La
dote poseía un valor bastante escaso en los inicios del período
republicano, “en los que la posesión bienes mobiliarios no se
tenía por habitual, o en los que el matrimonio consistiría en solo
un lote de tierras a menudo no enajenables, conforme a la tradición
patriarcal”1
La dote no suponía, por lo tanto, en tales momentos, un incremento
de la riqueza para cualquier marido, resultando más bien una simple
compensación por la llegada de una mujer joven a la familia. Esta
mínima dote no podía ser gastada, si no que debía de invertirse,
por lo general, de forma completa en la compra de tierras, quedando
destinados sus réditos únicamente al mantenimiento de la casa. Se
comprende así que al menos en los primeros siglos de la República
la cuestión de la dote debió haber sido sin duda un aspecto
bastante secundario cuando un padre se hallaba ante la necesidad de
escoger una nuera. Un ejemplo de ello es Emilio Paulo, futuro vencedor del rey Perseo en la III Guerra
Macedónica, quién no dudó en dar en matrimonio a su hija Emilia Prima a
Q. Aelio Tubero, un joven miembro de la gens Aelia,
considerada como una de las más ilustres y prestigiosas de Roma,
pero que, a principios del siglo II a.C., no poseía más que una
pequeña finca rural en la que convivían dieciséis personas. Tras
vencer en Macedonia, Emilio Paulo regalaría a su yerno unas cinco
libras de plata extraídas del botín, suma que parecería ridícula
tan solo unas décadas más tarde2.
Una generación más tarde, otro yerno de Emilio Paulo, Publio
Cornelio Escipión Africano3,
quién se encontraba en Hispania luchando contra los cartagineses,
escribió al Senado de Roma para pedir que se le relevara del mando a
fin de regresar a la ciudad y reunir la dote necesaria para una de
sus hijas, que se encontraba ya en la edad de casarse; el Senado, que
juzgó que en tales momentos no podía ser reemplazado, y de acuerdo
con la madre de la joven y un consejo de los más allegados, fijó la
cifra de la dote que sería descontada del tesoro público. La suma
era más de 40.000 libras de bronce, lo que demuestra a Valerio
Máximo4 la
mediocridad de las fortunas de ese tiempo. Sin embargo, la cifra se
encuentra muy alejada de las cinco libras de plata que solo unos años
antes recibiera Q.Aelio Tubero de manos de su suegro, lo que nos
indica que las cosas estaban cambiando muy rápidamente.
La
razón de ello podemos encontrarla en la II Guerra Púnica. En las
batallas de Trasimeno y Cannas, el ejército romano había sufrido
las derrotas más dolorosas de su Historia. Solo en Cannas, Aníbal
aniquiló a tantos hombres que, como dice Tito Livio, “no existía
ninguna madre que no fuera alcanzada por la aflicción”: la cifra
de bajas, en concreto, oscila entre los 50.000 y 70.000 romanos, con
otros 3.000 o 4.500 hechos prisioneros5;
entre todos los fallecidos se encontraba Emilio Paulo, los dos
cónsules, dos cuestores, veintinueve de los cuarenta ocho tribunos
militares, y unos ochenta senadores6.
Tan abultada lista de pérdidas humanas obligó en el año 216 a.C.
a suspender el ritual anual de Ceres que solo podía ser celebrado
por mujeres, ya que las que llevaban luto eran mayoría y no podían
participar. Debido a esta escasez de hombres, Roma se vio obligada a
hacer una leva de emergencia de adolescentes y 8.000 esclavos7 . Aníbal, más tarde, ofrecería a Roma el rescate de unos 8.000 prisioneros. Las
mujeres imploraron al Senado el rescate de sus hijos, hermanos y
esposos, pero sus miembros se negaron al pago, a pesar de que muchos de estos prisioneros pertenecían a la clase alta y la gran parte estaban además emparentados con senadores. Las consecuencias de su decisión y la derrota previa no tardarían en hacerse sentir: al año
siguiente, el número de ciudadanos que habría de ser elegido para
que pagaran los impuestos sobre la propiedad era tan ínfimo por las
bajas en las batallas de Trasimeno y Cannas que el tributo fue
insuficiente para cubrir las necesidades del Estado8.
Como
los hombres habían muerto, sus propiedades debieron de repartirse
entre los miembros supervivientes de las familias. Hubo muchísimas
mujeres y niños entre los beneficiados, puesto que muchos romanos
habían muerto sin testar, y “de acuerdo con las leyes
sobre la sucesión sin testar, los hijos y las hijas se distribuyeron
las herencias a partes iguales. Por decirlo crudamente, en el momento
en que sus padres y hermanos fueron aniquilados por Aníbal Barca, la
parte de riqueza en poder de las mujeres aumentó”9. Sin
duda fue el intento de restringir el tamaño y cantidad de las
súbitas fortunas femeninas lo que condujo en 215 a.C., solo un año
después de la batalla de Cannas, a la aprobación de la Lex
Oppia, que no solo limitaba a las mujeres la suma de oro
disponible, si no también les prohibía llevar vestidos teñidos de
púrpura o el pasear en carruajes hasta una milla de la ciudad de
Roma o en los pueblos de campo romanos, excepto en caso de ceremonias
religiosas10.
La
medida no tardaría en verse respaldada por la Lex Voconia de
169 a.C., lo que podría sin duda indicar la relativa ineficacia de
la Lex Oppia para limitar la riqueza femenina y su exhibición.
Esta nueva ley atacaba directamente la raíz del problema, reduciendo
considerablemente la cantidad de riqueza que podía ser heredada por
las mujeres de clase alta. En caso de no haber testamento, las únicas
mujeres que podían heredar eran las hermanas del difunto. En
cualquier caso, las mujeres no podían ser designadas herederas de un
gran patrimonio: podían recibir bienes únicamente en calidad de
legado, pero nunca en una cantidad que excediera a lo recibido por el
heredero, o por el conjunto de los mismos.
Ahora
bien, no solo las guerras contra Cartago habría causado que se
llegara a una situación económica tan favorable para la mujer. “Las
disposiciones previas que existían en la Ley de las XII Tablas sobre
la igualdad hereditaria entre las hijas y la libertad para consignar
cláusulas favorables a las mujeres, unidos a una creciente tendencia
a las familias pequeñas, habría permitido que una gran cantidad de
riqueza cayera en manos de las mujeres”11.
Cierto que las restricciones y prohibiciones impuestas tanto por la
Lex Oppia como por la Lex Voconia trataron de impedir
que cualquier mujer de la élite manejara y dispusiera con libertad
de los bienes heredados de una y otra manera, incluso pretendieron
limitar el tamaño de los mismos a la mínima expresión, pero ambas
se encontraron con la misma barrera insalvable que impedía su
completo cumplimiento o, al menos, una aplicación más o menos
satisfactoria.
Se
trata, en concreto, del debilitamiento de la tutela y autoridad del
varón sobre la mujer. El
creciente imperialismo romano y una constante multiplicación de los
conflictos armados provocó la continuada ausencia de los hombres de
la ciudad, enfrascados en los asuntos bélicos o de gobierno en
provincias cada vez más lejanas, una situación que les impedía
ejercer de forma prolongada su control y autoridad sobre las mujeres
de su entorno. Esto permitiría que se asentase e incrementase la
independencia económica de la mujer, acompañado del aumento de su
autonomía familiar y social: la romana adquiría así por separado,
por si misma, una entidad y una personalidad propias, cada vez menos
vinculadas al varón.
El
matrimonio, además, cobra una importancia económica que, como ya
viéramos, no poseía en los primeros años de la República: la
fortuna de la mujer se convierte en un medio de repentino y rápido
enriquecimiento para su futuro marido o la familia de éste, una
forma de resarcirse de alguna mala inversión o un negocio pésimo, o
de impulsar un cursus honorum mediante los gastos públicos
que generen votantes, aliados o clientes. Esta nueva realidad
contribuirá a continuar minando poco a poco los cimientos de la
tutela y el control masculinos, no solo dañados por prolongadas
ausencias, si no también porque, el hecho de poseer la esposa una
capacidad monetaria igual o superior a la de su marido contribuye a
que el desequilibrio de la balanza de poder entre hombre y mujer se
reduzca, aunque únicamente en el interior del matrimonio. Asistimos pues a la ruptura del ideal de esposa romana (ver artículo: El arquetipo de esposa romana según la literatura latina)
La
nueva situación queda perfectamente ilustrada por boca de Megadoro,
el viejo avaro de una de las obras de Plauto12, quién recogió el descontento de varios maridos romanos cuando
afirma que prefiere a mujeres sin dote ya que son más sumisas y en
caso de divorcio hay que devolverla:
“MEGADORO:
(...) Que se casen con quien quieran, con tal de que no aporten dote.
Si esto fuera así procurarían adquirir mejores costumbres para
llevar al matrimonio, en vez de la dote que llevan ahora (…) Así
ninguna podría decir: “Yo te he traído una dote mucho mayor que
tu fortuna, Así pues, es justo que me proporciones púrpura, oro,
criadas, mulas, muleros, lacayos, recaderos y carruajes para pasear”
(…) Hoy en día, adondequiera que vaya puedo ver más carros en una
casa de ciudad que en el campo, cuando vas a una finca. Y eso aún no
es nada comparado con esas facturas que te pasan de sus gastos. Ahí
está el batanero, el bordador, el joyero, el tejedor de lino, los
vendedores de bandas, los camiseros, los tintoreros de color fuego,
los de color violeta, los de color nogal, los fabricantes de túnicas
o de perfumes (...) Y cuanto ya creías haberlos por fin despachado,
vienen a pasar su factura otros trescientos; ahí están en tu atrio
los fabricantes de los bolsos, los tejedores de bandas y los
fabricantes de cofres. Se les hace pasar y se les paga Y cuando
creías haberlos despachado otra vez, entonces llegarán los
tintoreros del color azafrán (…) En fin, siempre hay algún
maldito que te viene a pasar factura”
Megadoro
no hace nada más que reflejar en sus quejas ese marco histórico que
contempló y favoreció el cambio operado en la situación de la
mujer, ya que en el siglo II a.C. se dio un período de
continuo crecimiento del lujo y de la riqueza de la clase alta. Así
cuando Emilia Tertia, esposa de Escipión Africano, falleció, dejó
tantísima riqueza a su heredero directo, Publio Escipión Emiliano,
que éste fue capaz en un solo día de abonar los 25 talentos de oro
pendientes de pago de la dote de sus dos tías adoptivas, es decir,
un total de 50 talentos de oro13
Serán principalmente los contactos con
Oriente, a partir de las guerras macedónicas, los que hagan
descubrir a los romanos los lujos y los excesos; debido al
considerable aumento de la riqueza en manos femeninas la acusación
de derroche económico y gastos superfluos, como la de Megadoro, se
convertirá pronto en un ataque convencional contra la mujer,
ejemplificada no solo en la compra de productos caros si no también
en el continuo pago a adivinas, hechiceras, o cualquier otro tipo de
superstición inútil:
“PERIPLECTOMENO: Porque sería agradable
casarse con una buena esposa (…) Si en cualquier lugar del mundo
pudiera encontrarse tal mirlo blanco. Pero yo no estoy dispuesto a
casarme con una mujer que jamás me dirá: “Marido mío, cómprame
lana para que yo te haga una capa suave y caliente y unas gruesas
túnicas para que no pases frío en el invierno”. Esas palabras
nunca saldrían de la boca de una esposa, sino que antes de que
cantasen los gallos me despertaría para decirme: “Marido mío,
dame dinero para hacerle un regalo a mi madre en las fiestas de las
calendas, dame dinero para hacer las conservas, dame dinero para
dárselo (…)a la hechicera, a la intérprete de sueños, a la
adivina, a la arúspice. Sería una infamia no enviar nada a la que
lee las cejas. Y no sería de buen corazón dejar sin obsequio a la
que plisa las túnicas” (…). Estos y otros muchos derroches
similares propios de las mujeres son los que me hacen sin duda
desistir de casar con una mujer, que me calentaría la cabeza con
pláticas parecidas”14
Las quejas masculinas recogidas por
Plauto no se deben solo al despilfarro económico o los gastos
absurdos a los que según el estereotipo se entregan las mujeres con
mayores fortunas que sus maridos, sino sobre todo al hecho de que
determinadas esposas-quizás la gran mayoría-no permitían a sus
cónyuges administrar los bienes que ellas aportaban a su matrimonio,
siendo, por el contrario, ellas quienes decidían en qué se gastaban
y en dónde se invertían. Eso nos indica que las mujeres ya eran
plenamente conscientes de su importancia económica y del papel que
la misma juzgaba dentro de su matrimonio, de ahí que la imaginaria
esposa de Megadoro se atreviera a espetarle a su marido: “Yo te he
traído una dote mucho mayor que tu fortuna. Así pues, es justo que
me proporciones oro, púrpura, criadas, mulas, lacayos, recaderos y
carruajes”, en lugar de obedecerle y guardar silencio.
El hombre, endeudado por los ingentes
dispendios que debe realizar para poder optar a cada cargo político
o para llevar a cabo algún negocio, puede convertirse sin desearlo
en dependiente del dinero de su esposa y verse abocado, como
Megadoro, o Periplectomeno, a obedecer las órdenes de una mujer,
presentadas aquí y en otros autores como irracionales, perniciosas y
despóticas. El varón abandonaría de esta forma su carácter
activo, que le es natural y propio, para convertirse en otro ser,
sometido, sumiso, feminizado. Plauto expresa pues el temor de muchos hombres en
su obra con la apariencia de una burla: así pues, al quejarse de los
descabellados gastos y estúpidos pagos que una esposa les obliga a
hacer, con la intención de reírse de ella, en realidad los hombres
se están ridiculizando también a sí mismos.
*********
1GRIMAL,
P.: El amor en la Roma antigua, Madrid,
2012, 96
2VALERIO
MAXIMO, IV, 4, 9
3Casado
con Emilia Tertia, hija de un segundo matrimonio de Emilio Paulo
4VALERIO
MAXIMO, IV, 4, 10
5TITO
LIVIO, Ab Urbe condita,
XXII, 56
6
Dado que el Senado romano de la época estaba compuesto por unos 300
hombres, la cifra supone aproximadamente un 25 o 30 % del total; así
mismo, si tal como hemos dicho, entre 53.000 y 74.500 romanos de una
fuerza original de unos 87.000 hombres fueron muertos o capturados
en la batalla, eso supone la pérdida de casi el 85% del ejército
Cf. COTTRELL, L: Enemy of Rome, Londres,
1965.
7
TITO LIVIO, Ab Urbe condita, XXXIV, 6, 15; PLUTARCO, Fabio
Máximo, XVIII, 1-2; VALERIO MAXIMO, I, 1, 15
8
TITO LIVIO, Ab Urbe condita, XX,
60, 1-3; XXII, 57,
9-12;
9
GRIMAL, P.: El amor en la Roma antigua, Madrid,
2012, 104
10
TITO LIVIO, Ab Urbe condita, XXXIV,
1-8; TACITO, Annales, III,
34; VALERIO MAXIMO, IX, 1, 3
11
POMEROY, S.B: Diosas, rameras, esposas y esclavas. Mujeres en la
antigüedad clásica, Madrid,
1987, 202-203
12
PLAUTO, Aulilaria, 491 y ss.
13
VALERIO MAXIMO, IV, 4, 1
14
PLAUTO, Miles gloriosus, 685
y ss.
Muy interesantes tus artículos.
ResponderEliminarUn cordial saludo.
Gracias!!! Me alegro que te hayan gustado. Un abrazo!!
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