Te acordarás de mí cuando haya muerto, pero entonces será demasiado tarde para enmendar el daño. Hubo un tiempo que me importaba tu sufrimiento; hoy, tu misma existencia me es extraña. Recuerda quién fuiste, recuerda que te quise, y, si hay en ti un solo pedazo bueno y sincero que sea capaz de seguir sintiendo, te ruego derrames una lágrima por mí ahora que me marcho, una sola lágrima aunque sea falsa, en homenaje a todas las que por ti he vertido a lo largo de los años.
Fuimos felices, ¿te acuerdas? Para mi ha pasado demasiado tiempo, y sin embargo aquellos momentos permanecen más vívidos en mi memoria que los días precedentes, dónde el vino, el llanto y la gente se entremezclan en mi mente. Hay una cosa que siempre está presente: nuestra panadería. ¿Has vuelto? Ahora los tablones de madera sellan sus puertas y sus ventanas, las pintadas ensucian su fachada, anunciando juegos, candidatos, la venta de una mula o una buena fulana. Verla de tal forma me destroza el alma, no por los recuerdos que su visión despierta, ni por contemplar la ruina en que se ha convertido mi pasado, sino por los sueños que un día malgasté en ella. ¿Cómo era? No me digas que no la recuerdas. Cinco palabras bastan para evocarla: sencilla, pequeña, pobre y ruinosa, y no obstante ¡tan hermosa! simplemente porque era nuestra. Las puertas chirriaban, los techos crujían, la pintura de las paredes se desmoronaba y los muebles apenas se sostenían, pero al menos teníamos una hermosa vista del Palatino desde nuestra panadería del Aventino y soñábamos, en nuestra pobreza ¡cuántas noches en vela! con un vida mejor, con recorrer los inmaculados pasillos del emperador aunque no nos hiciera falta para ser felices, pues para todo hombre libre su casa es un palacio. Quizás incluso era nuestra propia miseria la que nos impulsaba a luchar con más fuerza cada mañana, cuando tú te afanabas en reparar un horno, un molino, una puerta, o supervisabas las descargas en la parte trasera, y yo, con mi túnica manchada de harina y un frágil moño en la cabeza, atendía a los clientes con una sonrisa, envuelta por el olor de hogazas recién hechas, tras aquel mostrador, nuestro orgullo, pintada de rojo y blanco, con un fresco de los lares y los penates rodeando a la diosa Ceres en la pared posterior. No apreciábamos menos la trastienda, con los latos y profundos hornos y los pesados molinos de pan, incluso el almacén y la cuadra, dónde convivían el burro y el asno que accionaban los molinos con nuestros tres esclavos, cuyos nombres no he olvidado.
El piso superior, por el contrario, era nuestra casa, apenas un estrecho dormitorio y una estancia no muy amplia con solo dos ventanas-una que no se abría, otra que no se cerraba-, un balcón con suelo quebradizo y los muebles más imprescindibles: una cama en peligro de ruina, una mesa coja, una silla carcomida, un arcón algo oxidado con sábanas que algún día debieron ser blancas y varias lucernas de arcilla bastante descascarilladas. Ése era nuestro hogar, no necesitábamos más: yo ansiaba poblarlo con niños que en un futuro heredaran nuestra panadería como tú la heredaste de tus antepasados, que culminaran nuestra familia. Ahora agradezco que no llegaran, no solo por lo que me has hecho, sino por lo que habría de sucedernos. ¿Cómo empezó todo? No lo recuerdo, ¡fue todo tan rápido y empezó todo tan lejos! La guerra en las fronteras para mayor gloria de un único hombre, contra un pueblo bárbaro que nada nos había hecho, trajo el pueblo pobreza, trajo muerte y trajo hambre; nada ayudaron las malas cosechas ni la disminución de los ingresos del Estado que, rápido, provocó a su vez una subida astronómica de los impuestos a la que muchos ciudadanos no pudieron hacer frente. Algunos se entregaron al robo y al asesinato para garantizarse una mínima supervivencia al margen de ese Estado que los había condenado, y con ello los caminos del Imperio tornaron inseguros, peligrosos, se abandonaron, y el comercio se colapsó y fue aniquilado: las ciudades romanas se quedaron sin suministro de alimentos. Alguien creyó en esos momentos que la solución residía en devaluar la moneda para conseguir una fuente adicional de riqueza, pero lo único que logró con ello fue disparar los precios, mientras los ingresos seguían cayendo junto con la demanda, al tiempo que la oferta crecía sin que nadie pudiera o quisiera disfrutarla. Los comercios cerraron, los muy ricos se enriquecieron con las posesiones de los que se fueron, de los que cayeron o de los que no pudieron conservarlas, y los pobres se empobrecieron, poblando las calles buscando ¿qué? No podría saberlo. ¿Ayuda? ¿Quién iba a dársela? La mayoría se marcó al campo y las ciudades se despoblaron. Fue como ver la muerte avanzando sin que se detuviera por muchos medicamentos que el paciente ingiriera. Sabríamos que nosotros también habríamos de padecer el mal que corroía los cimientos de Roma, pero nos resistimos a dejarnos vencer, y cuando las deudas aumentaron por la disminución de beneficios y clientes, pedimos un préstamo, desesperados, y aún sabiendo cuánto nos engañaban en los intereses y los plazos, aceptamos ilusionados por mantener nuestra panadería abierta como fuera. Solo logramos aplazar el fin y obtener una condena. Nos sacaron de nuestra amada panadería por la fuerza, sin dejarse conmover por ruegos y llantos, y nos vimos en la calle con lo puesto y aún así acosados por acreedores sin alma.
La rabia y la pena nos poseía; incapaces de hacer nada, lloramos durante días a la intemperie, con las arcadas de la basílica Julia como nueva casa, con el frío pavimento como nueva cama, con la mano extendida como nueva fuente de ingresos. Humillada y avergonzada, hubiera preferido haber muerto. Estar contigo era lo único que me obligaba a seguir viviendo; hablamos de irnos, más ¿a dónde? Aún teníamos arraigados la necesidad y el impulso de la lucha. Fuiste tú quién tuvo la idea: gladiador. Yo me opuse: aquello suponía perder la ciudadanía, convertirte en esclavo, poder morir en la arena. Pero pocas soluciones teníamos más que aquella. Te aceptaron de inmediato: los 4.000 denarios de tu contrato lograron saldar la mayor parte de las deudas y, mientras te entrenabas, gozabas de comida y techo. Yo, por el contrario, seguía malviviendo bajo arcadas de edificios públicos y templos, pidiendo monedas, incluso, en ocasiones, me ofrecí...prefiero no pensar en ello. Todo lo soportaba-la lluvia, el frío, la enfermedad y el hambre-aferrada a la idea de un futuro mejor que tu peligroso oficio parecía proporcionarnos. Ahora sé que lo sabias y no hiciste nada mientras la chusma de Roma me poseía; necesidad, impotencia...no me importa la excusa que guardes para perdonarte; yo era tu esposa. En tu primer combate, contra un retiario con 16 victorias, que parecía augurarte la muerte, vagué durante horas, histérica, enloquecida, aterrada, por las arcadas del anfiteatro atenta a cada grito, suplicando que no llegarán jamás las voces del público pidiendo tu muerte. Solo por ese único día de sufrimiento merecía que me protegieras. Pero tú siempre decías que no había dinero, ¿y las recompensas por tus batallas? Se las llevaban los acreedores, decías. Yo sabía que no era cierto, aunque por mucho tiempo me lo negué a mi misma. La nueva vida de la que gozabas era muy distinta; te emborrachaste con el éxito y la fama, con la sangre de tus enemigos caídos, con la multitud que clamaba tu nombre y por un instante te hacían sentir único y grande, no miserable. Las mujeres te contemplaban con lujuria y deseo, y muy pronto te olvidaste de tu vieja y estropeada compañera de toda una vida.
Ahora, ¿qué me queda? Solo Roma, esta ciudad que me condena, una vulgar zorra que se vende al que mejor paga por ella y la que, a pesar de odiarla con toda mi alma, no puedo dejar de amarla. Como a ti. Oh, sí, aún pienso en tí...En el interior del anfiteatro miles de voces claman otra vez tu nombre y yo me marcho, no lo soporto. Quiero desterrarte de mis pensamientos, pero, por más que me esfuerzo, sigues apareciendo. Pero ya no eres tú, es el recuerdo de todo cuanto he perdido, de todo cuando quise, y que no regresará nunca más: mi juventud, mis sueños, nuestra panadería, la vida con un sentido y una razón para vivirla. Mis pies recorren el camino que mi mente no puede concebir: pronto, escuchó el Tíber rugir con la misma intensidad que la arena. Bajo mis pies el agua fluye furiosa en el puente Fabricio: aquí es dónde te conocí, dónde concebimos nuestro negocio, dónde pensamos en la inversión, en la gestión, en los beneficios...aquí regresamos con cada golpe. Me encaramo a los arcos, no pienso, quiero renacer, perecer, olvidar, desaparecer. Me dejo caer. Ruego al padre Tíber que me lleve lejos de esta ciudad que ha liquidado mis sueños, del hombre al que dí mis mejores años, de los recuerdos que solo hacen daño: puede que la muerte me quiere, puede que sepa apreciarme. En realidad no me importa: en unos instante no sentirá nada. Me preparo para sentir el agua rugir en mis costados, el frío líquido llenando mis venas, su fuerza, la arcillosa arena de su fondo en mis dedos, juguetona. Pero nada de eso llega. Levantó la vista, extrañada. Un desconocido sujeta mi mano, me retiene en el aire, aterrado, sonríe cuando consigue alzarme y ríe cuando caigo en el suelo firme del puente, a su lado. Yo, en cambio, rompo a llorar, dejo que la pena se apodere de lo que de mí queda. Él, conmovido, me abraza; su calor me reconforta de una forma que no esperaba. ¿Qué es esto? No lo reconozco. Ah, ya entiendo: es esperanza...
Todas las fotografías son mías:
Fotografía 1: Panadería de Pompeya, cerca de la Casa de Salustio. Al fondo podréis apreciar el horno de pan, mientras que los hornos pueden verse a la izquierda
Fotografía 2: Casa a Graticcio, Herculano.
Fotografía 3: Estatuillas de gladiadores. Museo Archeologico di Napoli, mostra di Alma-Tadema, 2008
Fotografía 4: El río Tíber desde el puente Fabricio
Desgraciadamente algunas personas pasaran por lo mismo que la protagonista del relato..enhorabuena..by kalikrates :-)
ResponderEliminarUn relato muy intenso, laura. Lleno de sentimientos y de amargura. Aunque de otra manera, muchas personas hoy se están vendiendo: ser explotadas por salarios míseros, economía sumergida, sin derechos, sin seguridad social... Sí, no hay nada nuevo. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias por vuestras opiniones. Me alegro de que os haya gustado. Me temo que por desgracia hay cosas que nunca cambian
ResponderEliminarRoma no deja indiferente a nadie...a mi de atrapó a los 4 años y desde entonces no he hecho otra cosa que serle fiel....pero Roma también es "ingrata"...Roma te seduce como una meretriz y cuando te quieres dar cuenta, ya es demasiado tarde...serás suyo/a para siempre y sólo pensarás y hablarás de ella...en pasado o presente...y es que al final, te enamoraste de ella! ;-)
ResponderEliminarCon respecto a este último relato, creo que es el más profunod de los que he leído tuyos hasta ahora.
ResponderEliminarEl final me ha dado un escalofrío y es que me estaba imaginando perfectamente la escena! No sé de dónde sacas esa inspiración, ojalá algún día decidas escribir una novela histórica..o tan sólo una recopilación de todos los "artículos" que esperamos todos, sigas escribiendo!
Bueno Laura, te dejo un comentario porque aparte de que se que te hace ilusión y hay que apoyarse, pues porque el esfuerzo lo merece, y mucho, la verdad que escribir tanto conlleva leer mucho, así que, por esta parte, soy un poquito vago...
ResponderEliminarPero me gusta el sentimiento que pones cuando relatas tus historias, como si las vivieras de verdad.
Un saludo y un abrazo muy fuerte, sigue así.
F. Lirola.
Hermosa y triste, gracias por estos relatos, Laura.
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