Temí, como sin duda temen todas aquellas que comercian con su honra, su felicidad y su fama, que ya satisfecho su deseo tras haber obtenido mi cuerpo olvidara pronto las ardientes promesas que precedieron a este hecho y se diera en cambio prisa en narrar a quién le quisiera escuchar los mil detalles de tan fantástica hazaña. Pero no estaba en lo cierto. Póstumo era un hombre digno de mí en la misma medida en que yo era una mujer indigna de él, y apenas regresada a casa, aún vestida de esclava y con las entrañas consumidas en llamas, una carta suya me esperaba, dónde Catulo juraba: "Acmé, querida, si no te quiero locamente y no estoy dispuesto a quererte en adelante toda mi vida, cuánto es capaz de querer el amante más apasionado, que solo en Libia o en la India calurosa me encuentre con un león de ojos garzos"...Sí, madre, no lo lamento, no nos detuvimos tras el primer encuentro, pues habíamos vencido toda conciencia, todo remordimiento, al acceder a ello y porque cuánto más enredábamos nuestros cuerpos más deseábamos seguir haciéndolo: la pasión que nos atormentaba no disminuía consumada la conquista y con la victoria disfrutada, si no que a cada momento aumentaba sin que existiera un remedio. Ni siquiera el secreto, la necesidad de amarnos siempre escondiéndonos, de estar constantemente fingiendo, de no poder contar a nadie lo que habíamos hecho como si nos avergonzáramos de ello, pudo apagar aquel fuego, si no que lo inflamó aún más hasta casi enloquecernos. Conocíamos los peligros, sabíamos del castigo, pero aquello más que disuadirnos era para nosotros un poderoso incentivo. ¡Oh, madre, ¿qué me estaba sucediendo?! De cuántos hombres he conocido, de cuántos admití en mi lecho, jamás pensé sentir por Póstumo algo tan intenso, y sin embargo, ¡cuántas veces no recibí de él besos furtivos cuando nos cruzábamos por los pasillos del Palatino, cuántas no fingió estar enferme para estar conmigo o cuántas no aparenté yo una indisposición para poder huir rauda a su habitación, cuántas no escaló los muros de mi casa con la luna en la media noche o nos escapamos al lúgubre, sucio y maloliente cuartucho del Circo Máximo! ¡Hasta la casa del buen Germánico nos sirvió para aplacar nuestro deseo cuando acudíamos a visitar a Agripina en sus sucesivos embarazos! Más aunque por su propia fuerza aquella pasión parecía condenada a lo efímero, ambos deseábamos que aquello fuera algo eterno.
Pronto hablamos de casamiento, incluso de hijos, y puesto que jamás se me permitiría el divorcio con Augusto en el trono, menos aún si le sucedía Tiberio, raudas nuestras palabras se concentraron en lograr para Póstumo el Imperio. Para obtenerlo, habríamos de poner fin a la candidatura de mi tío al poder supremo, suprimir la primacía de Livia, y, aunque preferíamos no mencionarlo por el momento, ver muerto a su abuelo. Era consciente de que su ascenso perjudicaría a mi dinastía y en mi fuero interno no cesaba de preguntarme si no me estaría utilizando para acabar con mi hermano, mi primo y mi tío, todos ellos como él candidatos a una sucesión que se antojaba no demasiado lejos -en realidad creo que, de una u otra manera, he sido siempre utilizada por quienes me han poseído, aunque a las puertas de la muerte me duela admitirlo-, sin embargo, lo olvidaba estúpidamente pronto cuando de nuevo caía en sus brazos. Sabiendo ambos que para conseguir posiciones frente al resto habría de destacar en la milicia, ocupar cargos, forjar alianzas y ganar el cariño y admiración del populacho, le apremié a entrenarse con Germánico, a interesarse por los asuntos de Estado y, poniendo mi ambición por encima de mis sentimientos, a buscar también un buen matrimonio que sellara un pacto con alguna poderosa familia que le respaldara con dinero, clientes y partidarios en sus pretensiones al Imperio, al tiempo que una esposa y un heredero daban al pueblo una imagen muy distinta, más querida, que la que sus enemigos para él habían creado. Accedió a todo menos a lo último, a pesar de que no podía prolongar su soltería mucho más tiempo: había alcanzado ya la edad en que los hombres han tomado esposa y de continuo Augusto le apremiaba para que escogiera entre mis primas Domicia. Le dije que no me importaba, que sabía que era a mí a quién amaba, que aquel camino, aunque doliera, era el único que nos permitiría algún día estar juntos. Póstumo se siguió negando, afirmó, como era su costumbre, por boca de Propercio: "Antes soportaría que esta cabeza fuera separada de mi cuello que pudiera perder mi pasión con el trato frecuente con una esposa, o que yo, casado con otra, pasara delante de tus umbrales cerrados, mirándolos traicionados con ojos húmedos" Aquel día, madre, comencé a amarlo, pero también, por su insensatez, por su locura, por la pasión que todo lo ciega, comencé irremediablemente a perderlo.
* Fotografía 1: "El Beso" De August Rodin
* Fotografía 2: Detalle de "Cupido y Pysche" de Antonio Cánova
Como siempre, magnífico...
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