A través
de un estrecho ventanuco a ras del suelo, entre pies y piedra,
contempló con algo de tristeza y una infinita nostalgia el perfil
achacoso y consumido del anfiteatro de Statilio Tauro en el Campo de
Marte. En él ya había malgastado sus mejores años. Ahora el César
Nerón había decidido abandonarlo a una larga agonía, vacío de
todo espectáculo que unos setenta y cuatro años antes diera razón
a su vida, cuando el divino Augusto aún caminaba sobre la tierra.
Mientras, en sus cercanías, había edificado un nuevo anfiteatro de
madera, imponente, orgulloso, desafiante –como sólo la juventud
puede–, en cuyas entrañas estaba atrapado ahora, como siempre, en
una larga espera: aquel día de agosto del consulado de Lucio Pisón
y el segundo para Nerón tendría por fin lugar los juegos
inaugurales. Durante
días, heraldos de voz melodiosa habían anunciado el evento a todas
horas por las calles de Roma y por los municipios y ciudades más
próximas; cartelas de madera, con los detalles de lo que pronto
ocurriría, habían pendido durante semanas de las columnatas de los
foros; y en las paredes de varias casas y en numerosas tumbas de los
cementerios, los pintores contratados junto a los aficionados habían
garabateado el lugar, la fecha, los tipos de espectáculo y hasta las
sorpresas que recibirían quienes acudieran.Tanto
esfuerzo dio su fruto pues los días anteriores a iniciarse los
juegos el anuncio de una novedad en ellos atrajo hacia Roma a una
muchedumbre tal que duplicó su población. Los alojamientos quedaron
pronto repletos y muchos ganaron bastante dinero realquilando las
habitaciones ya atestadas de sus insulae.
La mayoría de los recién llegados, en cambio, al final acabó
durmiendo en las calles aprovechando el buen tiempo. Bajo las arcadas
de los templos y edificios públicos podían verse mantas y personas
con las ropas remendadas, al tiempo que otros levantaban tiendas de
campaña en las encrucijadas, bajo los altares.
Pero el
día de la inauguración la ciudad quedó desierta, zona improvisada
de la lucha entre las cohortes urbanas y los ladrones que aprovechan
tanta ausencia. El resto, vociferante y en exceso ansioso, fue
incapaz de esperar a las primeras luces del alba para congregarse
ante las puertas del anfiteatro. Libertos, mujeres, esclavos y
extranjeros demasiado pronto se confundieron en un intrincado
remolino de golpes, empujones y patadas, desesperados por lograr las
mejores plazas en las galerías superiores, a pesar de que en ellas
el calor es intenso aún con el
velarium puesto y se está
condenado a contemplar de pie el evento. De poco pareció importarles
este y otros detalles: ni siquiera volvieron la vista atrás para ver
a quienes en la aglomeración había muertos por asfixia y
aplastados, y, temerosos de perder el sitio logrado, muchos se habían
llevado la comida y hasta orinales.Aún
corrían escaleras arriba mientras el resto de espectadores, la
mayoría, todos ellos con la ciudadanía, subían tranquilamente y
transitaban con asombro las oscuras galerías, pues tienen derecho a
un asiento reservado en el anfiteatro, consignado en las piezas que,
con pasión, aferran en sus manos. A su paso, pinturas de
brillantísimos colores adornan todas las paredes: un cuidadísimo
despliegue de lascivas diosas, divinidades fuertes y valerosos héroes
sobre los que algunos ya han garabateado con un punzón, ayudados por
la enorme muchedumbre y la relativa oscuridad, toscos dibujos de
gladiadores –reconocibles solo por el nombre-, amorfos bestiarii,
imaginarios combates, irreconocibles animales, algún insulto, el
anuncio de un mal negocio...Bajo su sombra podían verse toda clase
de tenderetes, que venden recuerdos de todo tipo y el programa de los
juegos o bien alquilan mullidos cojines para las nalgas sensibles; a
su lado, pequeñas mesas de apuestas se camuflaban, más o menos,
entre los puestos de comida rápida y bebidas frías, mientras los
mendigos con las manos extendidas relatan sus muchos males y las
fulanas aguardan bajo las arcadas una sola llamada, divertidas por
las correrías de los niños que roban las bolsas de monedas a los
pobres distraídos y huyen a la carrera. Las voces de los
comerciantes, anunciando con toda la potencia posible las mil y una
excelencias de sus productos, apenas logran hacerse oír sobre la
algarabía de compradores y espectadores que buscan sus sitios. Sin
embargo, el espectáculo que se abrió ante sus ojos mereció sin
ninguna duda la larga y cansada espera. Una sinfonía de túnicas de
colores comenzaba a extenderse a lo largo y ancho de las gradas,
acentuada o mitigada por la larga sombra de un velarium
azul celeste salpicado de estrellas y planetas tejidas con sedas,
cuyas formas podían verse, alargadas, en multitud de cuerpos y
caras. Bajo ellos, sin saberlo, se encontraba una complicada red
subterránea de conductos, canales y esclusas que conectaba el
anfiteatro con el río Tíber cercano y que había permitido inundar
a voluntad el recinto, donde aguardaban, inocentes, dos flotas de
doce embarcaciones, cada una con un total de 6.000 remeros que
esperaban en una plácida deriva la inminente llegada de 3.000
combatientes. El público más avezado pudo reconocer birremes y
trirremes completamente equipados, construidos con maderas nobles y
pintados de intensos azules, rojos y blancos. No obstante,
conservaban el nombre solo por el diverso tamaño de su eslora ya que
por problemas de capacidad del recinto se habían reducido el tamaño
de las embarcaciones y las filas de remeros a una sola.No eran
esas las únicas precauciones que se habían tomado Los días
anteriores se habían impermeabilizado las paredes con negra brea
para intentar evitar toda fuga de agua, color que contrastaba
poderosamente con el inmaculado mármol del pódium adornado de
varios mosaicos y las brillantes togas de sus ocupantes, o con el
pórfido rosa y las guirnaldas de rosas que revestían el palco
imperial, donde todavía no se encontraba Nerón.
* * *
Mientras
el color y el bullicio reinaban en la superficie, la situación era
muy distinta bajo las gradas. En las oscuras galerías, los
gladiadores siempre guardan silencio cuando revisten las protecciones
y toman las armas, entregados unos a sus oraciones a Némesis y otros
a sus pensamientos. Es algo que pocos saben: para enfrentarse a la
muerte son necesarias fortaleza física, gran habilidad, mayor
destreza, pero sobre todo una mente libre de cargas, convencida y
preparada para la tarea. Aquel día, sin embargo, algo había
cambiado y esos hombres, a media voz, intercambiaban comentarios,
maldiciones, consejos de una utilidad más que dudosa: nadie estaba
contento de cambiar la firmeza de una conocida arena por la
inestabilidad bamboleante de unas desconocidas tablas de barco
mojadas. Severo
prestaba atención y callaba, si bien su mayor preocupación era la
posición del sol: luchar con la luz en los ojos podía suponer la
leve diferencia entre volver a casa o conocer las profundidades de la
tierra, aunque su reflejo en el agua y las armaduras iba a dificultar
esquivarla. Sus reflexiones se disiparon como bruma cuando un viejo
conocido se acercó a él para desearle suerte: un gruñido y un mal
gesto le disuadieron de pronunciar palabra. El resto ni siquiera
pretendió intentarlo. Solo continuó Severo ejercitándose antes de
la batalla en un rincón de la armería. Sus compañeros le temían y
eso era algo bueno cuando tenía que enfrentarse a ellos, pero el
resto del tiempo una parte de él se lamentaba en su cuerpo Porque él
no siempre fue así, ni siempre fue su oficio la sangre. Severo
era en realidad panadero, antiguo dueño de un pequeño negocio en
las laderas del Esquilino. Las hogazas recién horneadas le habían
permitido a él, a sus padres, abuelos, y hasta donde queda memoria,
vivir holgadamente en el segundo piso de la tahona, incluso
permitirse a veces algún capricho. Hasta que dos calles más allá
abrió otro horno con unos precios irrisorios y comenzó a perder
clientes sin remedio; redujo su margen de beneficios, pero no
regresaron. Desesperado por cubrir gastos, por una reforma que
volviera a colocar su tahona en lo más alto, arriesgó mucho en las
apuestas del circo, pero él no supo juzgar con acierto la calidad de
los carros o la velocidad de los caballos. Debiendo gran cantidad de
dinero, recurrió a los prestamistas y sus abusivos intereses le
sumieron por completo en la ruina. Su única solución sería
venderse a un lanista como gladiador de contrato, declarar su
conformidad ante un tribuno de la plebe y descender al rango de
esclavos, el primero en su familia-sus antepasados, sin duda,
estarían avergonzados-. Los 2.000 sestercios que él recibió a
cambio a penas lograron pagar algunas deudas; deudas que,
irremediablemente, seguían engullendo todas sus primas por combate
impidiéndole ahorrar para cuando algún día regresara a la
libertad. Aún así, soñaba con volver a ser panadero un día no muy
lejano en cualquier lugar que no conociera su sangriento pasado.
Aquel
día, al contrario que los anteriores, no lucharía solo contra un
igual. Habían dividido a los combatientes en dos grupos de igual
número y los habían obligado a vestir de diversa forma, con atuendo
de llamativo colorido y gran riqueza. Interrogándole a un guardia
amigo suyo que se había enriquecido sobremanera apostando por él
cuando luchaba en la arena, supo que el César Nerón deseaba recrear
una batalla naval entre los griegos y persas para dar más realismo a
la naumaquia. ¡Qué gran estupidez! Era solo el capricho costoso de
un mocoso que al público dejaría indiferente: ellos, como siempre,
habían venido a disfrutar el del combate, no a admirar el decorado.
Además, si era veracidad lo que buscaba, debió de haber escogido
alguna batalla que si sucediera, pues hasta dónde él recordaba,
nunca se habían enfrentado los griegos contra los persas. Tampoco
podía afirmarlo con rotundidad, puesto que no sabía dónde se
encontraba Persia o si alguna vez había existido. Severo nunca supo
leer ni escribir, y todo cuanto aprendiera había surgido de los
labios siempre ocupados de su padre, de las historias de su madre en
el calor sofocante de los cuatro hornos de pan, de los recuerdos
torturados de los esclavos encargados de moler el grano y amasar, del
relato confuso de un borracho en la taberna o del rápido intercambio
de información a través de un mostrador abarrotado Apenas si sabía
a sus casi treinta años contar, sumar y restar, aún con dificultad
y gracias a la panadería. Una cosa
si sabía a ciencia cierta: se sentía ridículo con esa vestimenta e
incómodo con su armadura nueva. Como
retiarius no estaba
acostumbrado a luchar con una puesta: el peso de las grebas en las
piernas ralentizaba su marcha, el casco disminuía su campo de visión
y su capacidad de reacción y la coraza le dificultaba los
movimientos. Por si fuera poco, le habían sustituido el tridente por
una espada y la red de pescador por un escudo que solo le estorbaba.
Cuanto más pensaba en la batalla naval de ese día, más empeoraba
su humor, más se enfurecía. Había sin duda muchas cosas que le
molestaban: la lucha de cualquier gladiador es un duelo en que la
supervivencia depende de la habilidad y el entrenamiento; en aquella
locura, fruto de la mente aburrida del César y de la necesidad de
distracción de Roma, debía confiar su vida, por el contrario, a
toda la tripulación de un barco, tripulación que no conocía y que
dudaba muchísimo que supiera qué es lo que hacía. Soldados,
gladiadores y marineros habían de subir a las naves, en definitiva,
profesionales entrenado para aquello, pero por desgracia eran los
menos; abundaban los esclavos y los condenados a muerte, elegidos
únicamente para rellenar los huecos y cuya aportación al
espectáculo se reducía a una ciega desesperación por la
supervivencia-que podía embotar sus sentidos en vez de hacerles
ganar destreza-, y una muerte sangrienta en los primeros momentos.
Peor destino aguardaba a los 6.000 remeros, que se hundirían con
esas naves sin poder siquiera tener la posibilidad de plantear
defensa.También
esta vez fue sacado abruptamente de sus pensamientos, en esa ocasión
con una notificación: el César Nerón se encontraba por fin en su
palco rodeado en exclusiva de sus favoritos. Entre las tablas de
madera se introducían sinuosos hasta los combatientes todos los
gritos que su llegada había arrancado veloz al pueblo, denunciando
subidas de precios, abusivos impuestos o lo caro del pan, insultando
a la amante Popea o llamando a la madre Agripina o la esposa
Octavia-las ausencias más destacadas. No tendrían mucho tiempo de
gritarle, pues los tambores tronaron, las trompetas sonaron, y las
embarcaciones, a medida que las tropas embarcaban, se agrupaban en
compacta formación de batalla para saludar a Nerón. La estridencia
de la música continuaría toda la batalla, ahogando en ocasiones la
voz del público, de los vendedores ambulantes y del espectáculo.
Después,
con nueva fanfarria, se inició el evento.
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