaleza humana con los años tan solo engrandecida -que de ti, madre, funestamente heredara-, se empecinaba siempre en creer que las razones de nuestro César para actuar eran justas, y las condenas, en lugar de amañadas, estaban por la ley respaldadas y eran la normal consecuencia de la perfidia y el crimen de los que antaño él mismo llamara fieles amigos y acogiera en su casa. Jamás meditó ni fue consciente de la cruel astucia, la arraigada envidia, el descarado desprecio y la venganza desmedida del hombre que a regañadientes, por imposición de Augusto, le adoptara, y que en él nunca viera al hijo adoptivo o al sobrino, carne de la carne del hermano amado, sino tan solo al mayor enemigo. Yo misma, madre, soy un ejemplo de lo que en su alma, sencilla y en exceso simple, sucedía: ¡cuántas veces me recibió con un abrazo en sus habitaciones privadas, rodeado de sus hijos, y me sonreía, con atención me escuchaba, y por mí se angustiaba, cuando yo aún llevaba en mi cuerpo los sucios besos y las caricias prohibidas de Sejano, el hombre que minaba de continuo su poder, posición y fuerza, y perseguía a sus aliados!...Si, era yo una farsa, una mal disimulada patraña, una continua contradicción en si misma, dos Livilas enfrentadas. Enloquecida por salvar al hombre, desesperada por lograr ya su caída. Desde mi posición privilegiada y protegida, observaba con terror y con deleite los errores que cometía, las mentiras que creía, los ataques que recibía, las heridas inflingidas, las alianzas perdidas. Aún creía, aunque cada vez menos, que de alguna forma le protegería, y como Lucio para Cayo, a la autoridad de Druso su debilidad creciente le sometería... y Druso, a su vez, a la mía. Yo gobernaría. A parte de mi ambición, mi codicia, mi amante y mi hija, ¿qué tenía? Confiaban que los hilos que yo sostenía su cabeza no cercenarían. O al menos quería creer que así sería. En cuando a Sejano, no me engañaba. Yo era un medio para un fin. Él también lo era para mí; o al menos eso ansiaba creer también. Me repetía que lo expulsaría de mi vida cuando de nada me sirviera; y sin embargo, poco a poco, como deseaba, se convirtió en el último eslabón de la cadena, tan solo por debajo del César.
Tras Libón Druso (ver Entrega XXXIII de Claudia Livila), le llegó el turno a Marco Hortalo. Joven de reconocida pobreza, nieto del orador Hortensio, a quién el divino Augusto, regalándole un millón de sestercios, había inducido a tomar esposa y tener descendencia para que su familia no se extinguiera, había caído de nuevo en la indigencia. Así pues, estando sus cuatro hijos varones de pie, miserables, en el umbral de la Curia, mirando unas veces la estatua de Hortensio entre los oradores y otras la de Augusto, solicitó en nombre de sus hijos, a quién, decía, engendrara, sólo por consejo del César y para que sus antepasados gozaran de descendencia, solicitó nuevo dinero, reconociendo en público -no existe quizás mayor vergüenza- su incapacidad para lograr fortuna, favor popular, cargos y hasta elocuencia. y argumentando que tan solo buscaba proteger a su familia de la humillación de la pobreza. El Senado reaccionó favorablemente a su petición, pero Tiberio, cuyo último deseos era dotar de medios a los partidarios de Germánico para las rebeliones que se gestaban solo en su cabeza, se negó argumentando que si todos los pobres recibieran dinero para sus hijos la república romana se arruinaría, debilitando la laboriosidad y alimentando la ociosidad y pobreza. No obstante, el recuerdo reciente del juicio y suicidio de Libón Druso y ante la desaprobación silenciosa de los senadores, cuyo favor desesperado siempre buscara, Tiberio acabó por acceder a entregar doscientos mil sestercios a cada hijo varón de Hortalo, lo suficiente -bien lo sabes- para que poco después cayeran de nuevo en la miseria... Aún así gozó el desgraciado de mejor fortuna que Vividio Varrón, Mario Nepote, Apio Apiano, Cornelio Sula y Quinto Vitelio, a quienes Tiberio expulsó del Senado o bien permitió, en un gesto de suprema clemencia, que lo abandonaran voluntarios, escudándose en sus derroches y en que se habían empobrecido por sus infamias... ¿Y quién no recuerda a Crético Silano? Unido por afinidad a Germánico, pues su hija estaba prometida con Druso, el segundo de mis sobrinos, le fue arrebatado el gobierno de Siria para entregárselo a Gneo Calpurnio Pisón, uno de los mayores aduladores que el mundo conociera... Más aterrada me dejó el caso de Apuleya Varilia. Prima segunda mía como nieta de aquella otra Octavia, hermanastra del divino Augusto, y amiga cercana de Agripina, un delator -de los tantos que por la ciudad se multiplicaban en esos días- la acusó de lesa majestad porque, según él, se había burlado del divino Augusto, de Tiberio y de Livia con palabras injuriosas en una cena -¿cuál? No sabía-, y además vivía en constante adulterio, a pesar de ser pariente del César. Tiberio pidió que se investigara la acusación de lesa majestad, aunque exigió que nada de lo dicho contra él o su madre figurara en la instrucción de la causa y sólo se analizara lo dicho contra el divino Augusto. Con tan pobres bases de investigación -por no decir absurdas-, la acusación fue desestimada, pero no desistió el César de perseguir a Apuleya, y basándose en la acusación de adulterio, la desterró lejos de su familia a doscientas millas de Roma, expulsando a su amante Manlio de Italia y África. ¿Sería ese mi destino si se me descubría? Había visto el fin de mi amada tía y mi añorada Julila como para no temerlo... Hubiera sido preferible a esto... La lista es aún más larga. Pero no insisto en ello... Mi tiempo se acaba... La memoria me falla...

*Fotografía 1: Estudio para cabeza de mujer joven, de John William Waterhouse
*Fotografía 2: Detalle de "Mi poeta favorito", de Lawrence Alma-Tadema





jueves, 5 de noviembre de 2015

Sulpicia, la poetisa olvidada

Sulpicia, hija de Servio Sulpicio Rufo y de Valeria, hermana de Marco Valerio Mesala Corvino, es la única autora latina de literatura romana cuyos textos se han conservado hasta nuestros días. Huérfana de padre, su tío, Mesala, sería en adelante su tutor y protector, lo que aparentemente le permitió cierta emancipación, favorecida además por su condición socio-económica y política y la sólida formación proporcionada por su tío. Sulpicia fue pues lo que se ha denominado como docta puella: hija de una de las familias más poderosas e influyentes de Roma, en previsión de la labor que en un futuro habría de acometer en la instrucción de sus hijos, futuros ciudadanos, para los que tendría que ejercer como modelo de educación moral, fue preparada concienzudamente desde niña y educada en compañía de los varones en los ambientes más cultos y refinados, donde se les transmitía el conocimiento a través de la enseñanza y el ejemplo. Como figura destacada del prominente círculo literario de Mesala -el equivalente tardo-republicano al de Mecenas en época de Augusto-, amigo de Horacio y protector entre otros de Tibulo, Sulpicia estaría siempre rodeada de los poetas más vanguardistas de su época, que habían tomado como modelo la poética griega y componían sus propios versos, al tiempo que, de mano de maestros privados, aprendía gramática, griego, literatura, historia, literatura...A esa situación inmejorable para el desarrollo de la creación literaria se añadía, además, el hecho de que su familia ya se había dedicado con anterioridad a la poesía -en concreto, su padre y su abuelo materno-, así como la época extraordinaria en que la tocó vivir, calificada por muchos como el inicio del período dorado de las mujeres en Roma. Al progresivo cambio en la concepción que se tenía sobre las mismas y a la relevancia que, poco a poco, van alcanzando en la educación de su progenie, en la transmisión de valores, e incluso en la esfera pública, se unen algunos derechos conquistados. En este contexto de libertades más o menos amplias y educación cada vez más extensa, no es de extrañar por tanto la aparición de una mujer dedicada a las letras como Sulpicia -aunque no sería la única-: una mujer joven (la edad es difícil de determinar); instruida y muy culta, que aprendió a escribir versos (algo que requería mucho más que inspiración; precisaba de una enorme práctica dada la complejidad de la métrica latina y griega) y los utilizó para contar una historia de amor en primera persona y posiblemente veraz.

El llamado Ciclo de Sulpicia se ha preservado en el libro III del corpus de poemas del poeta Tibulo. Está compuesto de un grupo de poemas (13 al 18; es decir, tan sólo seis) a modo de epístolas literarias breves o epistulae amatoriae. El Corpus Tibellianum, contiene también otros cuatro poemas (8-12) de autor desconocido, que tienen a Sulpicia como tema y personaje principal. Por lo general, se considera que el Corpus Tibellianum fue publicado a partir de los "archivos" de Mesala, como obra recopilatoria de las principales composiciones realizadas en su círculo, siendo esto lo que ha permitido que la obra de Sulpicia -desconocemos si completa o solo parte de la misma- se haya conservado. Al estilo de los poetas elegíacos, la obra de Sulpicia es posiblemente autobiográfica, con una fuerte carga amorosa y casi erótica, centrada en un amante, objeto de adoración y pasión, oculto tras un nombre falso o seudónimo (como la Lesbia de Catulo o la Corinna de Ovidio); es este caso, Cerinthus. Se ha especulado que Cerinthus pudiera referirse al prometido de Sulpicia, o por contra, un hombre de extracción social y económica inferior, pero ahora por lo general se acepta que Cerinthus podría referirse al Cornuto del que habla Tíbulo en dos de sus elegías, probablemente, el aristócrata Cecilio Cornuto. En todo caso, Cerinthus está lejos de ser el esposo de Sulpicia en el momento en que ésta compone sus poemas; ello sin embargo no evita que la autora sienta por él una pasión arrolladora y ciega de la que, lejos de avergonzarse, se siente orgullosa, a pesar que de, en la época, cualquier relación fuera del matrimonio era para la mujer motivo de censura y castigo.

Al fin me llegó el amor, y es tal que ocultarlo por pudor
antes que desnudarlo a alguien, peor reputación me diera.
Citerea, vencida por los ruegos de mis Camenas, 
me lo trajo y lo colocó en mi regazo.
Cumplió sus promesas Venus; que cuente mis alegrías 
quien diga que no las tuvo nunca propias.
Yo no querría confiar nada a tablillas selladas
para que nadie antes que mi amor lo sepa, 
pero me encanta obrar contra la norma, fingir que el qué dirán
me importa: fuimos la una digna del otro, que digan eso.

Sin duda, la relación entre Sulpicia y Cerinthus no fue bien vista por Mesala, tío, tutor y protector de la autora, y el anciano intentó, aunque sin mucho éxito, al menos por parte de su sobrina, separar a los amantes. En uno de sus poemas, Sulpicia expresa como, contra su voluntad, Mesala la ha obligado a marchar al campo Arentino -hoy, Arezzo-, lejos de Roma, donde sin embargo permanece Cerinthus. Sin embargo, como en otros autores elegíacos, la ausencia está lejos de enfriar la pasión que Sulpicia siente por su amado, sino que, por el contrario, la hace más fuerte por la acción constante y dolorosa de la añoranza, el recuerdo, la impaciencia, la ausencia, y el deseo febril de reunirse de nuevo; cegada por ellos, Sulpicia se reafirma en su decisión de continuar con la relación, incluso sin el permiso de su tío Mesala. La estancia en el campo impedirá estar presente en el cumpleaños de Cerinthus, evento que -de tratarse Cerinthus del aristócrata Cecilio Cornuto-es curiosamente recogido también por Tibulo en su elegía II,2.




Aborrecible se acerca el cumpleaños, que en el fastidioso campo
triste tendré que pasar, y sin Cerinto.
¿Hay algo más grato que la ciudad? ¿Es apropiado para una chica
una casa de campo y el frío río del lugar de Arezzo?
Descansa de una vez, Mesala, preocupado por mí en demasía;
a veces, pariente, no son oportunos los viajes.
Me llevas, pero aquí dejo alma y sentidos
por mi propia decisión, aunque tú no lo permitas.

***

¿Sabes que el inoportuno viaje ya no preocupa a tu chica?
Ya no puedo estar en Roma en tu cumpleaños.
Celebremos los dos juntos el día de tu aniversario
que te viene por casualidad, cuando no lo esperabas



Sin embargo, Cerinthus no se muestra a la altura del amor desmedido de Sulpicia y, en su ausencia, entabla una relación con otra mujer que, para mayor agravio al orgullo de la autora, es de una extracción social y económica más baja que la autora y puede tratarse, incluso, de una prostituta -la toga era el tipo de vestimenta habitual en estas mujeres, aunque puede que también se refiera a que, de pronto, Cerinthus muestra interés por la política, además de por otras mujeres-. De pronto, Sulpicia agradece la preocupación de su tío Mesala de la que antes se quejaba amargamente y exhibe una total indiferencia, incluso desprecio, por la errónea elección de Cerinthus. No obstante, no es más que fingimiento, ya que sus palabras apenas pueden disimular el rencor, los celos y la furia que experimenta. Sulpicia, incapaz de olvidar a Cerinthus y de perdonar su traición, atormentada por la pérdida, acaba por contraer fiebre. Su antiguo amante la visitará en su lecho de enferma y Sulpicia, aunque quiere creer que dicha visita es la prueba de que él, a pesar de su infidelidad, la sigue amando, y que su regreso a su lado ha sido guiado por el deseo y no por la obligación ni la culta, finalmente acaba por resolver que, para Cerinthus, ella y su salud carecen ya de importancia.

Resulta curioso que te creas, tan seguro ya de mí,
que no voy a caer de repente como una tonta.
Sea tuya la preocupación por la toga y la pelleja que la lleva, 
cargada con su cesto, antes que Sulpicia, la hija de Servio.
Por mí se preocupan quienes tienen motivo máximo de desvelo
que no vaya a acostarme con un cualquiera.

***

¿Tienes, Cerinto, una devota preocupación por tu chica,
porque ahora la fiebre maltrata su cuerpo cansado?
¡Ay! yo no desearía librarme de la penosa enfermedad,
si no creyera que tú también lo quieres.
Pero, ¿de qué me valdría librarme de la enfermedad, si tú
     puedes sobrellevar mis males con corazón indiferente?

Sulpicia, sin embargo, se equivoca. El autor desconocido de la Elegía III, 10 del Corpus Tibellianum recoge también la enfermedad de la autora y la preocupación sincera y casi desesperada de Cerinthus: Depón tu miedo, Cerinthus -le recomienda-: un dios no hiere a los que aman. Tú, únicamente, ama siempre: tu muchacha está a salvo. No hay necesidad de llorar: más apropiado será usar de las lágrimas si alguna vez aquélla fuera más triste contigo. Pero ahora es toda tuya. Hay pues, esperanza para la reconciliación. No obstante, Sulpicia, aunque desea amar de nuevo a Cerinthus y se arrepiente de no ceder de forma inmediata a sus deseos, no puede negar que desconfía de él por lo sucedido y sospecha que la pasión que sintió por ella no es ya más que una tenue sombra de la que experimentó en el pasado. Estos mismos miedo los recoge también el autor desconocido poniendo en boca de Sulpicia los versos de la Elegía III, 11.




Para ti no sea yo, luz mía, un ansia tan ardiente
como parece que fui, hace algunos días;
si alguna falta cometí, tonta en mi exceso de juventud,
de la que confieso que me arrepiento más,
es haberte dejado solo ayer por la noche
deseando disimular su ardiente pasión
(Sulpicia, Elegía III, 18)

***
El día que te trajo a mí, Cerinthus, ése será para mí sagrado
y habrá de contarse siempre entre los festivos.
Al nacer tú, las Parcas vaticinaron una nueva esclavitud 
para las muchachas y te entregaron altivos reinos.
Me abraso yo antes que otras; me agrada abrasarme, Cerinthus,
si una mutua pasión te asiste debido a mí.
Que haya un amor correspondido, lo pido por tus dulcísimos hurtos,
por tus ojos y por tu Genio.
Quédate, Genio, recibe de buen grado los inciensos y favorece mis votos
si alguna vez aquel se abrasa cuando piensa en mí.
Pero si por casualidad ahora suspira ya por otros amores, 
entonces te pido, venerable, que abandones tus infieles altares.
Y tú no seas injusta, Venus: o que uno y otro, encandenados,
te sirvamos por igual o afloja mis cadenas, o mejor, 
que uno y otro estemos atados por sólida cadena 
y que ningún día después de éste pueda desatarla.
(Autor desconocido, Elegía, III, 11)

Aquí finaliza la obra literaria de Sulpicia, al menos la que se ha conservado. Nunca sabremos si la reconciliación entre ambos amantes llegó a producirse o si la autora recuperó el amor y la felicidad de los primeros días de su relación. Otra pregunta además queda en el aire: si Cerinthus era, como se sospecha, el aristócrata Cecilio Cornuto y, por tanto, era de igual posición social que Sulpicia, ¿por qué el matrimonio no se produjo? ¿Por qué se contentaron tan sólo con ser amantes? Es Tibulo quién nos da la respuesta en la ya mencionada Elegía II,2, y nos revela además porque Mesala se oponía de forma tan encarnizada a la relación de su sobrina: Cerinthus ya estaba casado. El propio Tíbulo, con ocasión del cumpleaños de su amigo, le dice: Desearás, me imagino, el amor fiel de tu esposa. Creo que los dioses lo han decretado ya. Lo preferirás a todos los campos que por el mundo entero un fuerte labrados pueda arar con buey robusto y a todas las perlas que se crían en las Indias felices, por donde enrojece la ola del mar de Oriente. Tus deseos se cumplen: ojalá vuele Amor con sus alas resonantes y a vuestro matrimonio traiga cadenas de oro: cadenas que duren siempre, hasta que la lenta vejez marque arrugas y encanezca los cabellos. 


"Ojalá vuele Amor con sus alas resonantes y a vuestro matrimonio traiga cadenas de oro...". Cornuto por tanto, no parece ser feliz en su matrimonio y no ama a su esposa. Sin embargo, Tibulo le desea que un día llegue a preferirla "a todos los campos que por el mundo entero un fuerte labrados pueda arar con buey robusto"... los campos, justo el lugar donde Sulpicia se encuentra arrastrada por su tío Mesala... ¿Sabía Tibulo de la relación de su amigo con la sobrina de su protector? ¿Hasta que punto era esa relación de dominio público? De ser así, Tibulo, como Mesala, parece no estar de acuerdo con ella, puesto que desea a Cornuto que las cadenas que le unen a su esposa, "duren siempre, hasta que la lenta vejez marque arrugas y encanezca los cabellos". ¿Sería su propia esposa la mujer por la que Cerinthus abandona a Sulpicia, tal como la poetisa se queja amargamente a su regreso a Roma? Sin embargo, en la Elegía III, 12, el autor desconocido ruega a Juno que permita a Sulpicia unirse en matrimonio con su Cerinthus y que él pueda verlos casados en el próximo cumpleaños de éste. ¿Estaba entonces Cerinthus soltero? ¿Es este cumpleaños esperado por el autor desconocido con ansia el que celebra Tibulo en sus versos? ¿Fue finalmente Sulpicia la esposa de su amado y Tibulo se limita a celebrar la futura dicha de su amigo, rogándole no cometa los errores del pasado?

Lo cierto es que es imposible saberlo: la pasión arrolladora, la adoración que el autor siente por su amante y la entrega ciega, la separación, el abandono, la infidelidad y la traición, la esperanza con todo en la reconciliación, el posterior reencuentro de los amantes y la permanencia a pesar de ello del rencor y de cierta desconfianza...son temas comunes en los poetas elegíacos como Tibulo o Propercio y sin duda Sulpicia bebe de esa tradición al escribir sus versos, donde nos muestra una preocupación formal clara y un amplio dominio de la técnica, muy lejos de la espontaneidad y sencillez que los primeros estudiosos de su obra le atribuían. ¿Es pues su obra autobiográfica o una recopilación de temas comunes en la Elegía romana? Sea cual sea la opción correcta, es de destacar la valentía de Sulpicia, que se atreve a proclamar libremente y sin vergüenza un amor prohibido para una mujer, aún más para una de su condición social, política y económica, para quién los lazos afectivos debían limitarse al matrimonio y la familia.

*Fotografía 1 y 2: La denominada "Safo" y "Retrato de Paquio Próculo y su esposa", frescos localizados en las excavaciones de Pompeya.
*Resto: Detalle de "Leyendo a Homero", "El poeta favorito". "Confidencias" y "Promesa de Primavera", de Lawrence Alma-Tadema


¿Te ha gustado este artículo? Los Fuegos de Vesta opta 
al premio "Mejor Blog de Arte y Cultura" de los Premios Bitácora 2015.
Para lograr alzarnos con la victoria, necesitamos tu voto.
Aquí te explicamos cómo votar: Premios Bitácora 2015
Gracias por adelantado!!!