viernes, 5 de julio de 2013

Yo, Claudia Livila (XVII)

Primero llegó Nerón, mi sobrino, tu nieto. Después Marco, el hijo de Julila. Y, más tarde, mi pequeña, mi niña, mi amor, toda mi vida... Tardó en salir casi un día. Sentada desnuda en aquella cruel silla, me abría, sangraba, gritaba, gemía, me estremecía, empujaba, sufría, enloquecía, lloraba, rogaba, me desesperaba, agonizaba: mi hija vino al mundo mal colocada. Las comadronas y parteras iban y venían entre mis piernas, manipulando mis entrañas; tú me sujetabas con mucha fuerza para que no cayera, me abofeteabas para que no me desmayara, insistente rezabas. De improviso decidieron llamar a un médico, tu estabas terriblemente pálida, callabas, los pasos inquietos de Druso se multiplicaban frenéticos tras la puerta, algo le consultaban: supe que algo terrible pasaba. Más cuando ya todos creíais que no podría, que el dolor me doblegaría, que perecería...llegó al fin mi Julia, mi preciosa niñita. ¡Juno Lucina, era tan sonrosada, tan pequeñita!... ¡Y qué bien olía! Agotaba, apenas podía sostenerla, no sabía como cogerla, pero, cuando mis brazos dibujaron el lugar que por derecho le correspondía ocupar y pude acariciarla por primera vez, la amé con intensidad ciega más que a nadie en mi corta vida: que a ti, madre, que a Cayo, que a mi misma... Extasiada de orgullo y felicidad, no podía dejar de mirarla y entonces ella abrió los ojos, madre, ¿lo recuerdas?, y me vió, ¡me sonrió!, se acomodó, ¿rió? Creo que me reconoció... Al arrullo de mi corazón que ahora por siempre le pertenecía se quedó profundamente dormida. A los dioses se lo agradezco. Así jamás recordaría como yo la rápida mirada, furiosa y decepcionada, de su padre, ni percibió que, indiferente a sus esfuerzos por nacer, a los míos porque naciera, no volvió a molestarse en verla. Postrada en cama, débil y aquejada de fiebres, viví los primeros días de mi niña no dichosa, sino aterrada. Temía que Druso se negara a reconocerla y la abandonara. Sabía el destino de las niñas no reconocidas: las veía ofrecer sus cuerpos en las arcadas de los teatros, foros y basílicas. Tú me decías que debía dejarla sola en la cuna para fortalecerla, que tenerla siempre en brazos la malcriaba, creaba dependencia, pero ¡temía tanto no volver nunca jamás a abrazarla!
Tú no decías nada; pero de nuestro lado no te marchabas; Julila también callaba, pero casi siempre estaba en la casa; Livia iba y venía, y aunque me sonreía, veía la preocupación en mi mirada.... Mi angustia no era infundada. Hasta Póstumo la compartía. Burlando el cerco que Druso estableciera en torno a mí, como si solo una más de sus posesiones fuera, después de que mi amante se descubriera al pedirme a Augusto como compañera, entró en mi habitación por una ventana; al contrario que mi marido, cogió de inmediato a la niña y no la soltaba. Yo lloraba, le confesé cuánto temía... Él, triste, me sonreía, me acariciaba. Me juró que si eso sucedía, él se haría cargo de que nada malo le pasara. Después, nervioso, emocionado, me susurró que, si yo le aceptaba a mi lado, algún día me haría su esposa, adoptaría a mi hija, que como suya siempre la querría. Abrumada y conmovida ante la visión del único hombre que me mostró siempre una amor devoto, incondicional y sincero, solo fui capaz de aferrar su mano con mucha fuerza y jurarle que prefería que mi niña hubiera sido suya. Eso era cierto: de cualquiera menos de mi marido... Aquella noche durmió en mi cama, conmigo y con mi pequeña; recuerdo su respiración acompasada, el calor de su cuerpo, el aroma de su pelo, los quejidos de mi pequeña como si hablara en sueños, el rápido despertar angustiado de Póstumo para comprobar si algo le pasaba, mi rápido amamantamiento para que la nodriza no le echara, el profundo beso de despedida y la sonrisa que franca prometía un pronto reencuentro... Había aceptado a otro hombre en mi cama, más ¿había acaso algo inmoral en aquello? Así debía de ser en verdad una familia, no aquella cosa deforme y retorcida que con mi primo Druso obligada creara.
Cuándo depositaron a mi pequeña a sus pies como si de un objeto se tratara, Póstumo allí también estaba; al fin y al cabo, por adopción, ahora era hermano de Tiberio y tío de mi marido, y aunque la hostilidad era manifiesta, no pudieron obligarle a marchar. Al contrario que tú, madre, o Germánico, que siempre fue para mí más que un hermano, comprendí que Póstumo nunca me fallaría...¿por qué hubiera debido rechazarlo? Más he de reconocer que no fui el único en acudir; todos estabais allí, rodeándome, sosteniéndome. Me obligué a mirar a Druso con los ojos muy abiertos, a enfrentar mi propia tragedia aunque casi no tenía ya fuerzas y creo que fue la presencia expectante de la familia la que le obligó a reconocerla. Con furia callada, pronunció en voz alta y clara las invocaciones necesarias: primero a Ops, mientras mi pequeña todavía estaba en el suelo, desprotegida  y vulnerable; y luego a Levana, cuando por fin la cogió, aceptándola públicamente en la familia como hija suya legítima. El silencio tenso que había dominado la casa los últimos días se transformó por fin en súbita alegría; nuestros familiares por fin se atrevieron a celebrarlo, a felicitarlo. Con todo, mi instinto de protección me impulsó a quitársela de inmediato, con una sonrisa aliviada y más que incrédula. ¡No iba a perderla! Por fin podía empezar a preocuparme por lo que de verdad importaba, su educación y supervivencia, y apenas hube ofrecido miel y espelta a Cumina para que la protegiera en la cuna y a Rumina para que bien la alimentara, y hube colocado en la puerta una muñeca anunciando la nueva incorporación a la casa, retomé de inmediato mis obligaciones y tareas para que Druso no se arrepintiera y Tiberio nos protegiera. Lo cierto es que mi tío y suegro, aún siendo incapaz de alabar nada, parecía apreciar mi presencia, admirar mi gestión de las finanzas; pero aquel callado reconocimiento no me cegó para no darme cuenta de que ni él, su abuelo, ni Druso, su padre, visitaban nunca a mi pequeña. Es más, tuvimos que trasladar sus estancias a la zona más alejada de la casa para que sus llantos no les molestaran. Diré que estaba furiosa e indignada, pues no existen mejores palabras. Mi abuela Livia parecía ser la única feliz en aquella familia con la última incorporación a la dinastía Claudia; como tú, venía casi de continúo a verla y siempre traía un juguete o algo de ropita. Yo me sorprendía a mi misma viéndola por primera vez como lo que era: una abuela, y me preguntaba si hubo un día que se comportó conmigo de esa forma, o su atención por mi pequeña, como sucedió conmigo antes de mi primera boda, se debía a retorcidas intenciones ocultas. Ella también notó la ausencia de Tiberio y Druso junto a la cuna y me decía que no me preocupara, que simplemente estaban decepcionados por que hubiera nacido con el sexo equivocado, pero que, tarde o temprano, la querrían, porque es así como los seres humanos estábamos diseñados. Yo siempre respondía que no la creía: dudaba mucho de que aquellos dos hombres, al igual que ella, pudieran concebir un solo sentimiento que pudiera ser calificado de humano. Mi propia abuela habría de demostrármelo.
Así es, lo supe por Livia. No por Augusto, ni por Tiberio, ni por Druso, ni por Germánico... ¡Por Livia! ¡Dioses de los infiernos! Ninguno de aquellos nobles e insignes varones, orgullo de su patria, tuvo valor para mirarme a la cara y confesarme lo que habían hecho. Mi niña, mi pequeña, mi alegría, de apenas unas semanas escasas de vida, había sido prometida en matrimonio a Nerón, el hijo de Agripina -un bebé desagradable y enfermo, siempre llorando, siempre gritando, siempre comiendo-, en el que era difícil vislumbrar al hombre en el que algún día se convertiría, imposible saber si ese hombre sería capaz algún día de hacer feliz a mi hija. Y no les importaba. ¿Acaso mi sacrificio no bastaba? Había sido vendida como una vulgar esclava para garantizar la paz entre dos primos convertidos en hermanos y rivales de la noche a la mañana, y a pesar de ello ahora traficaban con mi pequeña con idéntico fin, de igual forma. ¿Qué sentido había tenido entonces mi sufrimiento? Al menos yo era capaz de engendrar cuando fui adjudicada, pero ella... ¡Tu nieta aún mamaba del pecho cuando fue subastada! No lo comprendo, ninguno parecíais capaz de entenderlo. Todos me decíais que debía sentirme feliz y honrada, pero en realidad estaba desesperada. A sabiendas de que eso pondría en peligro a la falsa Livila y dañaría su hombría, irrumpí en las habitaciones de Druso, le grité y le crucé la cara. No tuve tiempo de cubrirme antes de que él me golpeara, y aún así, con la mejilla hinchada, tirada como vil despojo en el suelo, todavía gritaba. Tenía que defender al fruto de mis entrañas. Mi marido me miraba como si hubiera enloquecido, atónito y enfurecido. Me preguntó que significaba aquello, por qué no podía ser como Agripina; ella estaba encantada. ¡Claro que lo estaba! ¡Maldita fulana! Su cruel ambición al fin había emergido. Era consciente como yo de que si, a la muerte de Augusto, Póstumo no se coronaba y era Tiberio quién ganaba, su marido, mi hermano, estaba en clara desventaja para sucederle; mi tío había adoptado a Germánico por imposición de su abuelo, pero a pesar de ser su sobrino y ahora su hijo adoptivo no dejaba de ser un extraño; Druso era el hijo verdadero y por extensión, mi Julia su única nieta. Con aquella boda, mi cuñada ya estaba asentando las bases de la candidatura de Nerón al Imperio. Intenté hacérselo ver, pero no quiso escucharme. El destino de aquel descendiente suyo de sexo equivocado no le importaba. Livia podría decir cuanto quisiera: ¡No la amaba! ¡A su propia hija!. Mi pequeña no era más que un pieza política para mover en el tablero, el medio para entroncar con la casa de Germánico y participar del amor que prodigaba el pueblo. Druso también se estaba preparando para postular por el Imperio. Mientras, me levantó del suelo y me arrancó con violencia del beso. Con voz fría y cortante me ordenó que estuviera feliz con aquella boda, pues ya no teníamos que  preocuparnos por el futuro de aquella mocosa; mis esfuerzos, decía, debían concentrarse en proporcionarle un heredero. Aquella noche, apestando a sexo, sucia de besos impuestos, me incliné con la cara hinchada sobre la cuna de mi hija y ella enredó sus dedos en mis dedos. Por ella habían cobrado sentido mis sufrimientos, por ella casi podía encararlos con una cierta alegría. Le dije que no debía preocuparse. Le prometí que siempre la protegería. Aún teníamos doce años, tiempo suficiente para destruir a Nerón y Agripina.

*Fotografía 1: "Elizabeth, esposa del artista, con su hija Mary Edith", de James Sant
*Fotografía 2 y 3: "Maternidad" y "Paternidad" de Dorian Florez
*Fotografía 4: "Un paraíso terrenal", de Lawrence Alma-Tadema




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