Ordené a mis esclavas y sirvientas, con profunda y oculta tristeza, deshacerse de las hermosas rosas que, como una corona de intenciones apenas ocultas, Sejano había dispuesto para mí con cuidado y con ternura por todo mi cuarto, con el fin de que sus delicados pétalos acusadores, rosáceos, no señalaran a quienes los vieran un delito aún no cometido. En cambio, permaneció en el aire denso, en la cama, en las almohadas, en las sábanas, inextinguible... su aroma, mezclado con el hierro, el sudor, el limón, la menta y el cuero, un sutil perfume que había aprendido a reconocer como el del prefecto cuando imperceptible lo hallaba suspendido, cristalino, en corredores, patios, estancias y pasillos, como una promesa de secretos y sensaciones nuevas, un leve rastro de su presencia que intentaba mortificarme en su ausencia. Mi pecho desterró la razón sin que yo se lo permitiera y enloquecido ascendía, descendía, ascendía y descendía, buscando embriagarse de él. Mi mente se encendía a un mismo tiempo, rememorando el susurro de su cálido aliento contra mi cuello; una confidencia súbita murmurada cerca de mi oreja hasta describir mil besos contra el lóbulo sin llegar a darlos siquiera aunque mi arrebatado corazón acelerado con mil tambores se lo pidiera; esa pupila que expiaba mis idas y venidas en el silencio y parecía entrar dentro de mí y apoderarse de cada sentimiento y pensamiento, aunque pretendiera con todas mis fuerzas escondérselos; o esa sensual boca, de labios húmedos y carnosos, que se contraía cuando solamente él entendía lo que yo había tramado, conseguido o hecho. Imperceptibles, mis manos entonces me desvistieron, me tendieron, buscaron ansiosas los recovecos de placer ocultos en mi cuerpo, y con el rostro contra la almohada, poseída con violencia por su débil aroma, ahogué mis suspiros, mis gemidos y mis lágrimas, sin llegar a saber si aquellos dedos eran míos, de Cayo, Póstumo o el prefecto... Madre, ¡madre!, ese hombre...ese hombre, madre, ejercía sobre tu hija un poder desconocido, una inmensa fascinación nunca antes entrevista, y aunque trataba de resistirme, de poner trabas, de plantear defensa, de levantar empalizadas, cavar fosos y trincheras, aunque lo intenté todo, ¡todo!... ¡ah!...quizás era débil, quizás él era demasiado fuerte... Durante un tiempo me negué a reconocerlo, creí que alcanzaría la victoria sobre mi misma y sobre mi cuerpo como antes había vencido a cualquier enemigo que me propusiera, y comencé a entregarme en exceso a muchas noches como aquella, intentando calmar mi corazón, mi soledad, mis muchas ausencias, y disminuir la terrible urgencia de verlas satisfechas. Sin duda fui una estúpida, pues debí saber que ni en mi cuarto estaba sola, ni existía refugio para mí sobre la tierra, ni habría de recibir ayuda, ni tendría consuelo, y así fue como mis deseos incumplidos, mis anhelos insatisfechos, mis añoranzas, mis sueños, que resuelta apartaba de día, asaltaron en la oscuridad de improviso mi campamento.
Me desperté sobresaltada en medio de la noche cerrada con el débil crujido de la enredadera espesa que hasta mi ventana, sinuosa, laberíntica, trepaba; con el chasquido de la madera de aquel vetusto árbol que a mi cama desde hacia años se asomaba intentando rozar mis torturadas sábanas y arañar mis piernas, y me enfrenté, desprevenida y sin defensa, a aquella luna llena de sangre inmensa, que, ávida y resulta, parecía querer devorar el perfil desdibujado de una Roma cansada y añeja que en otros, mejores, días, ante mis pies, sumisa y dispuesta, se postrara resuelta con los primeros sonidos de un alba cargado de esperanzas, de sueños y de promesas; esa luna, luna plena, luna eterna, me observaba con sonrisa torva y ceño fruncido tras el ramaje comprimido, me juzgaba con severidad y me condenada con crueldad, y a mi lecho, como castigo, arrojaba con desprecio presagios de amor y de muerte, ensoñaciones vagas de tiempos pasados y presentes, que introdujeron temores y locuras en mi mente impidiéndome distinguir la realidad de la memoria y el sueño, la mentira de la esperanza, la culpa o el sueño. Espantada, sentí flaquear mis piernas, y no hallé en torno a mi nada que me sostuviera, nada que no fuera recuerdo o quimera; ni siquiera sabía a quién debía esperar al final de la escalera, y mis dedos temblorosos, dubitativos, ya se habrían, esperando rozar carne o sombra. Un último chasquido, un resoplido, una maldición, un gemido, un suspiro, una mano de delgados dedos encallecidos, piel amarilla y seca replegada sobre consumido, frágil hueso, palpitante de hinchadas venas donde corrían a partes iguales sangre, orgullo y sentimiento, y, al final, esa mirada clara, que yo tan bien recordaba, esa pupila una vez traviesa y ahora enloquecida, por la misma Némesis poseída, de la que una vez, sin prever ni importarme lo que mis acciones poco después desencadenarían, rendida y arrebatada yo sin preverlo ni desearlo completamente me enamorara. ¿Quién era? Un cadáver, un espectro... quizás tan solo mi conciencia. Le observé incorporarse envuelto en viejos harapos, sucios pies descalzos trazados de rasguños y arañazos, con la boca abierta en un prolongado grito nunca pronunciado, con los ojos dilatados y las mejillas pálidas, surcadas de frías lágrimas de incredulidad, de alivio y de rabia formando en mi regazo una laguna en la que se reflejaba la luna. Él también me observaba, con cautela, con la mano decidida en el alfeizar, preparado para desaparecer de nuevo por mi ventana si de cualquier forma delataba su presencia; pero, paralizada, mis labios únicamente se abrían y cerraban, incapaces de todo sonido, como si el aire les faltara, decididos aunque parecieran dubitativos a no traicionarlo de nuevo, oscilando entre los ruegos, las promesas, las excusas, las disculpas, las explicaciones, la confesión y el arrepentimiento, hasta que, con dolor reconociendo que toda palabra sería yerma y baldía, que nada de cuanto pudiera decir serviría para ganarme un perdón que sabía bien no merecía o para justificar una acción que ninguna defensa poseía, mi boca se entregó resignada al silencio y Póstumo, reconociendo casi de inmediato mi sumisión y mi derrota, se arrojó furioso contra mi cuello. Hundió en mi piel sus dedos, clavó sus uñas, buscando romperme cada hueso, robarme el aliento, y para su sorpresa no opuse resistencia, consciente de ser merecedora de la pena, queriendo poner fin al prolongado tormento de la culpa y la conciencia. En aquella cama que contempló cien apasionados encuentros nuestros, no grité, no forcejeé, no me debatí, no luché, no pronuncié súplicas y no derramé lágrimas, ni el terror se reflejó en mi mirada, que le devoraba. Mis manos, que sin duda debieron golpear, arañar, batallar, se mostraron en cambio imprudentemente felices por el reencuentro, extasiadas por que no estuviera, como tantas veces me dijeron, muerto, y mis dedos, maravillados y fascinados por tenerle a mi lado de nuevo, dibujaron aún escépticos las venas, heridas, músculos y venas de sus brazos, buscando rememorar pasados momentos, comprobar hasta que punto eran vívidos mis recuerdos. Rodeé yo también su lacerado cuello, si bien con gesto amoroso y tierno, y mis ojos secos se perdieron en su contraída mirada, siguieron conmovidos el trazado torturado de sus lágrimas. Negué con la cabeza, rogándole que por mí no las derramara, que se apresurara, y él como respuesta se inclinó sobre mi boca, y mientras apretaba el yugo, me regaló un prolongado beso, bebiendo mi último aliento. No tardó mucho en llegar la sombra y después ya no sentí nada.
Nunca sabré si tuvo clemencia o me dio por muerta. Tan solo dejó la amoratada huella de sus dedos en mi nuca y en mi cuello, mi culpa, mi tristeza y su nueva ausencia. Así pues, Augusto, en sus últimos momentos había hecho por su nieto lo que yo nunca capaz le creyera; incapaz de alcanzar por los cauces legales lo que senadores y caballeros, deleitándose en su sufrimiento, se negaban a entregarle, él, que durante décadas había sustentado su poder monárquica en la apariencia de la restauración de la República y sus tradiciones arcaicas, fingiendo acatar las decisiones del Senado sin nunca mostrar que guiaba su voluntad con una suave, imperceptible mano, había destruido toda la obra de su vida para dar un paso más en la consolidación de su poder real, e imponiendo su voluntad a la fuerza, obviando a patricios y a asambleas, había ignorado por completo el decreto de destierro que pesaba sobre su nieto y desobedeciendo al Senado y al Pueblo, había ordenado sacar de la isla de su tormento a su nieto, a quién además había nombrado heredero a pesar de no gozar de sacerdocios, cargos y méritos que le hicieran creer al resto que Póstumo merecía el reino. ¡Dioses, ahora entendía! Aquella mirada insistente a la puerta en su lecho de muerte, a la espera, su lucha por ganar otro momento, su rendición cuando apareció Tiberio... Era a Póstumo a quién esperaba en Nola... ¡Divina Venus! De ahí el terror de mi tío, la tensión en el rostro del prefecto... No era Clemente, el impostor de un muerto, quién se paseaba por calles y tabernas levantando a la muchedumbre contra su César, si no que era el único heredero, el último Julio, el nieto de Augusto... ¿Qué debía hacer yo ahora? ¿Delatar a Póstumo de nuevo? ¿Denunciar ante Tiberio la sorprendente facilidad con la que mi antiguo cuñado y amante entraba y salía de nuestras altas mansiones del Palatino? ¡No podía!.. y debía... sí, ¡sí!, debía: Póstumo Agripa nunca me perdonaría, y Druso era ahora mi última esperanza de alcanzar el Imperio... Y, sin embargo, me vi a mi misma escondiendo bajo maquillaje las heridas de mi cuello, colocándome con cuidado los pliegues de mi manto y de mi túnica para no dejar nada al descubierto, y entregándome al fingimiento, pues no podía cargar con el peso de su ejecución cuando ya cargaba con el peso de su destierro... Debía haber comprendido que nadie ni nada escapa ante los ojos sabios de Sejano y mientras me entregaba a una tediosa labor de costura, cosa que solamente hacía cuando me esforzaba por ocultar algo y ofrecer una imagen respetable -sin duda él, como muchas cosas antes de aquello, era el único que lo había comprendido-, sujetó en el aire mi mano, mientras indignado dirigía una mirada a mi cuello. De nuevo solo Sejano se había dado cuenta de mi secreto... Sobresaltada y avergonzada miré en torno a mí, y observé atónita como los soldados pretorianos que me protegían y me custodiaban se retiraban discretamente sin que ni siquiera mediara una orden: ¿hasta ese punto llegaba la autoridad de Sejano sobre sus soldados, y la lealtad y fidelidad de los pretorianos por su prefecto? ¿Hasta ese extremo aquellos hombres estaban tan bien sometidos a sus órdenes y deseos que sin necesidad de pronunciarlos sabían que debían verlos cumplidos y se apresuraban sin orden alguna a hacerlo? ¿Qué posibilidad de defensa teníamos ante la Guardia después de aquello? Intenté zafarme, pero él me retenía con cierta violencia. Le recordé, escandalizada y altiva, quién yo era, y añadí amenazas en las que mencionaba a Druso, Germánico y el César, pero Sejano, sin dejarse impresionar, me preguntó si aquellas marcas me las había hecho mi marido. Mis pupilas se dilataron y mi mentón tembló, pero no dije nada al respecto. ¿Qué podía hacer? ¿Acusar a Druso cuando por una vez era inocente de ello? ¿Abrir así aún más el abismo entre esos dos hombres que aún no entendían cuanto ambos mutuamente se necesitaban, cosa que además yo precisaba para alcanzar mis objetivos? ¿O confesar que Póstumo Agripa había estado en mi cuarto? Eso daría lugar a aún más preguntas y mis delitos quedarían al descubierto con la misma o peor gravedad que si ayer mismo los hubiera cometido. Guardé pues un férreo silencio y Sejano aceptó aquello como un asentimiento. Me recordó de nuevo, con un fervor con el que nunca le oí referirse al César, que había servido en Oriente a mi primer marido, Cayo, y que para él siempre sería su viuda antes que la esposa de Druso Claudio y que, por solo por ello, siempre me protegería a mi y a mi hija. Intenté ignorar los sentimientos que su declaración despertó en mi pecho y preguntarme cuanto de verdad había en todo aquello, si solo me estaba diciendo lo que quería oír y en realidad no le importaba en nada mi sufrimiento; sin duda, se había dado cuenta del desprecio que Druso despertaba en mi mente y en mi cuarto, de la devoción profunda que sentía por mi pequeña Julia, de mi soledad, mis tristezas, anhelos y sueños, quizás incluso me hubiera visto hacia ya más de una década destrozada tras el cuerpo de mi primer marido, y solo estuviera usando esa información en su provecho.
*Fotografías: "Reflejo", "Endymion" y "Una costura a tiempo", de John William Godward
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