Mediodía. Un frío noviembre se extiende por las calles y las casas. Nubes negras desde el lejano horizonte amenazan con un viento fuerte y una lluvia helada. Sin embargo, la actividad -bulliciosa, imparable, constante- reina por doquier entre las estatuas del Foro y las columnas adornadas con guirnaldas marchitas. El aroma de las salchichas y las verduras de los puestos de comida rápida parece inundarlo todo. Por todos lados pueden verse, contra las vetustas paredes garabateadas de los edificios públicos, vendedores ambulantes exhibiendo sus mercancías en mantas y endebles tenderetes de madera carcomida, gritando con fuerza sus muchas excelencias a la incesante marea de clientes que, con el tiempo, solo crece.
A su izquierda, en cambio, dormita un ferretero. Ya le han robado un martillo y dos tenazas de la mesita provisional que había instalado ante él, y un ladronzuelo de cinco años le hubiera sustraído también una de sus cestas con otra mercancía si él mismo no hubiera llamado a los escasos guardias que deambulan distraídos por las arcadas del Foro; el ferretero apenas ha dado un salto en su banqueta antes de dormirse de nuevo. Ahora, un anciano y un niño, con la cesta de la compra bajo el brazo, se han detenido ante él. Le gritan para que les atienda, pero el vendedor no despierta. El niño, asustado, comprueba tembloroso que sigue con vida; el frío tacto de su pequeña mano en el cuello trae por fin de vuelta al ferretero, quién se aclara la voz y, enfurruñado, les pregunta que desean. A su derecha, un zapatero, cubierto con una vistosa túnica roja, se muestra muchísimo más activo que él, ponderando la excelencia de su mercancía ante un grupo de cuatro mujeres, una de ellas con un niño en su regazo, todas sentadas en los bancos que el vendedor dispone para sus mejores clientes. Esperaba sinceramente que el pobre hombre tuviera suerte: todos saben que sus botas y sandalias son, con diferencia, las peores del mercado.
Otras mujeres regatean un poco más allá una pieza de tela. Un hombre, vestido con toga, escoge con sumo cuidado una cacerola. Un panadero despacha a una pareja tras venderles una cesta completa de panecillos recién hechos. En otro lugar, un verdulero tiene una magnífica colección de higos a la venta, mientras en un puesto de comida han montado un pequeño hornillo y venden de continuo bebidas calientes para la concurrencia. Una señora, elegantemente vestida, acompañada por un esclavo, aprovecha las vueltas para dar limosna a un pobre mendigo harapiento con un perro pulgoso y famélico a su lado. Cerca de ellos, dos niños juegan a perseguirse dando vueltas alrededor de una estatua ecuestre, la misma en cuya pedestal la autoridad colgó ayer un extenso aviso público sobre las multas relativas a quién allí arroja basura. En el otro extremo, los magistrados locales, reunidos en torno a un pequeño brasero de carbón, permanecen sentados con sus elegantes togas de blanco inmaculado y escuchan a una mujer divorciada y a su tutor reclamar la devolución de la dote de quién fuera su marido. El juicio debe interrumpirse cuando unas mulas, tirando de un carro, intenta abrirse paso hasta ese extremo del foro y excretan muy cerca de los magistrados.
El profesor se aclara la garganta, se calienta las manos, se ajusta el manto. Está helado. Sin embargo, insiste: debe intentar hacerse oír entre tanto bullicio y evitar que sus alumnos se distraigan con toda esta actividad. Pero no está teniendo suerte: el recién llegado está más interesado en la fulana que se exhibe tres columnas más allá que en sus explicaciones de ortografía y gramática. Tampoco ha cobrado esa semana de muchos de los padres; en uno de los fustes cercanos ha escrito con carboncillo la lista de deudores y el precio a pagar, con la esperanza de que el escarnio público les impulsara a saldar deudas con su persona. No ha habido manera; aquella tarde se ve recorriendo las calles, de puerta en puerta, reclamando lo suyo como si fuera un mendigo. Enfurecido con el mundo, acaba por descargar su ira.
Una manzana podrida puede echar a perder todo el cesto, se repite para convencerse, mientras levanta de la oreja al alumno indolente. El profesor es contrario a los castigos corporales, cree que nada tiene que ver con su oficio de dar clases, suele evitarlos, pero reconoce que, en ocasiones, el dolor y la humillación que lleva aparejada son un buen correctivo que redirige al alumno al camino correcto. Apoyado en la espalda de otro muchacho, mientras un segundo compañero lo sujeta fuertemente de los pies, soporta los latigazos primero con orgullo, luego acaba suplicando. No se hace rogar demasiado. El alumno promete no volver a hacerlo; él no le cree, pero no tiene más remedio que confiar en él. El resto de la clase, y los esclavos que les acompañan, han fingido no ver nada, embelesados unos en el supuesto estudio de sus tablillas de cera; entretenidos otros con el ir y venir de gente en el foro. Continua con su lección; el alumno castigado, con los ojos aún enturbiados por el rencor y las lágrimas, no se pierde una sola de sus palabras. No por mucho tiempo. El cielo cumple su amenaza y comienza a llover de forma intensa. Precipitadamente, los alumnos recogen sus sillas y su material de escritura y se marchan sin despedirse. Uno de los esclavos se acerca; tiene un duda. El profesor sonríe; al menos, alguien inesperado parece haber aprendido algo.
NOTA: Esta descripción de la intensa vida que podríamos haber encontrado en el siglo I en un Foro romano se basa en una serie de frescos hallados en los Praedia de Iulia Felix, de Pompeya, hoy en muy mal estado, y reproducidos aquí una parte. En la primera escena, podemos ver a la izquierda el ferretero, a la derecha, el zapatero. En la segunda, el vendedor de pan. En la tercera, el violento castigo sufrido por un alumno. En la última imagen, de izquierda a derecha, podemos apreciar a la mujer regateando por un trozo de tela, al hombre comprando una cacerola, y el vendedor de higos.
Laura. Me ha encantado el relato y la descripción de la vida romana que haces inspirada en los frescos romanos. He echado una ojeada al resto del blog y creó que va ser muy interesante seguirlo. Te he añadido a mis blogs preferidos y te agradezco que hayas publicado en Arraona Romana (¿lo habías hecho antes?). También he aprovechado para retwittear el artículo.
ResponderEliminarTe seguiré muy de cerca.
Un saludo.
Como siempre, lúcido e inspirado. Para que se quejen de los castigos los niños de ahora (o nosotros mismos, jeje). Un beso.
ResponderEliminarGracias, Laura y felicitaciones. Trasladas al lector hasta el centro mismo del Foro como una vívida experiencia. Solo había leído relato parecido en Alberto Angela. Gracias también por llevarlo a Twitter donde soy un atento seguidor tuyo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por vuestro apoyo y por vuestras palabras, que me ayudan a seguir adelante. Me seguiré esforzando para que siempre encontréis aquí algo interesante que leer aquí.
ResponderEliminarMe gustó mucho. Lo compartí con mis alumnos.
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