viernes, 10 de enero de 2014

Naumaquia

Una colaboración para Arraona Romana

A través de un estrecho ventanuco a ras del suelo, entre pies y piedra, contempló con algo de tristeza y una infinita nostalgia el perfil achacoso y consumido del anfiteatro de Statilio Tauro en el Campo de Marte. En él ya había malgastado sus mejores años. Ahora el César Nerón había decidido abandonarlo a una larga agonía, vacío de todo espectáculo que unos setenta y cuatro años antes diera razón a su vida, cuando el divino Augusto aún caminaba sobre la tierra. Mientras, en sus cercanías, había edificado un nuevo anfiteatro de madera, imponente, orgulloso, desafiante –como sólo la juventud puede–, en cuyas entrañas estaba atrapado ahora, como siempre, en una larga espera: aquel día de agosto del consulado de Lucio Pisón y el segundo para Nerón tendría por fin lugar los juegos inaugurales. Durante días, heraldos de voz melodiosa habían anunciado el evento a todas horas por las calles de Roma y por los municipios y ciudades más próximas; cartelas de madera, con los detalles de lo que pronto ocurriría, habían pendido durante semanas de las columnatas de los foros; y en las paredes de varias casas y en numerosas tumbas de los cementerios, los pintores contratados junto a los aficionados habían garabateado el lugar, la fecha, los tipos de espectáculo y hasta las sorpresas que recibirían quienes acudieran.Tanto esfuerzo dio su fruto pues los días anteriores a iniciarse los juegos el anuncio de una novedad en ellos atrajo hacia Roma a una muchedumbre tal que duplicó su población. Los alojamientos quedaron pronto repletos y muchos ganaron bastante dinero realquilando las habitaciones ya atestadas de sus insulae. La mayoría de los recién llegados, en cambio, al final acabó durmiendo en las calles aprovechando el buen tiempo. Bajo las arcadas de los templos y edificios públicos podían verse mantas y personas con las ropas remendadas, al tiempo que otros levantaban tiendas de campaña en las encrucijadas, bajo los altares.
Pero el día de la inauguración la ciudad quedó desierta, zona improvisada de la lucha entre las cohortes urbanas y los ladrones que aprovechan tanta ausencia. El resto, vociferante y en exceso ansioso, fue incapaz de esperar a las primeras luces del alba para congregarse ante las puertas del anfiteatro. Libertos, mujeres, esclavos y extranjeros demasiado pronto se confundieron en un intrincado remolino de golpes, empujones y patadas, desesperados por lograr las mejores plazas en las galerías superiores, a pesar de que en ellas el calor es intenso aún con el velarium puesto y se está condenado a contemplar de pie el evento. De poco pareció importarles este y otros detalles: ni siquiera volvieron la vista atrás para ver a quienes en la aglomeración había muertos por asfixia y aplastados, y, temerosos de perder el sitio logrado, muchos se habían llevado la comida y hasta orinales.Aún corrían escaleras arriba mientras el resto de espectadores, la mayoría, todos ellos con la ciudadanía, subían tranquilamente y transitaban con asombro las oscuras galerías, pues tienen derecho a un asiento reservado en el anfiteatro, consignado en las piezas que, con pasión, aferran en sus manos. A su paso, pinturas de brillantísimos colores adornan todas las paredes: un cuidadísimo despliegue de lascivas diosas, divinidades fuertes y valerosos héroes sobre los que algunos ya han garabateado con un punzón, ayudados por la enorme muchedumbre y la relativa oscuridad, toscos dibujos de gladiadores –reconocibles solo por el nombre-, amorfos bestiarii, imaginarios combates, irreconocibles animales, algún insulto, el anuncio de un mal negocio...Bajo su sombra podían verse toda clase de tenderetes, que venden recuerdos de todo tipo y el programa de los juegos o bien alquilan mullidos cojines para las nalgas sensibles; a su lado, pequeñas mesas de apuestas se camuflaban, más o menos, entre los puestos de comida rápida y bebidas frías, mientras los mendigos con las manos extendidas relatan sus muchos males y las fulanas aguardan bajo las arcadas una sola llamada, divertidas por las correrías de los niños que roban las bolsas de monedas a los pobres distraídos y huyen a la carrera. Las voces de los comerciantes, anunciando con toda la potencia posible las mil y una excelencias de sus productos, apenas logran hacerse oír sobre la algarabía de compradores y espectadores que buscan sus sitios. Sin embargo, el espectáculo que se abrió ante sus ojos mereció sin ninguna duda la larga y cansada espera. Una sinfonía de túnicas de colores comenzaba a extenderse a lo largo y ancho de las gradas, acentuada o mitigada por la larga sombra de un velarium azul celeste salpicado de estrellas y planetas tejidas con sedas, cuyas formas podían verse, alargadas, en multitud de cuerpos y caras. Bajo ellos, sin saberlo, se encontraba una complicada red subterránea de conductos, canales y esclusas que conectaba el anfiteatro con el río Tíber cercano y que había permitido inundar a voluntad el recinto, donde aguardaban, inocentes, dos flotas de doce embarcaciones, cada una con un total de 6.000 remeros que esperaban en una plácida deriva la inminente llegada de 3.000 combatientes. El público más avezado pudo reconocer birremes y trirremes completamente equipados, construidos con maderas nobles y pintados de intensos azules, rojos y blancos. No obstante, conservaban el nombre solo por el diverso tamaño de su eslora ya que por problemas de capacidad del recinto se habían reducido el tamaño de las embarcaciones y las filas de remeros a una sola.No eran esas las únicas precauciones que se habían tomado Los días anteriores se habían impermeabilizado las paredes con negra brea para intentar evitar toda fuga de agua, color que contrastaba poderosamente con el inmaculado mármol del pódium adornado de varios mosaicos y las brillantes togas de sus ocupantes, o con el pórfido rosa y las guirnaldas de rosas que revestían el palco imperial, donde todavía no se encontraba Nerón.

*  *  *

Mientras el color y el bullicio reinaban en la superficie, la situación era muy distinta bajo las gradas. En las oscuras galerías, los gladiadores siempre guardan silencio cuando revisten las protecciones y toman las armas, entregados unos a sus oraciones a Némesis y otros a sus pensamientos. Es algo que pocos saben: para enfrentarse a la muerte son necesarias fortaleza física, gran habilidad, mayor destreza, pero sobre todo una mente libre de cargas, convencida y preparada para la tarea. Aquel día, sin embargo, algo había cambiado y esos hombres, a media voz, intercambiaban comentarios, maldiciones, consejos de una utilidad más que dudosa: nadie estaba contento de cambiar la firmeza de una conocida arena por la inestabilidad bamboleante de unas desconocidas tablas de barco mojadas. Severo prestaba atención y callaba, si bien su mayor preocupación era la posición del sol: luchar con la luz en los ojos podía suponer la leve diferencia entre volver a casa o conocer las profundidades de la tierra, aunque su reflejo en el agua y las armaduras iba a dificultar esquivarla. Sus reflexiones se disiparon como bruma cuando un viejo conocido se acercó a él para desearle suerte: un gruñido y un mal gesto le disuadieron de pronunciar palabra. El resto ni siquiera pretendió intentarlo. Solo continuó Severo ejercitándose antes de la batalla en un rincón de la armería. Sus compañeros le temían y eso era algo bueno cuando tenía que enfrentarse a ellos, pero el resto del tiempo una parte de él se lamentaba en su cuerpo Porque él no siempre fue así, ni siempre fue su oficio la sangre. Severo era en realidad panadero, antiguo dueño de un pequeño negocio en las laderas del Esquilino. Las hogazas recién horneadas le habían permitido a él, a sus padres, abuelos, y hasta donde queda memoria, vivir holgadamente en el segundo piso de la tahona, incluso permitirse a veces algún capricho. Hasta que dos calles más allá abrió otro horno con unos precios irrisorios y comenzó a perder clientes sin remedio; redujo su margen de beneficios, pero no regresaron. Desesperado por cubrir gastos, por una reforma que volviera a colocar su tahona en lo más alto, arriesgó mucho en las apuestas del circo, pero él no supo juzgar con acierto la calidad de los carros o la velocidad de los caballos. Debiendo gran cantidad de dinero, recurrió a los prestamistas y sus abusivos intereses le sumieron por completo en la ruina. Su única solución sería venderse a un lanista como gladiador de contrato, declarar su conformidad ante un tribuno de la plebe y descender al rango de esclavos, el primero en su familia-sus antepasados, sin duda, estarían avergonzados-. Los 2.000 sestercios que él recibió a cambio a penas lograron pagar algunas deudas; deudas que, irremediablemente, seguían engullendo todas sus primas por combate impidiéndole ahorrar para cuando algún día regresara a la libertad. Aún así, soñaba con volver a ser panadero un día no muy lejano en cualquier lugar que no conociera su sangriento pasado.
Aquel día, al contrario que los anteriores, no lucharía solo contra un igual. Habían dividido a los combatientes en dos grupos de igual número y los habían obligado a vestir de diversa forma, con atuendo de llamativo colorido y gran riqueza. Interrogándole a un guardia amigo suyo que se había enriquecido sobremanera apostando por él cuando luchaba en la arena, supo que el César Nerón deseaba recrear una batalla naval entre los griegos y persas para dar más realismo a la naumaquia. ¡Qué gran estupidez! Era solo el capricho costoso de un mocoso que al público dejaría indiferente: ellos, como siempre, habían venido a disfrutar el del combate, no a admirar el decorado. Además, si era veracidad lo que buscaba, debió de haber escogido alguna batalla que si sucediera, pues hasta dónde él recordaba, nunca se habían enfrentado los griegos contra los persas. Tampoco podía afirmarlo con rotundidad, puesto que no sabía dónde se encontraba Persia o si alguna vez había existido. Severo nunca supo leer ni escribir, y todo cuanto aprendiera había surgido de los labios siempre ocupados de su padre, de las historias de su madre en el calor sofocante de los cuatro hornos de pan, de los recuerdos torturados de los esclavos encargados de moler el grano y amasar, del relato confuso de un borracho en la taberna o del rápido intercambio de información a través de un mostrador abarrotado Apenas si sabía a sus casi treinta años contar, sumar y restar, aún con dificultad y gracias a la panadería. Una cosa si sabía a ciencia cierta: se sentía ridículo con esa vestimenta e incómodo con su armadura nueva. Como retiarius no estaba acostumbrado a luchar con una puesta: el peso de las grebas en las piernas ralentizaba su marcha, el casco disminuía su campo de visión y su capacidad de reacción y la coraza le dificultaba los movimientos. Por si fuera poco, le habían sustituido el tridente por una espada y la red de pescador por un escudo que solo le estorbaba. Cuanto más pensaba en la batalla naval de ese día, más empeoraba su humor, más se enfurecía. Había sin duda muchas cosas que le molestaban: la lucha de cualquier gladiador es un duelo en que la supervivencia depende de la habilidad y el entrenamiento; en aquella locura, fruto de la mente aburrida del César y de la necesidad de distracción de Roma, debía confiar su vida, por el contrario, a toda la tripulación de un barco, tripulación que no conocía y que dudaba muchísimo que supiera qué es lo que hacía. Soldados, gladiadores y marineros habían de subir a las naves, en definitiva, profesionales entrenado para aquello, pero por desgracia eran los menos; abundaban los esclavos y los condenados a muerte, elegidos únicamente para rellenar los huecos y cuya aportación al espectáculo se reducía a una ciega desesperación por la supervivencia-que podía embotar sus sentidos en vez de hacerles ganar destreza-, y una muerte sangrienta en los primeros momentos. Peor destino aguardaba a los 6.000 remeros, que se hundirían con esas naves sin poder siquiera tener la posibilidad de plantear defensa.También esta vez fue sacado abruptamente de sus pensamientos, en esa ocasión con una notificación: el César Nerón se encontraba por fin en su palco rodeado en exclusiva de sus favoritos. Entre las tablas de madera se introducían sinuosos hasta los combatientes todos los gritos que su llegada había arrancado veloz al pueblo, denunciando subidas de precios, abusivos impuestos o lo caro del pan, insultando a la amante Popea o llamando a la madre Agripina o la esposa Octavia-las ausencias más destacadas. No tendrían mucho tiempo de gritarle, pues los tambores tronaron, las trompetas sonaron, y las embarcaciones, a medida que las tropas embarcaban, se agrupaban en compacta formación de batalla para saludar a Nerón. La estridencia de la música continuaría toda la batalla, ahogando en ocasiones la voz del público, de los vendedores ambulantes y del espectáculo. 
Después, con nueva fanfarria, se inició el evento.

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