viernes, 22 de marzo de 2013

Yo, Claudia Livila (IV)

Antes, hace mucho, cuando solo era una niña y tú me reñías, me gritabas, me corregías y a veces incluso, exasperada, me golpeabas, intentando con ello finalizar la discusión y grabar a fuego en mi memoria la lección impartida, me gustaba pensar -¡qué necia!- que no era en absoluta tuya la culpa de tu amargo carácter, de tu áspero trato y tu recio comportamiento, sino de las penas sufridas y de los firmes principios que te inculcaran desde el mismo instante de tu nacimiento, como si eso pudiera aliviar el dolor por el daño que me hacías o como me sentía por dentro. Prefería imaginar que bajo tu coraza, dura y fría, había como en los demás un corazón que latía y quizás se arrepentía del trato que daba a su única hija al ver el temblor asustado pero decidido de sus manos o el profundo anhelo de una caricia bajo los párpados; que, quizás, comprendías, con el silencio cómplice de quién también ha pasado por eso, la razón última de mi rebeldía -lograr algo de tu atención, tu cariño y tu tiempo-, aunque nunca fuiste muy versada en el arte de discernir los sentimientos -primero tendrías que tenerlos-. Ahora, con el pasar de los años, aunque sigo pudiendo achacar a la educación la responsabilidad de tus actos, no es menos cierto que tú también eras culpable de ellos, pues jamás dudaste ni te planteaste si aquellos principios recibidos eran los correctos. Piénsalo un momento, haz ese esfuerzo. ¿De qué te sirvieron? Crearon en tu mente un esquema irrealizable e inalcanzable de cómo debía ser la perfecta matrona, de cuáles eran sus deberes y obligaciones -nunca sus derechos- para con el Estado, la familia y su marido, y en base a él juzgaste con extrema insensibilidad y dureza a aquellas que no lo cumplimos, recibiendo a cambio ¿qué? Honra y fama, no lo niego, nunca lo he hecho, pero también incomprensión, soledad, rencor y tristeza. Al fin y al cabo, ¿quién podía soportar tu presencia si nada de lo que hacíamos era para ti del todo correcto y cualquier cosa que se saliera mínimamente de la norma era motivo de censura? ¿Acaso existía sobre la tierra alguien que pudiera satisfacer tus exigencias? Hasta tu idolatrada Agripina tenía problemas para verlas cumplidas. Disciplina, decías. Hacia falta algo más que eso. Para ti fue sencillo encarnar aquella imagen idílica forjada en tu mente: amaste y fuiste amada por aquel al que fuiste entregada, mi padre, el buen Druso, y jamás conociste de él una mala palabra, un mal gesto, una infidelidad, un desprecio. El resto, que no tuvimos tu misma suerte, ¿debíamos resignarnos a ser desgraciadas para cumplir con los dictados de una supuesta moral impuesta por la sociedad? ¡Maldita sea! La vida es demasiado corta para malgastarla inútilmente de esa forma.
No hablo de mí, madre, ya llegaremos a ello si conservo el aliento. Hablo de mi tía Julia. ¿Has meditado alguna vez cómo fue su vida antes de juzgarla como a mí con tanta dureza? Su propio padre la sacrificó en el altar de la razón de Estado y la obligación dinástica, y aunque mostrara siempre por ella un cariño inmenso y un gran orgullo y admirara su inteligencia y rápido ingenio, ¿alguna vez la preguntó cuáles eran sus deseos? La arrancó de los brazos de su madre apenas nacida para entregársela a su nueva esposa, mi abuela Livia, quién jamás llegó a amarla y la sometería a una estricta disciplina y una austera vida de trabajo sin más compañía que la de algunos niños de la familia, tú, madre, ¡tú!, entre ellos. Con catorce años la entregó a su primer marido, su primo, tu hermanastro, Cayo Marcelo, más preocupado por posicionarse como sucesor de su suegro que por hacer feliz a aquella niña que era su esposa. Con dieciséis, cuando el resto de nosotras comenzamos a conocer y disfrutar la vida, madre, era ya viuda. Poco pudo disfrutar de una soledad bien merecida, pues Augusto precisaba un heredero y no tuvo mejor ocurrencia para obtenerlo que unirla ahora con Vipsanio Agripa, su general, viejo amigo y consejero, es cierto, un hombre de merecida gloria y fama por sus muchas hazañas y servicios al Imperio, no lo niego, pero también unos veinticinco años mayor que ella, un anciano del que tampoco podía esperar dicha alguna. Por agradar a su padre malgastó su juventud haciéndose cargo de los muchas enfermedades y achaques de ese viejo, soportando en su cama su repulsivo cuerpo y concibiendo de él sin placer, y pariendo por obligación, cinco hijos, su única alegría, que Augusto le arrancaría raudo para educarlos él a su imagen y semejanza. Cuando Agripa por fin murió, creyó Julia de nuevo que había llegado el momento de la merecida calma ya que había cumplido con los dictados paternos. Pero no la obtuvo tampoco entonces. Augusto insistió en casarla de nuevo, los dioses sabrán por qué causa, con mi tío Tiberio, un matrimonio que, como los anteriores, estaba condenado desde el principio a la infelicidad y el fracaso. Él fue siempre un hombre adusto, severo, frío y duro, que no albergaba por su esposa el más mínimo deseo o sentimiento alguno y nunca pudo perdonarla el haberse visto obligado a divorciarse de Vipsania, su primera esposa, a quién verdaderamente amaba, para unirse con ella, cuyas costumbres despreciaba y cuyo carácter no podía ser más distinto al suyo. Quizás, como en el caso de Marcelo, se hubiera consolado con la perspectiva del Imperio, pero esta tampoco la tenía: Tiberio se daba perfecta cuenta de que no era más que una solución provisional a la espera de que Cayo y Lucio, los hijos mayores de Julia a quienes adoptara Augusto, crecieran, que sería reemplazado de inmediato, como una triste e inservible objeto usado, en cuanto llegaran a la edad adulta. En tal situación, ¿te extrañó que mi tío Tiberio se marchara a la isla de Rodas? ¿Te sorprendió que Julia, por fin libre y sola, buscase un poco de consuelo, un pedazo de felicidad, un rescoldo de amor y que disfrutara de aquellas migajas heladas con la desenfrenada pasión de quién tras larga búsqueda encuentra lo único verdadero y hermoso de su existencia? Tú, que eras su prima, su cuñada, que habías crecido con ella y casaste a tus hijos con los tuyos, la abandonaste -¡¿cómo?! ¡¿cómo pudiste?!-, acusándola de ensuciar el nombre de la familia imperial y deshonrar el lecho matrimonial. Yo, en cambio, la compadezco.
Su tragedia se debió a ser hija de Augusto y a comprender la primera la ambición de mi abuela Livia, como aquella extraña para ella quería desplazar a sus hijos pequeños, aún indefensos, para que gobernara el suyo, Tiberio. Sabiendo que no podría advertir a su padre, tan cegado por amor a Livia que había accedido a ese tercer matrimonio inútil de su hija, sin comprender que al convertir a Tiberio en su nuevo yerno le estaba favoreciendo en su acceso al Imperio, Julia buscó ayuda: Sempronio Graco, Crispino Quinto, Apio Claudio, Cornelio Escipión, Iulo Antonio...Logró los apoyos de importantes hombres de las familias más antiguas y poderosas para que, al morir su padre, gobernara su dinastía, la Julia, y no la Claudia, a la que pertenecían Tiberio, Livia y yo misma. Cómo lo consiguió, no importa. Estoy segura que bastaron sus palabras, y si no, ¡qué importa! ¿Quién te crees que eres para juzgarla? ¿Por qué no puede una mujer disponer de su cuerpo con libertad en vez de entregarlo por obligación a su marido, como vulgar ramera escondida tras el nombre de esposa? Eso será lo único que cuenta la historia. Dirán, como dicen ahora, que todos esos hombres y media Roma conocieron su cama, que organizaba orgías en la tribuna de oradores, que admitía amantes en masa y que incluso se entregaba, sin conocer su rostro, a todo aquel que quisiera pagarla. ¡Mentiras! ¡Sucias mentiras! ¡Invenciones de esa arpía que fue mi abuela Livia! ¡Y tú la creíste! ¡Maldita seas, la creíste! Siempre fuiste una boba y una ingenua. Nunca supiste diferencias la verdad de la mentira, apostaste tus juicios y deliberaciones en la errónea creencia de que todos tenemos hermosas intenciones y no supiste desentrañar la verdadera causa de muchas de nuestras acciones, incluso de tu adorada Agripina. Negro o blanco, negro o blanco, solo sabías ver las cosas en negro o blanco...¡Abre los ojos de una vez! El mundo está lleno de matices y de colores, y mi tía Julia, quién arrastrara un vida gris tornó de un radiante rojo cuando se entregó en los brazos de Iulo Antonio, tu hermanastro, el único hombre al que amó, el único hombre, estoy segura, que admitió en su cama sin que antes fuera su marido. Si, yo lo sabía, ¿por qué no te lo dije? Porque sabía lo que harías, lo que hiciste conmigo. Ella se lo merecía. A mi corta edad vi lo que tu no veías, el cambio en mi tía, el paso de la alegría fingida a una verdadera dicha, y quise que disfrutara de su nueva vida, de la vida que creía tendría, pues aunque el adulterio podría conducirla a la muerte, como establecían las propias leyes de su padre Augusto, Julia soñaba, aún soñaba, con más intensidad que en su propia infancia, soñaba con un futuro junto al hombre que amaba, soñaba con el divorcio, con un nuevo matrimonio. Sus ojos brillaban cuando me hablaba de Antonio. ¡Cuánto la añoro! Lamento, no, en realidad, me destroza, que no tuvieran tiempo para ver cumplidos todos esos locos sueños. Livia, siempre Livia, se encargó en persona de su caída.
Sobornó a todo tipo de personas para que difundieran esos sucios rumores sobre ella y poco tardaron en llegar a oídos de su padre. Él tampoco, como tú, se planteó si eran ciertos, le importó más, como a ti, otra vez, el buen nombre de la familia que la felicidad de su única hija. La participación de Antonio, no lo dudo, debió de helarle la sangre; me regocijo con ese único instante de terror en su rostro cuando leyó la lista de implicados, instante que sin embargo no puede consolarme ni acallar la ira que me corrompe, aún más intensa con el pasar de los años. Antonio, el único varón legítimo de su gran enemigo de las guerras civiles, Marco Antonio, el relegado, el humillado, el siempre despreciado Iulo Antonio, debió desatar en la conciencia de Augusto -si es que tenía de eso- oscuro fantasmas de su pasado. Lo sé porque al resto de supuestos culpables los exilió, y sin embargo al bello Antonio lo ejecutó. También condenó a su hija sin juicio sin escucharla un solo momento, atendiendo solo a los rumores del pueblo y a las palabras envenenadas de su esposa, y pensó incluso en ajusticiarla también a ella. Me horroricé entonces al saberlo, ahora, teniendo en cuenta la situación en que me encuentro, no me extraña. Sin embargo, al final, el viejo emperador tuvo más corazón que el que tú has tenido y decretó para ella el exilio a una minúscula isla llamada Pandataria, dónde no conocería los lujos ni el contacto humano, salvo el de sus guardias, el de su madre, que quiso acompañarla, y aquellos a quién Augusto diera permiso. Julia partió al exilio no con el rostro entre las manos, avergonzada de sus actos, sino con la frente orgullosa y el porte regio, mientras el pueblo clamaba ya su regreso. Ellos sabían de su inocencia mejor que vosotros. No me permitiste que me despidiera de ella, madre, debió pensar que al final, como el resto, yo también la había abandonado. No es cierto. Siempre ha tenido un lugar especial en mi corazón y durante días permanecí encerrada en mi habitación, llorando la ausencia de la única madre que había conocido-por mucho que te duela-. Germánico no se apartó de mi lado intentando darme consuelo, algo que tú nunca has hecho, tú, que me dijiste que esa ramera no merecía mis lágrimas. ¿Ahora también yo recibiré ese nombre de tus labios? ¿No merezco yo tampoco tu llanto? Ese día empecé a odiarte, lo juro. Tenías que haber echo algo, hablar en su favor ante Augusto. Callaste y supe que jamás podría contar contigo para nada. No fue la única lección útil y amarga que aprendí aquellos días de pena e inconsolable llanto. Mi abuela Livia vino a verte, se lo permitiste creyendo que ella podría devolverme la cordura. La educación que me diste impidió que la sepultara en gritos e insultos, y para que no me traicionara la rabia, permanecí tumbada en mi lecho, dándola la espalda, sin decir nada. Ella me acarició el cabello con una ternura que no creí capaz para su corazón preñado de veneno. Me dijo, lo recuerdo, que pronto me casaría y antes debía aprender dos lecciones muy duras de esta vida: primera, que mis enemigos se encontraban en mi propia familia, y segundo, que aunque aparentáramos una unión perfecta, los Julios y los Claudios permanecíamos en perpetua guerra. Se despidió de mí deseando que algún día la comprendiera y temiendo al mismo tiempo que lo hiciera. Nunca pensé que aquella vieja que tanto dolor me causaba sería algún día mi aliada en una batalla que ni siquiera quería o creía que sucedería. La culpa fue de Agripina.

*Fotografía 1: Una pintura de Henry Ryland. No he podido encontrar su nombre
*Fotografía 2: "Esperando una respuesta", de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 3: "Mesalina y Cayo Silio", de Pavel Svedowsky
*Fotografía 4: "Julia, hija de Augusto, en su exilio en Ventotone" -antigua Pandataria-, Pavel Svedowsky

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