De verdad, no puedo creerlo: mi hermano Claudio ha vuelto. He escuchado el arrastrar de su pierna, el débil y exasperante tartamudeo. Por primera vez desde mi encierro no ha suplicado por un eventual perdón, por una imposible salvación, sino que resignado al fin, como yo desde hace tiempo, te ha rogado tan solo de nuevo porque pongas ya término a mi prolongado tormento. El estúpido ha intentado conmover tu corazón de roca con recuerdos que huyeron de mi memoria, que desconocía tuvieran para él importancia... Dime, ¿ha llorado? Creo haber percibido lágrimas en las súplicas... Ese monstruo no tuvo jamás dignidad alguna. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se humilla? ¿Por qué se molesta? Nada he hecho por Claudio que merezca tanto esfuerzo y tanta pena; él más que nadie debería desear verme muerta... y, sin embargo, a cada hora, sin falta, regresa -cuento la duración de mi condena por el arrastrar de su pierna-...¡Ah, ya estoy harta! ¡Dile que no vuelva! ¡Prohíbele de una vez la entrada! Aquí, contigo, conmigo misma y con mi alma quiero poner fin a toda farsa. ¿De qué me sirve destruir a la falsa Livila si él con cada balbuceo me la recuerda, le da una renovada fuerza? ¡No más ilusiones, engaños, mentiras, apariencias! No soy más que en nombre su hermana aunque una misma mujer nos pariera, aunque un mismo hombre nos engendrara; tanta lealtad por una mujer extraña no es necesaria, ¡jamás le agradeceré semejante constante burla! Usa las palabras como armas para echarle de mi tumba, asegúrale que ya ha cumplido con lo que de él se esperaba, que ya ha hecho honor a la piedad romana, y que deje de ser una constante interrupción, una dolorosa molestia. Puede esperar ya en su cuarto con la conciencia tranquila y la honra intacta la hora próxima de mi mortaja. Algún día solo él podrá decir que intentó detener a nuestra madre enferma en mi tortura inhumana y Roma le admirará por ello -¿de verdad crees que nadie se horrorizará cuando sepa lo que me has hecho?- ¿Acaso no crees que es por eso por lo que regresa?... Todos los corazones de Roma son de piedra, maldita sea.... ¡Pretende cimentar en mi sepultura su venganza por mi maltrato y su fama! Las Furias, como a ti, le perseguirán por ello, y mi alma atormentada, privada del descanso eterno, acosada por los espíritus de quienes me precedieron y perecieron por mi traición o deseo, se unirá gustosa a su cortejo para espantar vuestros sueños con teas encendidas y látigos que crujen como truenos. Famélica y demacrada, las manos ensangrentadas, los pies descalzos, los cabellos revueltos y serpientes en mi cuerpo, he de acecharos en cada sombra, en la noche oscura, en cada Lemuria, también cuando hayáis muerto. ¿Qué inútil pensamiento detuvo tu mano a la hora de abandonarle, de matarlo como otras matronas hacen con hijos menos deformes, menos enfermos? ¿Compasión? ¿Amor? ¿Remordimiento? ¿Qué quedó para mi de eso? No pensaste entonces como ahora en la honra de nuestra dinastía, y sin embargo ¿qué honor y fama puede esperar de ese ser hecho a medias la familia Claudia, hazmerreír de nuestra casa? Sin duda tiemblan de indignación al verlo las cenizas de Apio Claudio Sabino, nuestro primer antepasado; Apio Claudio Craso, nuestro primer cónsul; el decemviro del mismo nombre; Cayo Claudio Craso, efímero dictador, insigne orador; el gran Apio Claudio el Ciego, el censor; Apio Claudio Caúdice, iniciador de la guerra contra la poderosa Cartago; Cayo Claudio Nerón, que diera lustre a nuestro linaje, merecedor del triunfo por la batalla de Metauro; y tantos y tantos otros que no merecen como último representante al más tullido de los romanos.
¡Ah...! Olvida mis palabras, pero no mis amenazas. Es veneno y no sangre lo que empapa mis entrañas. El odio y la locura crecen a medida que el hambre y la sed me dominan y con desesperación comprendo que me habrán de faltar horas para narrarte todo cuanto quiero, que es indiferente qué palabras habrán de escapar de mi boca porque tú no vas a abrir esa puerta, ni ayudarme a desgarrar la barrera que, entre nosotras, juntas, nos hemos impuesto. Sé que lucho en una batalla perdida hace años, en la que mi enemigo ni siquiera se ha dignado una sola vez a hablar de paz, rendición o tregua... De nuevo han sido los celos. ¿Sabes acaso las horas que llevo aquí dentro? En todo ese tiempo nunca me has hablado; ni una mísera despedida salió de tus labios cuando los pretorianos, en cumplimiento de tus deseos y de las órdenes de mi tío Tiberio, me arrastraron entre golpes y me encerraron en esta estancia donde una vez me acunaras -tan solo obtuve una mirada dura que hirió más que un hacha-. Sorda has sido por igual a mis insultos y a mis súplicas, a mis ruegos y a mis acusaciones, a mis gritos y a mi llanto. Y no obstante, has perdido tu preciado aliento con ese engendro, con Claudio: ¿soy acaso más insignificante, mas indigna, que el despreciado y el humillado de mi hermano? ¿El peso de mi culpa me ha reducido a eso? Supongo que ahora te arrepientes de no haber sido a mí a quién haber dado recién nacida una rápida muerte... Más prefiero no pensar en ti de ese modo. No te dejes engañar por las formas: no únicamente tengo veneno dentro. Aunque vierta mi amargura y mi furia contra la insensible madera, con la tenue esperanza de que llegué a ti a través de ella, no únicamente pretendo ser comprendida o hacerte daño; es, en realidad, mi purga, mi medicina, mi salvación última. Cuando descienda en vertiginosa espiral a las profundas cavernas de la tierra de manos del Hermes Psicopompo quiero hacerlo libre de todo peso, llevarme solo lo bueno: pura y bella por puros y bellos recuerdos, eso quiero. Por ello olvida todo cuanto dijera, y dile a Claudio cuando vuelva, si yo ya me he desvanecido en un callado suspiro, que lo siento. He mentido de nuevo. Llevo tantos años haciéndolo, haciéndomelo, que me resulta difícil aceptar la verdad y asumir que mis propias mentiras, que a fuerza de repetir acabé creyendo, convirtiéndolas en mías, nunca existieron más que en mi mente, donde con mimo las diera forma. Para mi verdadero yo es difícil derrotar a la falsa Livila, que siempre la estuviera sometiendo, más es preciso un último esfuerzo aunque duela, pues se consumen los últimos momentos.
Si, es cierto, yo también lo recuerdo: la forma en que cuidaba a Claudio cuando de pequeño tantas veces estaba enfermo. Su insignificancia me engrandecía, su inutilidad me tornaba útil, su necesidad me convertía en necesaria, su afán de querer en querida. No sería hasta después, contigo, madre, y con mi abuela Livia, que aprendería que la debilidad y la enfermedad no son dignas de compasión, sino de desprecio. No debí creerlo más aún lo creo, pues ¿acaso una niña duda de las enseñanzas de una madre? ¿puede fácilmente una mujer cuestionar las creencias de toda una vida? Solos debimos estar siempre yo y Germánico... Mientras su lealtad y cariño hacia nuestro hermano se mostraron inquebrantables a lo largo del tiempo, yo torné huidiza, esquiva, hiriente, dura, fría. Claudio no comprendía; me perseguía por los pasillos demandando mis caricias de la misma forma en que yo desesperaba por una palabra tuya de admiración o de orgullo, por un efímero beso o por una sonrisa; de igual forma, cuanto yo más le despreciaba él más se esforzaba por obtener como fuera mi amor, mi atención o mi comprensión... ¡Dioses! No me he dado cuenta hasta ahora de cuanto nos parecimos, que por una causa sufrimos, de que, sin verlo, en mi ansia de emularte para que pudieras por fin alabarme, le estaba haciendo a él lo que en tus manos yo misma estaba padeciendo... ¿con qué derecho puedo ahora recriminarte nada, madre? Tampoco a mí las buenas palabras de Germánico pudieron hacerme recapacitar, también yo, a mi manera, permanecí impasible tras la barrera oyendo a Claudio gritar y suplicar, hasta que también él se cansó de intentar en balde obtener mi aprobación y se alejó -él al menos tenía esa posibilidad de la que yo ahora carezco-. En mi defensa podría decir que no era la única que le trataba de tal forma -Cayo se negaba a que lo vieran en su compañía, Druso solía imitarle de forma cómica y Póstumo de continuo le gastaba pesadas bromas-, pero no siempre merece honra quién a su familia se asemeja. Mi ego, que creciera con sus desvelos, se resintió, pero el resto de mi ser se alegró de no tener que soportar a quién poco a poco fui concibiendo como una molestia, un carga, una vergüenza. No obstante, incluso entonces, mientras me reía de él con el resto y no le defendía y él arrojaba sobre mí insultos y desprecios en lugar de súplicas, más de una vez le sorprendí depositando en mi una mirada de profundo y punzante anhelo, de mil recuerdos, de emociones insatisfechas. Yo no podía entenderlo: para mí el amor era algo que solo se da cuando otro también lo entrega, algo semejante a una vil transacción económica en la que siempre se ha de pagar para obtener lo que se desea. No comprendía que el amor más puro y sincero da todo cuanto tiene sin esperar jamás nada a cambio, que en el sacrificio está el sentimiento para verdadero y duradero. El amor es una ofrenda sincera de todo tu ser con el único fin de hacer feliz a quién egoísta se apodera de ella, con la esperanza, pero nunca la certeza, de un agradecimiento que por si solo merezca tantísima pérdida... Ironías de la existencia, solo he obtenido algo parecido de Claudio y el arrastrar de su pierna, demasiado tarde para presentarle mi ofrenda, resarcirle del coste de las apariencias.
Claudio se encerró en sus estudios como forma de evadirse de la constante burla, como medio de demostrar que estaba a la altura de la grandeza de nuestra familia, ahora lo veo. Más aquella lucha terminaría en derrota apenas dada comienzo; ninguno de nosotros se molestó en leer sus obras para no ser partícipes del desprecio del mundo que le aplastaba bajo su peso, porque no creímos que pudiera contener nada a lo que mereciera la pena dedicar nuestro tiempo. Recuerdo que la primera y única lectura pública de su Historia de Etruria, que él concibiera como demostración suprema de su valía, acabó en abucheos y risas, porque, nervioso, Claudio se sumió en sus tartamudeos; Augusto, avergonzado del nieto de su esposa, ordenaría retirar de inmediato su trabajo de todas las librerías y bibliotecas de Roma, y mi hermano, furioso, indignado y humillado, se entregó al olvido tras ello, y muchos comenzamos a hablar de él como de un muerto. Pero Livia ni descansa ni olvida y siempre protege a su familia de una manera retorcida: creyó que una esposa podría conducirle por el buen camino y restaurar la imagen deteriorada y denigrada de su nieto pequeño. Puso en ello mucho empeño: le fue difícil encontrar una familia dispuesta a entregar una hija como compañera de un cojo estúpida y tuvo al final que recurrir a su amiga Urgulania para que le cediera a su nieta Plaucia para la causa. Estaba indignada: no solo porque por culpa de Claudio nuestra dinastía, descendiente de los más ilustres linajes de la República extinta hubiera de emparentar con una familia de oscuro origen y desconocida, sino también porque yo ya había planeado la boda de mi hermano como instrumento con el que alcanzar mis propósitos y en secreto tenía muy avanzadas las negociaciones de la dote y el compromiso. ¿La novia? Emilia Lépida, la hija de mi añorada Julila. Estaba dispuesta a deshacer su compromiso con Marco Junio Silano con tal de llevar la unión a cabo, y aunque me desgradaba la idea de entregarle como esposo a mi hermano -a ella no tanto, en realidad la prefería a unirse con uno de los causantes de su caída-, la boda era la forma de restaurar el honor perdido de la familia tras el exilio de mi amiga, una demostración pública de su reconciliación con el resto de la dinastía, y allanar así el camino de su hermano a las magistraturas. Mi abuela me lo impediría y el tiempo demostraría que tenía yo razón en oponerme a Plaucia, que haría de mi hermano un cornudo y un desdichado. Mi negación a acudir a la ceremonia puso fin a cualquier tipo de relación que pudiera quedar entre nosotros dos, pero eso no impidió que fuera siempre el tío preferido de mi pequeña por encima de Germánico, a quién su madre por el contrario idolatrara. Mi pequeña se pasaba horas sentadas a los pies de Claudio oyéndole leer aquellos volúmenes que yo consideraba tediosos e insoportables, o recorriendo de su mano los jardines aprendiendo mil y una cosas de las plantas, o tumbados en el tejado mirando las estrellas. Desterraba entonces de mi cabeza toda idea de que mi hermano pudiera ser extraordinario, y me quedaba con la incomprensión de que fuera feliz a su lado. Supongo que los ojos inocentes de una niña ven más que la ofuscada mirada de una adulta... Dile a Claudio que cuide de ella y que no le recuerde a su madre con palabras duras. Entrégale también, una vez mi cuerpo arda, las cenizas que de mi queden, ya que se me ha prohibido el reposo en el mausoleo de la familia: solo él, si de verdad recuerdo lo que yo dije que olvidara, sabrá donde quiero ser enterrada. Espero que eso sirva para demostrarle que le he querido a la manera retorcida y a veces cruel de nuestra familia.
*Fotografía 1: "Orestes perseguido por las Furias", John Singer Sargent
*Fotografía 2: "Las almas del Aquerón", Adolf Hiremy-Hirschl
*Fotografía 3: Busto de Claudio, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles
*Fotografía 4: "Funeral de Shelley", Louis Edouard Fornier
¡Ah...! Olvida mis palabras, pero no mis amenazas. Es veneno y no sangre lo que empapa mis entrañas. El odio y la locura crecen a medida que el hambre y la sed me dominan y con desesperación comprendo que me habrán de faltar horas para narrarte todo cuanto quiero, que es indiferente qué palabras habrán de escapar de mi boca porque tú no vas a abrir esa puerta, ni ayudarme a desgarrar la barrera que, entre nosotras, juntas, nos hemos impuesto. Sé que lucho en una batalla perdida hace años, en la que mi enemigo ni siquiera se ha dignado una sola vez a hablar de paz, rendición o tregua... De nuevo han sido los celos. ¿Sabes acaso las horas que llevo aquí dentro? En todo ese tiempo nunca me has hablado; ni una mísera despedida salió de tus labios cuando los pretorianos, en cumplimiento de tus deseos y de las órdenes de mi tío Tiberio, me arrastraron entre golpes y me encerraron en esta estancia donde una vez me acunaras -tan solo obtuve una mirada dura que hirió más que un hacha-. Sorda has sido por igual a mis insultos y a mis súplicas, a mis ruegos y a mis acusaciones, a mis gritos y a mi llanto. Y no obstante, has perdido tu preciado aliento con ese engendro, con Claudio: ¿soy acaso más insignificante, mas indigna, que el despreciado y el humillado de mi hermano? ¿El peso de mi culpa me ha reducido a eso? Supongo que ahora te arrepientes de no haber sido a mí a quién haber dado recién nacida una rápida muerte... Más prefiero no pensar en ti de ese modo. No te dejes engañar por las formas: no únicamente tengo veneno dentro. Aunque vierta mi amargura y mi furia contra la insensible madera, con la tenue esperanza de que llegué a ti a través de ella, no únicamente pretendo ser comprendida o hacerte daño; es, en realidad, mi purga, mi medicina, mi salvación última. Cuando descienda en vertiginosa espiral a las profundas cavernas de la tierra de manos del Hermes Psicopompo quiero hacerlo libre de todo peso, llevarme solo lo bueno: pura y bella por puros y bellos recuerdos, eso quiero. Por ello olvida todo cuanto dijera, y dile a Claudio cuando vuelva, si yo ya me he desvanecido en un callado suspiro, que lo siento. He mentido de nuevo. Llevo tantos años haciéndolo, haciéndomelo, que me resulta difícil aceptar la verdad y asumir que mis propias mentiras, que a fuerza de repetir acabé creyendo, convirtiéndolas en mías, nunca existieron más que en mi mente, donde con mimo las diera forma. Para mi verdadero yo es difícil derrotar a la falsa Livila, que siempre la estuviera sometiendo, más es preciso un último esfuerzo aunque duela, pues se consumen los últimos momentos.
Si, es cierto, yo también lo recuerdo: la forma en que cuidaba a Claudio cuando de pequeño tantas veces estaba enfermo. Su insignificancia me engrandecía, su inutilidad me tornaba útil, su necesidad me convertía en necesaria, su afán de querer en querida. No sería hasta después, contigo, madre, y con mi abuela Livia, que aprendería que la debilidad y la enfermedad no son dignas de compasión, sino de desprecio. No debí creerlo más aún lo creo, pues ¿acaso una niña duda de las enseñanzas de una madre? ¿puede fácilmente una mujer cuestionar las creencias de toda una vida? Solos debimos estar siempre yo y Germánico... Mientras su lealtad y cariño hacia nuestro hermano se mostraron inquebrantables a lo largo del tiempo, yo torné huidiza, esquiva, hiriente, dura, fría. Claudio no comprendía; me perseguía por los pasillos demandando mis caricias de la misma forma en que yo desesperaba por una palabra tuya de admiración o de orgullo, por un efímero beso o por una sonrisa; de igual forma, cuanto yo más le despreciaba él más se esforzaba por obtener como fuera mi amor, mi atención o mi comprensión... ¡Dioses! No me he dado cuenta hasta ahora de cuanto nos parecimos, que por una causa sufrimos, de que, sin verlo, en mi ansia de emularte para que pudieras por fin alabarme, le estaba haciendo a él lo que en tus manos yo misma estaba padeciendo... ¿con qué derecho puedo ahora recriminarte nada, madre? Tampoco a mí las buenas palabras de Germánico pudieron hacerme recapacitar, también yo, a mi manera, permanecí impasible tras la barrera oyendo a Claudio gritar y suplicar, hasta que también él se cansó de intentar en balde obtener mi aprobación y se alejó -él al menos tenía esa posibilidad de la que yo ahora carezco-. En mi defensa podría decir que no era la única que le trataba de tal forma -Cayo se negaba a que lo vieran en su compañía, Druso solía imitarle de forma cómica y Póstumo de continuo le gastaba pesadas bromas-, pero no siempre merece honra quién a su familia se asemeja. Mi ego, que creciera con sus desvelos, se resintió, pero el resto de mi ser se alegró de no tener que soportar a quién poco a poco fui concibiendo como una molestia, un carga, una vergüenza. No obstante, incluso entonces, mientras me reía de él con el resto y no le defendía y él arrojaba sobre mí insultos y desprecios en lugar de súplicas, más de una vez le sorprendí depositando en mi una mirada de profundo y punzante anhelo, de mil recuerdos, de emociones insatisfechas. Yo no podía entenderlo: para mí el amor era algo que solo se da cuando otro también lo entrega, algo semejante a una vil transacción económica en la que siempre se ha de pagar para obtener lo que se desea. No comprendía que el amor más puro y sincero da todo cuanto tiene sin esperar jamás nada a cambio, que en el sacrificio está el sentimiento para verdadero y duradero. El amor es una ofrenda sincera de todo tu ser con el único fin de hacer feliz a quién egoísta se apodera de ella, con la esperanza, pero nunca la certeza, de un agradecimiento que por si solo merezca tantísima pérdida... Ironías de la existencia, solo he obtenido algo parecido de Claudio y el arrastrar de su pierna, demasiado tarde para presentarle mi ofrenda, resarcirle del coste de las apariencias.
Claudio se encerró en sus estudios como forma de evadirse de la constante burla, como medio de demostrar que estaba a la altura de la grandeza de nuestra familia, ahora lo veo. Más aquella lucha terminaría en derrota apenas dada comienzo; ninguno de nosotros se molestó en leer sus obras para no ser partícipes del desprecio del mundo que le aplastaba bajo su peso, porque no creímos que pudiera contener nada a lo que mereciera la pena dedicar nuestro tiempo. Recuerdo que la primera y única lectura pública de su Historia de Etruria, que él concibiera como demostración suprema de su valía, acabó en abucheos y risas, porque, nervioso, Claudio se sumió en sus tartamudeos; Augusto, avergonzado del nieto de su esposa, ordenaría retirar de inmediato su trabajo de todas las librerías y bibliotecas de Roma, y mi hermano, furioso, indignado y humillado, se entregó al olvido tras ello, y muchos comenzamos a hablar de él como de un muerto. Pero Livia ni descansa ni olvida y siempre protege a su familia de una manera retorcida: creyó que una esposa podría conducirle por el buen camino y restaurar la imagen deteriorada y denigrada de su nieto pequeño. Puso en ello mucho empeño: le fue difícil encontrar una familia dispuesta a entregar una hija como compañera de un cojo estúpida y tuvo al final que recurrir a su amiga Urgulania para que le cediera a su nieta Plaucia para la causa. Estaba indignada: no solo porque por culpa de Claudio nuestra dinastía, descendiente de los más ilustres linajes de la República extinta hubiera de emparentar con una familia de oscuro origen y desconocida, sino también porque yo ya había planeado la boda de mi hermano como instrumento con el que alcanzar mis propósitos y en secreto tenía muy avanzadas las negociaciones de la dote y el compromiso. ¿La novia? Emilia Lépida, la hija de mi añorada Julila. Estaba dispuesta a deshacer su compromiso con Marco Junio Silano con tal de llevar la unión a cabo, y aunque me desgradaba la idea de entregarle como esposo a mi hermano -a ella no tanto, en realidad la prefería a unirse con uno de los causantes de su caída-, la boda era la forma de restaurar el honor perdido de la familia tras el exilio de mi amiga, una demostración pública de su reconciliación con el resto de la dinastía, y allanar así el camino de su hermano a las magistraturas. Mi abuela me lo impediría y el tiempo demostraría que tenía yo razón en oponerme a Plaucia, que haría de mi hermano un cornudo y un desdichado. Mi negación a acudir a la ceremonia puso fin a cualquier tipo de relación que pudiera quedar entre nosotros dos, pero eso no impidió que fuera siempre el tío preferido de mi pequeña por encima de Germánico, a quién su madre por el contrario idolatrara. Mi pequeña se pasaba horas sentadas a los pies de Claudio oyéndole leer aquellos volúmenes que yo consideraba tediosos e insoportables, o recorriendo de su mano los jardines aprendiendo mil y una cosas de las plantas, o tumbados en el tejado mirando las estrellas. Desterraba entonces de mi cabeza toda idea de que mi hermano pudiera ser extraordinario, y me quedaba con la incomprensión de que fuera feliz a su lado. Supongo que los ojos inocentes de una niña ven más que la ofuscada mirada de una adulta... Dile a Claudio que cuide de ella y que no le recuerde a su madre con palabras duras. Entrégale también, una vez mi cuerpo arda, las cenizas que de mi queden, ya que se me ha prohibido el reposo en el mausoleo de la familia: solo él, si de verdad recuerdo lo que yo dije que olvidara, sabrá donde quiero ser enterrada. Espero que eso sirva para demostrarle que le he querido a la manera retorcida y a veces cruel de nuestra familia.
*Fotografía 1: "Orestes perseguido por las Furias", John Singer Sargent
*Fotografía 2: "Las almas del Aquerón", Adolf Hiremy-Hirschl
*Fotografía 3: Busto de Claudio, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles
*Fotografía 4: "Funeral de Shelley", Louis Edouard Fornier
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