viernes, 15 de marzo de 2013

Yo, Claudia Livila (III)

El ansiado regreso a Roma se convirtió en un suplicio, un largo tormento, solo comparable al que ahora estoy padeciendo, esperando sin esperanza entonces, como en este momento, que todo resulte finalmente un mal sueño. Cerca y a la vez lejos de lo que más deseo...Sin duda, fue el camino más largo de mi existencia, y también de la tuya, madre, siempre tras el cuerpo embalsamado y desconocido de mi padre. Por desgracia, ésa es la imagen más nítida que del buen Druso conservo: un cadáver vestido de púrpura, con su armadura, rodeado de flores marchitas y coronas mustias, en su carro fúnebre, sobre el barro, bajo la lluvia. Sus ojos ya no se abrían, su boca ya no se contraía en esa sonrisa ¡tan suya! que era solo mía, sus dedos helados ya no reconocían la pequeña e insistente mano de su hija -esperé horas enteras una señal de vida... ¡dioses, qué estúpida!-¿Crees qué, a pesar de ello, sabré distinguirlo del resto de muertos cuando baje al Averno? Quiero volver a verlo. ¿Y él? ¿Sabrá que soy su niña, la que se sentaba en sus rodillas, a la que revolvía el pelo? Es difícil saberlo...No lo entiendo, lloró de nuevo...Es increíble que la tristeza, la amargura insatisfecha de la despedida, puedan durar tanto tiempo, quizás porque nadie intentó nunca arrancármelo del pecho. ¿De dónde iba a obtener consuelo? ¿De ti, madre, cuya pena era más inmensa que la nuestra? ¿Del tío Tiberio, que nos precedía a pie en el infinito trayecto? Su rostro severo entonces me daba miedo. Parece que lo estoy viviendo de nuevo: la música fúnebre, el sepulcral silencio de quienes acompañábamos el cuerpo, las lágrimas fingidas de las plañideras, el prolongado llanto del bebé Claudio-cómo si quisiera llorar por todos nosotros lo que callábamos-, el ritmo marcial de los soldados.
Los ciudadanos principales de los municipios de la Galia salían al paso del cortejo para honrarle con su presencia, aunque él ya no la necesitara, aunque nosotros no la quisiéramos -siempre apariencia-, ya que sus palabras vacías no podían reconfortarnos aunque fueran ciertas: los honores recibidos en vida pueden dar fama al que ha muerto y gloria a la familia que deja, pero no llenan el vacío de su ausencia. Enumeraban: el derecho a la ovación; las insignias del triunfo; el consulado; el arco de mármol con sus trofeos en la Vía Apia, que construyera uno de nuestros antepasados; el sobrenombre de Germánico que recibirían sus herederos, su hijo entre ellos; los versos de su epitafio que el propio emperador Augusto escribiría; el túmulo en su honor en el lugar en que pereciera, alrededor del que cada año los soldados todavía hoy desfilan; su sepultura en la tumba de los Césares...Pero todos esos honores ¿le devolvieron acaso a la vida? ¿Nos lo trajeron de vuelta? Yo nos los echaré de menos cuando muera: mis estatuas serán destruidas, nadie marchará tras mi cuerpo, nadie llorará mi perdida, no dejaré recuerdo, mis cenizas no reposaran junto a las vuestras, seré sepultada en la vergüenza...Créeme cuando te digo, madre, que no me importa. Del final de mi padre solo le envidio una cosa: murió rodeado de los suyos...Madre, no perderé mi escaso tiempo discutiendo contigo si merezco o no este castigo, pero no quiero morir sola; cuando me queden solo unas horas, cuando ya no tenga fuerza para salir de esta sala, madre, te lo ruego, abre esa puerta, abrázame, deja que muera contigo... Por favor, madre... ¿Madre?... ¡Madre!... Por una vez podías romper tu férreo silencio...
Hubo un tiempo en que no tenía que pedírtelo. Durante aquel larguísimo, infinito trayecto, jamás dejaste que me marchara de tus brazos. ¿Acaso aquel día te cansaste? Jamás volviste a abrazarme. Puede que tu hijo Germánico, como buen soldado, no lo necesitase, puede que Claudio no lo añorase, pues creció sin tu cariño y no lo conocía, pero yo,madre, yo lo ansiaba cada día, con más intensidad porque no me lo dabas. ¿Acaso el abrazarme te recordaba la tormentosa travesía tras el cadáver del hombre amado? ¿Qué culpa tenía? Yo no soy culpable de lo sucedido en Moguntiacum. Que te llamen matrona ejemplar los romanos, que así te recuerden las generaciones futuras, siéntete orgullosa de esa mentira, pero la verdad, la verdad que lamentablemente morirá conmigo, es que no fuiste una buena madre. No fuiste simplemente madre. Te arrastrarse por la vida como si esta fuera una condena, sin darte cuenta de que había muchos motivos para la alegría. Yo, por ejemplo. Pero nada de lo que hacía merecía tu sonrisa: intentaste modelarme a tu imagen y semejanza, despreciando nuestras diferencias en vez de apreciarlas, incapaz de amar quién en realidad yo era mientras esperabas la llegada de quién nunca sería... Madre, ¿tengo qué decirlo? ¿Tengo que decir su nombre? Agripina, la nieta de Augusto, la hija que tú querías. Ella siempre era mejor que yo, ella siempre hacía las cosas mejor que yo; "tómala como ejemplo", me decías. ¡Maldita Agripina! Me enseñaste muchas cosas, madre, y la mayoría, sin darte cuenta, no fueron buenas. Celos, eso aprendí de ti, de tu amadísima Agripina, y la semilla del odio que sembraste aquellos días, madre, ha tenido la culpa de la destrucción de nuestra familia. Tú me pariste y tú me creaste, y lo sucedido ha sido tu culpa y la mía. Recuérdalo cuando me marche y vive con ello, si puedes hacerlo. Disfrutaré de ello en el Infierno.
La única alegría en mis tristes días, el único alivio para tus insoportables exigencias y la asfixiante pena que impregnaba las paredes de nuestra vivienda, era mi tía Julia, la hija del emperador Augusto, la esposa de mi tío Tiberio, la madre de tu Agripina, y aún así no hiciste nada por protegerla cuando me la arrebataron de forma cruel e injusta. Ella era tan distinta a ti, madre, ¡y yo la adoraba! Sabía reír, sabía besar, sabía abrazar, sabía acariciar. Le gustaba jugar y era incapaz de vivir la vida con tu desagradable seriedad. ¡Que imagen tan distinta ofrecíais! Ella, que perdiera dos maridos, siempre vestía con colores brillantes, amaba la música y sabía disfrutar de la vida; tú, que solo enterraste uno, jamás abandonaste el luto, se te secaron las lágrimas, y olvidaste las sonrisas. La historia y el populacho podrán decir lo que quieran, adornarte a ti de mil virtudes y verter sobre el recuerdo de mi tía Julia cuántas mentiras y defectos quieran, pero nunca tuviste su fuerza. No te miento, y no lamento si mis palabras te hacen daño, que hubiera preferido que ella me hubiera parido. A veces creo que Julia pensaba de la misma forma. Augusto, su padre, había educado a sus nietos a su imagen y semejanza, ella apenas se reconocía en sus hijos cuando los miraba y conociendo, como solo ella conoció, mi verdadero espíritu -no esa pesada máscara de niña buena que solía ponerme solo para agradarte-, solía decir, riendo con amargura, que si hubiéramos nacido en el mismo lugar, al mismo momento, pensaría que os habían entregado a ambas la hija equivocada, quitándote a ti a Agripina y a ella su pequeña Livila...¡Dioses, cómo la echo de menos! A ella también quiero volver a verla cuando baje al Averno. Tía Julia sabrá comprenderme mejor de lo que tu lo has hecho, porque también luchó por los suyos perdiendo y padeció mi mismo destino sin merecerlo, salvo por una sutil e importante diferencia: sufrió como yo la soledad más absoluta al final de sus días, pero su madre, Escribonia, decidió acompañarla en su castigo en vez de imponérselo.

* Fotografías 1, 2 y 3: Detalles de "El descendimiento" de Van der Weyden, Museo Nacional del Prado
* Fotografía 4: "El beso", de Lawrence Alma-Tadema. Contraste entre la recia figura de Antonia y el ánimo cariñoso de Julia

2 comentarios:

  1. De todas las historias que has escrito, esta es mi favorita, de momento!!!!!. Espero con ansia la cuarta entrega de esta gran historia, me pone los pelos de punta y se me encoge el corazón cada vez que la leo

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  2. Poco a poco, poniéndonos al día. Hermoso escrito.

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