Era un aviso, ahora lo comprendo, de que se avecinaba un gran cambio.
Atravesé las puertas con lágrimas en los ojos; lloraba sin consuelo la pérdida del único ser que había querido desde que los romanos arrasaran mi aldea. Dos bofetadas bastaron para borrarlas de mi cara; la visión de mi pena no volvería a desagradar a mis nuevos amos, pero eso no quiere decir que el llanto se hubiera secado en mi alma. Recordaba a Euno cada día, la forma en que me susurraba entre las sábanas de nuestro maloliente cuartucho que ellos podían esclavizar nuestros cuerpos, disponer de ellos de la forma en que mejor les pareciera, pero que mientras conserváramos intactos nuestros pensamientos y pudiéramos seguir sintiendo, seguiríamos siendo por siempre libres. Estas mismas palabras le transmití a mi amigo Hermeias después de nuestra larga separación; él me recibió con la alegría del rencuentro y la infinita tristeza de las circunstancias Allí, las condiciones de vida a las que nos sometían no eran mejores que las elegidas por Antígenes. Megálide, la esposa, era un ser malvado por naturaleza; mucho podría decir de las torturas y humillaciones que su febril mente inventaba de continuo, pero prefiero arrojarla mejor al pozo del olvido para que su nombre no vuelva a ser pronunciado sobre la tierra y perezca. Damófilo, su marido, a igual que ella, disfrutaba con el sufrimiento. No había día en que no sometiera a alguno de los nuestros a algún castigo por las faltas más nimias; ruin y avaricioso, nos privaba del alimento y del vestido hasta que el hambre y el frío nos enloquecía y nos empujaba a robar en villas vecinas. Él nos incitaba incluso a hacerlo. Pero ¡ahí de nosotros si nos descubrían! Había demasiados mancos en aquella villa, al menos los que sobrevivían, pues el amo no nos procuraba los más mínimos remedios médicos. Yo seguía practicando la filosofía del que fuera mi marido, mi compañero, e intentaba hacer lo que pudiera por ellos; pero era difícil. Fue un invierno duro, de heladas extremas que arruinaron los cultivos, y muchos dormíamos a la intemperie, apretujadas entre las viñas sobre la tierra húmeda, pues en aquella casa no había suficientes refugios. Aprovechando los bajos precios, Damófilo, como muchos, había comprado más esclavos de los que podía o quería mantener. Las muertes se sucedieron y ahorraron a muchos padecer la posterior hambruna.
Pero mientras nuestros cuerpos se helaban, nuestros corazones estaban calientes. Al contrario que en casa de Antígenes, nuestros padecimientos no conducían a los esclavos a la compasión y al miedo, sino que era furia lo que se palpaba a lo largo de las cadenas. Hermeias les había hablado de Euno, de la bondad innata de su corazón, de su sacrificio por el bien de otros, de su don de mago y profeta, de cómo sus palabras le habían conducido, paulatinamente, de la desesperación de la esclavitud a la humanidad de nuevo. También le narró sus padecimientos, en nada diferentes a los suyos, salvo por que nunca lograron domar su espíritu salvo en apariencia. Los esclavos escuchaban aquellas historias con los ojos relucientes y la boca entreabierta de admiración y respeto; comprendí, con sorpresa, que aquel extraño se había convertido para ellos en símbolo y ejemplo. A mí, como a ellos, su recuerdo me insuflaba fuerzas, pero también era un continuo padecimiento al rememorar cuanto había perdido. Un día, sin desearlo, rompí a llorar con estrépito y ellos supieron por vez primera que yo había sido por breve tiempo su compañera; aquel día, sin saberlo, me gané su cariño por ese simple hecho y un nuevo estatus entre ellos. Me trataban con una consideración solo apropiada para una reina. De mis labios escucharon nuevas historias sobre Euno, la narración detallada de sus visiones, la promesa firme de la gran diosa siria de un reino esclavo en aquella isla. Ellos se aferraron a aquella imagen con la desesperación de quién no tiene nada más que sueños locos, y yo, no del todo inconscientemente, encendí la chispa que faltaba para que el volcán que era esa villa también estallara. El resto lo hizo Damófilo. Desconociendo cuando he narrado, pretendió violarme un día. Hacía mucho tiempo que nadie me tocaba de esa forma. Desacostumbrada, yo lloraba, gritaba y rogaba; aún a sabiendas de que aquello no me salvaría, que posiblemente le excitaba, no podía evitarlo. Al oírme, mis compañeros acudieron en mi ayuda, en socorro de la esposa de quién habían aprendido a amar en la distancia. Los vi surgir en la distancia y acercarse con extremado sigilo -los sucios pies descalzos sobre los mosaicos inmaculados para no hacer ruido y las manos ocultas tras la espalda- antes de que el mundo se sumergiera en las confusas tinieblas de la venganza.
No fue hasta que la túnica de Damófilo se tiñó de rojo y su respiración se hizo menos constante que comprendimos lo que había ocurrido. No podíamos retroceder ni lo deseábamos. Buscamos a Megálide para silenciarla pero había huido. Tras la confusión inicial y el temor de unos pocos, nosotros también nos fuimos, no temiendo el castigo, sino saboreando la libertad recuperada en el firme convencimiento de que habíamos iniciado el reino esclavo. Atrás dejamos la villa vuelta en llamas, como si pretendiéramos que el fuego borrara la huella de nuestro pasado y nos purificara, haciéndonos nacer de nuevo como los seres humanos que ansiábamos ser. Las celebraciones se prolongaron hasta la mañana sobre los campos teñidos de escarcha, mientras arrojábamos a aquel fuego las cadenas de nuestra opresión y lanzábamos al aire maldiciones y promesas. Nos reunimos en asamblea como hombres y mujeres libres que éramos y todos pudimos expresar con libertad nuestras ideas. En cuanto al rumbo a seguir, no hubo dudas excesivas. Estaba claro que nuestro siguiente paso sería buscar consejo y un futuro más claro de manos del único capaz de leerlo: Euno. Bastó solo una noche para llegar a la villa de Antígenes. La noticia de nuestra rebelión nos había precedido y él, cobarde, se había marchado. Atrás dejó a sus esclavos, que nos recibieron como héroes, y a mi marido, encadenado a su puerta. Creí que tras dos años de separación y una servidumbre que me había demacrado no me reconocería o me habría olvidado. Pero no fui así: lloró al verme como llora el niño separado de su madre y aún había un hueco cálido para mi entre sus brazos. Oí su corazón desbocado cuando me apoyé en su pecho, y mientras sus lágrimas mojaban mi pelo yo reía feliz como no había hecho desde hacia tiempo. Pero Hermeias, ansioso, no permitió que saboreáramos el reencuentro demasiado tiempo: lo interrumpió preguntando al adivino cual sería el siguiente paso. Euno no vaciló en su respuesta: la diosa Atargatis solo le entregaría el poder en Sicilia cuando la ciudad de Enna hubiera caído. El silencio se apoderó de las gargantas de quienes antes clamaban su nombre o gritaban vítores; el terror heló los corazones que habían vuelto a latir con esperanza. Porque eramos 400 y Enna, en su alta cumbre rodeada de precipicios, era como mínimo inexpugnable.
Fotografía 1: Fresco de la Villa de los Misterios (Pompeya) que muestra a una matrona romana atendida por dos esclavas. La figura que aparece a la derecha es Sileno, un sátiro.
Fotografía 2: Estatua dedicada a Euno en Castello di Lombardía, en la ciudad de Enna.
Fotografía 3: "Cave Canem" de Gêrome. Me gusta el contraste entre esta imagen y la anterior; creo que refleja muy bien la diferencia que suele haber entre la realidad y el mito de un personaje.
Fotografía 4: Panorámica de la actual ciudad de Enna que nos permite hacernos una idea de la difícil tarea a la que se enfrentaban los esclavos.
Que tiempos vertiginosos serian aquellos días romanos, cuantas y que cambiantes sensaciones y sentimientos se experimentarían!. Poder, placer lujuria, servidumbre, tristeza, riqueza, opulencia,rusticidad. Cuanta demanda de los amos a sus esclavos,cuanta obediencia hacia ellos.Un sinfín de contrastes sin duda!.
ResponderEliminarEl relato que haces es muy descriptivo y cautivante y muy bien llevada la historia, las fotografias exelentes y muy bien integradas al relato, esperare a ver como sigue!.
Saludos Laura.