viernes, 1 de febrero de 2013

La elección de Arria

Los pretorianos de afiladas espadas y púrpuras capas irrumpieron en vuestra casa por orden de nuestro emperador, Tiberio Claudio César Augusto Germánico Británico, y, destrozando tu plácida paz hogareña, se llevaron a tu marido, Caecina Paeto, preso, rodeado por sus altos escudos de plateados escorpiones, lanzándote en silencio maldiciones. No hubo tiempo para despedidas: una mirada suplicante, una palabra no dicha, un sollozo, el dulce roce de las yemas de vuestros dedos cuando te lo arrancaron de las manos... Nada más, Arria. Te dijeron que conspiró para asesinar al emperador. ¿Les creíste? No lo creo. No hiciste preguntas sobre ello, ni dudaste de él ni un momento. Estaba en tu temperamento. Tampoco el permanecer a la espera sin hacer nada. Al contrario, les seguiste por las calles de tu ciudad sin recogerte ni siquiera el cabello ni anudarte las sandalias, aterrada y confusa porque se llevaban lo que más amabas. Aún así te tragaste todas tus lágrimas, para que nadie conociera tu desgracia, ni tu pena, ni tu dignidad disminuyera. Incluso, al llegar al puerto, no olvidaste tu orgullo ni tu noble linaje mientras rogabas -más bien ordenabas- al capitán del barco en que Paeto habría de viajar preso que te dejará viajar con tu ya añorado marido -aunque solo hacia escasos momentos que había dejado de ser tuyo-. El capitán, sin embargo, se negó a tu deseo. Argumentaste que si todo consular romano tiene derecho a portar esclavos que cuiden de su persona, tú podías ahorrarle el trabajo y cuidarle tu misma. Él no aceptó tampoco. No te dejaste rendir por ello ni disminuyó tu determinación. Expuesta a las tormentas, el fuerte viento, el frío, el calor, la sal, la sed y el hambre, seguiste aquel navío con tu pequeño barco pesquero, que a toda prisa compraste. Nada ni nadie podían alejarte de él, ¿no es cierto?
En aquel viaje, ¿tenías aún esperanza? Aquellas noches en alta mar, envuelta en tu manto de lana gruesa, con el rugido del agua y el brillo de las estrellas como únicos compañeros de tu alma contra la profunda oscuridad de tu noche cerrada, ¿todavía confiabas en los finales felices? ¡Qué secretos te susurraría Poseidón a la caída del Sol! ¡Qué consuelos de ofrecería Helios! ¿Lloró Selene contigo en lo alto del firmamento? Nada melló tu espíritu, si no que te dotó de más fuerza para afrontar lo que habría de llegar en la augusta capital del mundo. El juicio fue una farsa y no se desarrolló en el Senado, como ordenaban las tradiciones y las leyes, sino a puerta cerrada en el interior de su palacio de mármol. No hubo cónsules, pretores, ediles, cuestores ni ningún otro cargo. Ningún senador sirvió de testigo, ni hubo abogado. Bien al contrario, allí estaban sus libertos, la esposa que había deshonrado su casa, el César cuyo juicio la cólera y la edad habían ofuscado. No le dejaron pronunciar su defensa; tampoco le habrían escuchado. Cuando se reveló la sentencia de muerte, Arria, no temblaste. ¡Arria, admiro tu entereza! Incluso ofreciste consuelo a la hija desconsolada, como si perder al compañero de toda una vida no te afectase, y me diste tu mano y me miraste sin una lágrima y lo supe. Supe que habías esperado aquel desenlace. Aquella mirada solo cobró vida un instante, cuando rodeado nuevamente de pretorianos se llevaron a tu Caecina sin permitirte siquiera una última despedida. Tus pupilas llenas de resolución y ansia, Arria, me asustaron más de lo que me atrevo a confesar a nadie.
Sabía lo que pretendías y aunque no soy más que tu yerno, intenté persuadiste de que no te quitaras la vida, de que continuaras viviendo, aunque solo fuera por tu hija y por tus nietos. Pero tú no escuchabas ningún razonamiento. Igual que habías seguido el navío con tu barco pesquero, ansiabas seguir a Caronte el barquero cuando cruzara la laguna Estigia con tu Paeto. Te dije -lo recuerdo, ¿por qué pensé que te disuadiría?- si desearías que tu hija se suicidara también si fuera yo el condenado a muerte. No te dejaste conmover, ni aquella nueva perspectiva hizo temblar tu determinación, si no que revolviéndote furiosa me observaste con ojos encendidos, y declaraste con voz orgullosa: "Sí, si mi hija hubiera vivido tanto tiempo y tan felizmente contigo como yo con mi Caecina" Conmovido y aterrado, te abracé por primera vez desde que eramos familia, pero ni mi gesto eliminó de ti tus negros pensamientos ni yo desistí de mis nobles propósitos. Ordené que te siguieran de cerca por si te hacías daño y por unos días conseguí engañarte, pero nada escapó nunca a tu mirada penetrante, vivaz, y pronto te diste cuenta de mis intenciones. Enfurecida, irrumpiste en mi casa y me gritaste que no podías dejar de morir, y de inmediato te lanzaste corriendo, de cabeza contra una pared. Caíste, confusa, con un fuerte golpe y un reguero de sangre púrpura, y, cuando acudí a ayudarte, rechazaste esta vez mis brazos y con los labios apretados murmuraste en tu decisión y tu furia: "Lo haré de la manera difícil si me impides hacerlo de la manera fácil" Intervino mi esposa, con lágrimas en el rostro, pero tu mismo orgullo en la frente; mostró en ese instante ser digna hija de sus padres y accedió a tus ruegos. No la amé menos por ello, si no al contrario: demostró que tenía tu fuerza, probó su lealtad por mi persona y que me amaba con la misma intensidad que tu, Arria, a tu noble compañero.
El emperador también se mostró al final misericordioso, como nosotros, y os concedió el último encuentro: escondida bajo tus ropas, fuertemente atada contra tu pecho, llevabas la daga. Te marchaste para reunirte con tu Paeto con una sonrisa. Sabíamos que no regresarías y no hubo para lo que dejabas atrás grandes palabras, ni recuerdos, solo un último beso. Para él tampoco tuviste explicaciones, pues te conocía mejor que nadie, sabía que tampoco podría disuadirte y no deseaba que os separaseis. Sin embargo, aunque también Caecina estaba decidido desde hacia tiempo a darse una muerte noble, digna de vuestros antepasados, su mano, Arria, aquella mano que tantísimas caricias te prodigara, temblaba y rehuía ejecutar la tarea que el honor le dictaba. No pudiendo contemplar su debilidad, e incapaz de permitir que el mundo la conociera, le arrancaste el puñal y atravesaste con él el vientre fecundo que portara a vuestros hijos; el frío del hierro fue superior al propio dolor, tal era tu determinación, y mientras te arrancabas el arma todavía pudiste sonreirle con amor infinito, como en vuestras noches más apasionadas, y transformar aquel susurro débil, agónico, entrecortado, en un arrullo de cariño al decirle: "¿Ves, Peto? No duele" ¿Qué podía hacer él si no imitarte? No porque el ejemplo de sus antepasados por fin le impulsase, no porque temiera que se le ridiculizara porque una mujer había demostrado mayor valor que él, si no porque ansiaba seguirte allí donde fueras, a ti, la dulce compañera de toda una vida. Al mismo tiempo caísteis en el suelo, y aún con vuestras últimas fuerzas, en vuestros últimos instantes, os buscasteis. Te abrazó por vez última, de otorgó los últimos besos, bebió de tus labios fríos tu último aliento. Tu, por tu parte, hiciste lo mismo. Tu sangre y su sangre se confundían en plácido torbellino cuando vuestras almas se marcharon al unísono y quienes os encontraron no dudaron de que vuestro amor era infinito. Ahora vuestras cenizas duermen el sueño de la eternidad bien merecido en una misma urna. Que sobre ella no caiga el olvido.

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La historia de Arria es conocida gracias a su nieta Fannia,
que se la narró a Plinio el Joven y él conservó en sus cartas.

*Fotografía 1: Camafeo con el retrato de Claudio.
*Fotografía 2: Arria y Paetus, Jean-Baptiste Theódon
*Fotografía 3: Peto y Arria, Robert Dukarton
*Fotografía 4: La muerte de Paetus, Antoine Rivalz


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