Llegado el término de mi vida, el que tú has decretado para mí, puedo al menos afirmar que me enorgullezco de muchas cosas, más de las que, en función de mi fracaso y vuestros criterios, debería, y de todas ellas, el saberme más sabia que el resto de vosotras es la única que ha merecido la pena. No hablo de la sabiduría que se transmite de una a otra generación, de madre a hija, al oído desde la boca, ni la que puede extraerse de libros de poesía, gramática o historia, si no de la que obtiene de la experiencia, que no hace falta tan solo conocerla sino también vivirla para comprenderla. Gracias a ella he sabido que es posible amar sin desear, desear sin amar, odiar y al mismo tiempo anhelar y jamás amar ni desear ni odiar ni anhelar pero si ansiar pasar el resto de tu vida junto a determinadas personas. Todo ello me lo enseñaron sin quererlo Póstumo y también Sejano...Madre, me resistí todo cuanto pude. Mi cuerpo me gritaba que cediera al deseo, mi lengua traicionaba mis pensamientos, pero la semilla de moral que plantaste en mi conciencia me retenía siempre a tiempo aunque no quisiera, y no lo comprendo: ¿Quién era Druso para mí? Mi marido, dirás, el padre de mi hija, con el que me unía un vínculo sagrado, pero también, no lo olvidemos, el mayor de los extraños. Mi cama vacía me recriminaba en el silencio de mis noches solitarias con mil y un enloquecidos pensamientos, las palabras encendidas de Póstumo en sus cien cartas derruían a su paso todo impedimento apenas débilmente edificado. Deseaba con todas mis fuerzas un furtivo encuentro. No lo amaba, es cierto. No por el momento. Ansiaba tan solo sentirme viva de nuevo. Huir de aquella existencia monótona y yerma que me habíais impuesto y gritar a los cuatro vientos, en cada rincón de Roma, que yo era aún capaz de seguir sintiendo, de volver a hacerlo, sentir mi corazón latir enfervorecido en mi pecho. Quería con intensidad ciega que fuera auténtico. Cedí, lo admito, y lo que para ti será peor tras mi delito: no me he arrepentido. No era por la tormentosa ambición que me corroía por dentro, porque Póstumo fuera el principal heredero del Imperio, sino por su forma de mirarme, de adorarme en silencio durante largo tiempo, de tratarme, de hablarme, de quererme incondicionalmente a pesar de mis burlas y desprecios, de comprenderme y de escucharme. Me hacía sentir especial, irrepetible, única, en la inmensidad de Roma y su basto reino.
Planeamos nuestro primer encuentro largo tiempo, pues para mí era difícil escapar del control y vigilancia de Augusto, Druso, Tiberio y Livia. No nos quedó más remedio que cometer sacrilegio contra el matrimonio y la propia maternidad en las mimas Nonas Caprotinas, celebradas para proteger durante la lactancia a las recién paridas sustituyéndolas por mujeres de mejor valía, disfrazando a las esclavas con las ropas de sus amas. Fue así como, a la de más confianza, la dejé a cargo de mi hija y abandoné de noche mis estancias. Decenas de veces me detuve y di la vuelta, no por fidelidad a Druso o lealtad a mi familia y a mi casa, si no por haber abandonado a mi pequeña con una extraña. Más continué adelante, jurándome a mi misma que sería la primera y vez última que hiciera aquello, al mismo tiempo deseando y temiendo que fuera cierto. Póstumo me esperaba desde las primeras luces del alba, ansioso, visiblemente nervioso. Pudimos habernos reunido en la villa de la Farnesina, a salvo de miradas indiscretas, más no quise ensuciar el recuerdo de Cayo entregándome a su hermano en el mismo lugar en que nos amábamos ni él quiso su recuerdo acechando en mi conciencia. Alquilamos para nosotros uno de los cuartuchos de las arcadas del Circo Máximo, indigno de nosotros, vástagos de los Julios y Claudios, pero al mismo tiempo necesario, hogar primigenio, nuestro primer reino... Escucha atenta lo que sucedió luego, así arrastre, madre, nuestro buen nombre por el sucio fango: apenas una sonrisa tímida cuando crucé la puerta bastó para que poco a poco me desprendiera de mis telas y quedé veloz subyugada por aquella mirada abierta que idolatraba sin palabras mi desnuda belleza, tan distinta a los ojos de Druso que me observaban con una lujuria terrorífica y casi violenta. Sus manos no buscaban obtener placeres propios o extraños, sino recorrerme, conocerme, memorizarme, ¡tan diferentes eran a las de Druso y Cayo! Mi primer marido buscaba enseñarme, el segundo satisfacerse, Postumo amarme, amarme en todos los sentidos que esa palabra entraña, dejar en mi piel no un rastro de deseo satisfecho o anhelo apenas cubierto, si no de cariño auténtico. Mientras me acariciaba, mientras me besaba, mientras me poseía, oleadas de placer y felicidad sacudían mi cabeza con fuerza y todo alrededor se derretía, y cuando hubimos terminado, cuando con un grito hubimos llegado a lo mas alto del cielo que dedos mortales tocan, no se marchó como Druso ni se durmió como Cayo, sino que permaneció a mi lado, abrazándome con fuerza, dejándome sentir el ritmo de su corazón volviendo a una acogedora calma... Madre, cuando Druso ejercía sobre mi sus derechos de marido me arrastraba de vuelta hacia mi lecho sucia, culpable, humillada, rota, en cambio con Póstumo no podía ser mas dichosa; dime entonces, ¿qué había de malo en mi adulterio?
* Fotografías: "No al hogar" y "Descansando al mediodía", de Lawrence Alma-Tadema
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