Amortajé y enterré a Cleón con mis propias manos. No dejé que nadie más le tocara. Era mi única forma de agradecerle ya demasiado tarde todo cuando por mí y mi pequeña había hecho. Mis labios, dónde antes de partir depositara su último beso, y mi rostro, que dibujara con las últimas caricias de su existencia, ardían de dolor como el fuego por la prolongada aunque no definitiva ausencia. El humo de las antorchas ascendió hasta el cielo y sus llamas titubeantes se recortaban danzarinas contra el oscuro cielo, dando a la luna llena una nueva corona de malos augurios, cuando el pueblo de Enna contemplaba en silencio y con lágrimas su marcha, palada tras palada de tierra en la profunda fosa. ¿Lloraban por él? Es posible, más no lo creo. Sus lágrimas eran por el aciago destino que todos sabían nos aguardaba. Los romanos día tras día cavaban sus empalizadas, levantaban sus campamentos, redoblaban sus esfuerzos. Euno, mi amado Euno, era ya nuestra última y única esperanza. Pero las semanas se marchaban como largas agonías, cada una mayor y más intensa por las enfermedades que acudían y la disminución de nuestras reservas, y en el horizonte por más que mirara no veía rastro alguno de nuestro monarca. Finalmente llegó un ejército, más no el que yo ansiaba, sino las tropas de Rupilio marchando al son del triunfo, con el sonido de las trompetas acuchillando el aire y los estandartes hiriendo el firmamento. Aquello solo podía significar una cosa: nuestro rey Antíoco había caído en la derrota. ¿Estaba muerto? No podía saberlo. Quise llorar por él, pero ya no me quedaban lágrimas. Su ausencia era solo otra ausencia que se unía a las que ya cargaba. El dolor de su pérdida apenas logró aumentar el que ya me colapsaba. No era justo: la muerte de Euno debía de haberme matado. Al menos mi corazón ya no latía.
Antes de dejarme vencer por la pena decidí mantenerme despierta. Ordené reunir al pueblo en el teatro como era la costumbre, como ciudadanos libres que éramos. Con Comano capturado, Cleón muerto y Euno desaparecido era yo la última autoridad en el agonizante reino esclavo. Les dije la verdad: les confesé que nuestros ejércitos habían sido derrotados, que nuestros hermanos habían caído y que no podíamos esperar ningún auxilio. Dejaba a ellos la elección de que hacer a continuación: podíamos entregarnos y aceptar el castigo o resistir hasta el último aliento. Ellos optaron por morir como hombres libres antes de vivir como esclavos. Emocionados, nos fundimos todos en un único abrazo y no volvimos a separarnos mientras duró la resistencia y la lucha. Durante diez meses padecimos todos los sufrimientos de la vez anterior, pero en esa ocasión permanecimos unidos mientras nuestros hermanos caían, mientras el hambre y la sed nos consumía, mientras la enfermedad nos corroía. Cuando ya solo quedábamos unos pocos y el frío del invierno comenzó a provocar las primeras congelaciones, los romanos, viendo las defensas de las murallas vacías, se lanzaron al último ataque. Las puertas de la ciudad cedieron por el envite de los soldados y nosotros corrimos como pudimos hacia palacio. Con nuestros enemigos en las calles, nos encerramos en una sala. Nos miramos, más cansados que asustados, y no fueron necesarias palabras, porque habíamos combatido juntos durante tres años y nos reconocíamos a nosotros mismos en el rostro del contrario. Por ello, sabiendo que compartíamos el mismo deseo, tomamos las armas y ayudamos a alcanzar el descanso a quienes les temblaban las manos. Los romanos golpeaban la puerta, pugnando por entrar a la fuerza. Volvimos los filos contra nuestros cuerpos, nos dejamos caer con los ojos abiertos, sin temer nuestra decisión, ansiosos de ver a los que nos precedieron. Nuestros enemigos no encontrarían su victoria, solo sangre y muerte...y, por desgracias, algunos supervivientes que, encadenados de nuevo y maltratados hasta el extremo, nos condujeron hacia campamento. A nuestras espaldas la ciudad, sumida en ruinas, ardía vacía y sin vida: triste recuerdo de lo que había sido el reino esclavo.
Nos condujeron a presencia del cónsul romano Rupilio. Allí conocimos nuestro destino: seriamos exhibidos en Roma como trofeos en su triunfo antes de conocer el suplicio. También supimos el final de mi marido: había logrado huir del ensangrentado campo de batalla con 1.000 de sus guardias y encontrado refugio en una zona escarpada; conscientes de la derrota y de que los seguían de cerca, habían incurrido también en el suicidio hasta solo restar nuestro rey Antíoco y otros cuatro miembros de su séquito-un carnicero, un artista, un panadero y un masajista-cuando fueron descubiertos. Sin duda nos decía aquellos para arruinar nuestro espíritu en caso de que siguiera existiendo; le llamó cobarde incluso para aumentar su infamia. Yo quise reirme en su cara: no comprendía. Euno no había huido por valentía, sino por esperanza. Ni un momento había dejado de creer en la posibilidad de un reino esclavo en aquella isla, así Atargatis se lo había prometido, y al igual que renaciera de sus cenizas en un pasado próximo siendo rey tras ser esclavo sin duda había confiado en salir de nuevo de pozo. Pero el hombre que encontré, encadenado en la celda dónde nos arrojaban a todos, ya no era quién conociera. Hueso y pellejo, toda luz se había apagado en su mirada y ni siquiera parecía capaz de reconocerme. Preferí no pensar en las torturas que había padecido, en el tiempo que había estado sumido en la oscuridad y la soledad hasta enloquecer y olvidar. Preferí recordar el joven que me cogía la mano en el mercado de esclavos, que me abrazaba cuando lloraba, que reía bajo las sábanas, que había luchado conmigo espalda contra espalda en la toma de Enna, que me había declarado su reina y había reido infinitamente cuando nuestra hija naciera. Por todo ellos, por mi amor, por mi corazón, por mi marido, no podía permitir que siguiera sufriendo, que padeciera el destino que Rupilio para el concibiera, y abrazándolo y besándolo por última vez sin que él me devolviera el gesto-respiraba por pura inercia, según creo-le estrangulé con las mismas cadenas de las que me liberara un día. Muy pronto, le dije, volveríamos a vernos. El resto no impidió el regicidio: había sido un padre para ellos, un guía, el símbolo de todo cuanto habíamos luchado y de las ideas que habíamos defendido, que no querían fueran motivo de humillación y mofa en las calles de Roma.
No sé que han hecho con su cuerpo. No me importa. Es sólo una cáscara vacía, como yo otra. Rupilio, el cónsul, furioso, me conduce al suplicio. Tampoco me importa. Hace tiempo que lo deseaba y cuento ya las horas para reencontrarme con mi refugio en sus nuevos brazos de aire, contra su pecho de viento ¿su corazón seguirá latiendo por mí aunque haya muerto? Espero que sepa que murió siendo querido, rodeado por los suyos y no por enemigos. Ese es mi consuelo por lo que he hecho. Consumida por el dolor, no siento, no padezco, cuando los clavos a martillazos atraviesan mi cuerpo y me unen a esta cruz. Me alzan. No grito. No suplico clemencia. Parecen decepcionados. Esperan a que perezca. Desde mis nuevas alturas veo las ruinas de lo que en su día fuera la villa de Damófilo, y pienso ¿me arrepiento? No creo. He luchado al menos, aunque haya caído, al menos puedo decir eso. ¿Ha merecido la pena? Por supuesto. Allí dónde cayeron nuestras armas vendrán otros a recogerlas, a continuar lo que nosotros no pudimos, porque el espíritu de la lucha y de la resistencia está tan arraigado en el ser humano como la propia respiración y el propio latido. Serviremos de ejemplo y los que vengan tras nosotros no querrán ser menos. Quizás ése fuera desde el principio la intención de la diosa siria que nos abandona. Nuestro reino no caerá en el olvido. Cierro los ojos. Nieva. Es la primera vez y la última que veo esta lluvia blanca, ¿será un presagio? No lo entiendo. Poco antes de la rebelión fue la erupción de Etna, ¿tendrá que ver con eso?
Mi último pensamiento es para ti, mi pequeña, mi niña. Tú eres mi gran obra. Te quiero. Recuerda.
Mi último pensamiento es para ti, mi pequeña, mi niña. Tú eres mi gran obra. Te quiero. Recuerda.
*Fotografía 1: "Entierro de San Lorenzo en las catacumbas de Roma" Alejo Vera
*Fotografía 2: "Gálata suicida". Gracias Matteo Di Pasquale
*Fotografía 3: Imagen de internet. Gracias Sonnecesariaslaspalabras.blogspot.com
*Fotografía 4: "Santa Eulalia", Waterhouse
Espero que ahora que lo tienes encuadernado y ves lo bonito que es, ademàs de la increible historia que encierra en él, te decidas querida "Vesta" a publicarlo.
ResponderEliminarSabes que seremos muchos en hacernos con él!
Jajaja, gracias!! Me alegro de que te haya gustado.
EliminarLa verdad es que me han hecho una propuesta a ese respecto, y la estoy meditando. No sería un libro publicado en exclusiva sobre El Rey Esclavo, sino que incluiría varios relatos más, pero estaría publicado en papel y en las bibliotecas