viernes, 3 de enero de 2014

Un día en las termas


Todo estaba listo desde hacia ya demasiados meses. Por fin llegaba, y bajo un cielo encapotado de blanco grisáceo en que a duras penas el sol lucía y se entreveía, se inaugurarían las nuevas termas del César Marco Aurelio Severo Antonino Augusto: Caracalla. El agua pura, cristalina y clara del Aqua Antonianiana rugía de súbita impaciencia anunciando placeres nuevos para una plebe siempre ávida. Varias horas atrás, cuando la oscuridad de la noche aún era espesa y profunda y las sombras de los muertos que no encuentran jamás el descanso eterno lloran y se arrastran por cada cementerio, gentes de toda condición-algunos romanos, otros recién llegados-aguardaban de pie la apertura, ansiosos, con sueño y sin alimento, envueltos en sus gruesos mantos de lana vieja que apenas si dejaban ver el rostro helado de quienes los portaban y a media voz, algo temerosos, de continuo mirando por encima del hombro, susurraban un nombre prohibido a unos completos desconocidos: Publio Septimio Geta, el desafortunado, antiguo César, asesinado seis años atrás en brazos de su propia madre Julia por su único hermano, co-emperador, Caracalla... Sus termas estaban pensadas para ganarse el perdón y beneplácito de un pueblo que indiferente olvida cuando recibe una buena oferta y sin embargo súbito recuerda al calor del vino de taberna. Las primeras luces del alba anunciaron con dulces clamores de timbales y trompetas que las termas quedaban inauguradas. Amplios jardines hasta donde se pierde la vista daban la bienvenida con parras de abundantes uvas donde se cobijaban los que aman, los que lloran o los que conspiran; altos árboles frutales ofrecían alimento y sombra; las gráciles ninfas de mármol pintado se escondían tras arbustos de mil aromas y los sátiros de granito acechaban por los parterres de rosas; ninfeos de mármol ofrecían sombran donde el agua componía canciones olvidadas de poetas muertos que solo los peces escuchaban bajo nenúfares de inmaculado blanco y brillante rosa; fuentes que acogían esculturas hermosas de todas partes del Imperio daban de beber el agua más pura...
Los caminos de piedra conducían a serpenteantes senderos de tierra batida que se perdían entre espesas malezas y enredaderas o, de una forma casi imperceptible, seguían a través de plantas exóticas nunca vistas hasta la cien tiendas de las termas, donde elegantes tenderos ofrecían los abundantes productos del Imperio, desde los mejores vinos de Falerno, las espesas salsas de Gades o las suaves fragancias de los rincones perdidos de Arabia, al suave tejido que desde el confín del mundo la Ruta de la Seda porta, algodón egipcio, manjares que no solo calman el apetito...Para los intelectuales, la gran biblioteca, hermana pequeña de la custodiada en la magna Alejandría, donde el emperador ordenó se dispusieran todos los libros jamás escritos. No obstante, el vestuario espera, donde los esclavos de blancas togas custodiaban las pertenencias: ¿qué prefieres ahora? En el gimnasio los jóvenes se enfrentan en el pancracio, y en las salas pequeñas, los esclavos dan masajes y depilan a hombres y mujeres que así lo desean, como si no fuera suficiente la natatio a cielo abierto para desterrar preocupaciones y penas, o las bañeras talladas en una sola pieza de granito que esperan en la gran galería, donde ni el calor abrasa ni el frío hiela. Pero sin duda es el caldarium lo que visitar más desean; tras un amplio y caldeado vestíbulo, con pavimento de planchas de pizarra, se encontraba la gran piscina de agua cálida. El caldarium, porticado, es una gran sala circular de cuádruple altura; algunos dicen, quizás exageran, que es tan grande como el Panteón del gran Agripa. Dotado de enormes ventabas en arco cerradas por coloridas vidrieras montadas sobre reja metálica, las paredes están revestidas con placas de mármol de los más diversos colores: pórfido negro, mármol rojo de Eretria y blanco de Paros, negro de Quíos, de Carrara y del Pentélico... Arriba, en lo alto, la inmensa bóveda de crucería con un óculo inmenso, desdibujado por un vapor solo en aumento, se confundía con el cielo tras sus mosaicos de pasta vítrea de verde musgo y azul intenso. En la piscina, el reflejo multicolor de las vidrieras, el oscilar continuo del agua, el susurro de la voz relajada y el vapor daban vida a nínfas, delfines, sirenos y monstruos marinos trazados en mosaicos negros, que el intenso calor y la constante sudoración confundían con las bellas esclavas de gruesas trenzas, largas melenas y elegantes, cortas túnicas, pegadas a la piel por la sudor, la humedad y el agua. Bastaba expresar un deseo para que ellas corrieran a satisfacerlo: un masaje, un ungüento, el estigil que arrastra la suciedad, una toalla limpia, algo de beber, un alimento, quizás algo de música, una buena lectura, un poema a recitar, un compañero que se quedó atrás, cosas que tu puedes imaginar y yo no pronunciar...
Anfitrite, la más joven de las esclavas, no tardó en huir de la sala. Corriendo entre las bañeras y las salas, atravesando gimnasios y saunas, pasó desapercibida su huida por la bandeja de dulces que portaba y que a todo el mundo que sospechaba ofrecía y pronto, aliviada, salió del complejo y vio las luces mortecinas del primer día. No tenía mucho tiempo. Más allá de los dieciocho monstruosos depósitos de agua, pensados para cubrir las necesidades de las termas en los momentos de mayor afluencia, se escondía entre el ramaje, a ras del suelo, la boca de un pozo negro, tan solo trazada por un arco de medio punto a fondo de unas empinadas escaleras que se hundían hasta enraizar en la tierra. Con cuidado, comenzó el tortuoso descenso al Averno y a medida que bajaba el sudor corrió de nuevo espeso por su grácil cuerpo y padeció alguna vez tal sofocación, una asfixia progresiva que le hizo temer que no regresaría, que hubo de detenerse en varios momentos para no perder el sentido, la consciencia y el aliento. Finalmente, tras gran esfuerzo, alcanzó el lúgubre laberinto de hollín y fuego que ocultaban los elegantes suelos, un bosque de pilastras de ladrillos negros, que sustentaban el doble suelo por el que de continuo discurría el calor, y las paredes de ardientes tubos de cocido barro, por donde salía el humo de las hogueras y el agua caliente arrastrando miseria y mierda. Más no era suficiente porque apenas respirar se podía y su pecho se alzaba y descendía, desesperado, buscando una bocanada de aire que no fuera infecto. Contras las paredes se amontonaban no elegantes mosaicos ni mármoles de rincones lejanos, si no la codiciada madera de abeto, olorosa y que no produce humo en exceso,  cuyas cenizas se recuperarían para las lavanderías; al agua también se aprovecharía: iría a parar a las letrinas, se reciclaría para los grandes molinos o finalmente se desaguaría en las cloacas, donde iban a parar también, una vez muertos, los que allí se hacinaban, como si solo fueran otro deshecho más de las termas de Caracalla. Los ojos azules de la esclava, acostumbrados al resplandor del sol en estanques y mármol, tardó en acostumbrarse a la profunda oscuridad de rostros cadavéricos que la acechaban en silencio. Aquellos desgraciados que habitaban las cavernas no veían la luz del sol, y desesperados se aferraban a una brizna de resplandor de lucernas y de hogueras. El esclavo Nereo, lejos al fin de los altos e insaciables hornos, la vio mucho antes de que lo hiciera ella. Se acercó en el silencio y la quietud de la sombra que era. Alargó la mano, ansiosa, para sentir en sus ásperas y encallecidas yemas la piel suave y perfumada de la esclava, pero no se atrevió a tocarla: si tiznaba su piel o su ropa seguro que su capataz la castigaría. Con los brazos doloridos de amores insatisfechos y la boca contraída de los besos devorados, se inclinó tan solo para grabar en su memoria el sonriente rostro amado, que le mostraba aquella bandeja con manjares que mejores bocas no quisieron como si fuera un gran trofeo; y lo era, ¡maldita sea!, estaba hambriento; un compañero aquella mañana había caído de hambre y sed muerto. Si, Anfitrite era buena, era cariñosa, era hermosa, era más de lo que él merecía; aún no sabía como aquella criatura destinada a grandes hombres y amplias salas le había descubierto en las profundidades de aquella tumba ardiente y oscura. Si no fuera por esos fugaces instantes en su compañía hacia tiempo que como muchos de sus compañeros, llegados de otras termas, se habría entregado a la noche o al fuego para acabar así con su tormento o se arrastraban enloquecidos lanzando infinitos gritos al son de los torturados bramidos del agua. Pero, ¿y si la vendían? Él nunca podría comprarla y quienes decidían su destino nunca le dejarían amar a una esclava tan cara. Nereo vivía con la esperanza del próximo encuentro y el temor de que de nuevo no sucedería. ¿Por qué no comprendían que él valía para algo más que acarrear madera, avivar hogueras? ¿Qué como todos los hombres tenía un corazón que latía? Anfitrite, con una sonrisa, se dio media vuelta y desapareció por las escaleras; atrás quedó su aroma a mirra y canela. El capataz, mientras tanto, ya le llamaba para que encendiera otra hoguera. Se había acabado su loco sueño en las cavernas. Quizás esa noche, mientras los demás dormían entre pilastras de ladrillos, junto a los troncos de madera, podría salir fuera de la tumba para verla: añoraba el resplandor de las estrellas.


*Fotografía 1: Panorámica de las termas de Caracalla
*Fotografía 2 y 3: "Las termas de Caracalla" y "Alfarero romano", de Alma-Tadema


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