Mientras Cecina Severo, sin fuerzas, sin esperanzas, en los infectos y pestilentes pantanos germanos con las rodillas hundidas, las armas caídas, las almas en el terror perdidas, luchaba hasta la última frágil brizna de su valioso y extenuado aliento contra hordas de bárbaros ávidos y hambrientos de humillaciones, de victorias, de vidas y de sueños ajenos, mi hermano Germánico emprendía con despreocupada tranquilidad por la gala costa lo que a ojos de todos no era una retirada estratégica sino tan solo huida vergonzosa ¡sin haber sufrido una sola derrota! ¡sin ni siquiera haber conquistado una porción ridícula de tierra que una vez, para un mayor agravio, fue por derecho por entero nuestra!... ¡Oh, Manes de mi padre, el buen, el siempre añorado Druso! ¡¿Acaso no sentía Germánico su justa airada presencia allá donde fuera?!... Quizás solamente yo, a quién la muerte ya llega, puedo sentir estas infernales sombras que enfurecidas me acechan... Sin embargo, la divina Fortuna, declarada enemiga de mi persona desde el mismo instante en que naciera, ¡desgraciada ramera y experta alcahueta!, siempre sonrió a tu hijo sin motivo con más intensidad y benevolencia que a cualquiera que envuelto en llanto suplicara día y noche sin descanso en sus altares y su riqueza en sacrificios sin dudar la ofreciera, sino que era ella, ¡ella!, ¡sin duda ella!, la que imploraba anhelante a mi hermano Germánico con el rostro embadurnado y arrasado de pena, la que cada noche, apestando a perfume barato, cubierta apenas de vaporosas telas, se tendía deseosa en su lecho y le abría a tu hijo las piernas mientras con clara lujuria se acariciaba los senos. ¡Puta, puta irracional y traicionera!... porque aunque me doliera reconocer la ineptitud de un hermano a quién siempre he amado y admirado, lo cierto es que su incapacidad en la germana frontera al hacerse pública quizás sirviera al fin para arrasar el disparatado e ilógico amor que nuestro pueblo romano desde siempre por él sintiera y ensalzar la casa de Druso y Tiberio César, a la que muy a mi pesar mi niña y yo perteneciéramos. Casi podía ver nítida mi imagen envuelta en púrpura siendo aclamada por un populacho ávido por fin de mi presencia, el cariño y el afecto de esos desconocidos de ropa harapienta llenando aquel vacío de mi estéril y detestable existencia, el ejercicio del poder como bálsamo para la carencia constante de cosas más mundanas que colman otras vidas de felicidad a manos plenas, estatuas y monedas con mi rostro severo sustituyendo el roce de caricias y besos, títulos grandilocuentes con los que arroparme en mis noches vacías de sábanas frías. Pero la rueda de la divina Fortuna siempre gira y gira, arrojando al barro y al mundo de los sueños lo que un momento atrás se creyó muy cierto, y así la eterna ramera volvió a abofetearme con suma fuerza antes de echar a correr rauda tras Germánico cuando inútil descendía por oscuros y extranjeros mares pensando únicamente, quizás, en sus hijos y en su asquerosa esposa y no en la gloria de Roma, para hacerle partícipe antes de alcanzar seguro suelo galo del precario triunfo alcanzado por Cecina Severo, para él un simple subordinado, en la batalla de los Puentes Largos, la primera -¡no debemos olvidarlo!- sobre el más temible, invicto, caudillo germano. Sólo entonces volvió mi hermano sobre sus pasos, ya fuera porque viera una oportunidad de pronta victoria manifiesta, porque repentinamente se sintiera abochornado por una actuación que no hacia mucho juzgó erróneamente como correcta o porque no deseara regresar a la Ciudad de aquella forma, inepto, derrotado, sin valor, incompetente, despreciado, al tiempo que su legado lograba la única victoria en aquella campaña en exceso costosa que había despertado las encendidas iras del César. Tiberio buscaba con una gran hazaña en las tierras germanas legitimar definitivamente su reinado emulando las gestas del divino Augusto donde él por culpa de Varo había fracasado, y ahora tan solo podía guardar férreo silencio mientras se retorcía enfurecido las manos y en el cuello, enloquecida, latía frenética una vena; mientras, el populacho le abucheaba de camino al Senado y ensalzaba en cambio a gritos la dudosa gloria y fama de mi hermano, olvidando, quizás intencionado, las victorias que mi tío sí alcanzó en suelo germano y que había sido su sangre y no la de Germánico la vertida en la difícil conquista de aquella provincia perdida. La rueda de la Fortuna, siempre injusta, le estaba aplastando.
No corría mejor suerte Arminio con esta diosa ramera. Desconcertado y perdido, como cualquier amante abandonado por aquella que durante tanto tiempo le ha prodigado en exclusiva la totalidad de sus favores y ahora se entrega ávida a multitud de hombres, la muerte y la derrota le vigilaban atentas y hambrientas desde cerca tras que la batalla de los Puentes Largos concluyera, obligado como estaba el caudillo germano contra su voluntad a un enfrentamiento directo que de nuevo restaurara su mando por completo e impusiera así otra vez su gobierno sobre una horda descontrolada e irracional de bárbaros acostumbrados a la entera libertad y que únicamente buscaba sacudirse por fin lo que juzgaban de tiránica autoridad cuando la paz definitiva hubieran alcanzado. La desesperación y la locura no tardó tampoco en ofuscar el antes claro entendimiento de Arminio, fruto de la educación recibida como rehén en Roma, ante la mínima posibilidad de recuperar a su esposa y abrazar a su hijo Tumelico recién nacido, que como rehenes, prisioneros y señuelos viajaban junto a mi hermano hacia las Galias y que de improviso, junto a Germánico y numerosas tropas, ascendían de nuevo por las costas y alcanzaban el estuario del río Ems, penetrando en el interior hasta el poblado de Idistaviso, entre una curva del río Weser y un bosque profundo. Allí, entre el río y el bosque, existía una estratégica colina donde en posición de batalla esperó Germánico a las tropas germanas con cuatro legiones más un refuerzo formado por cohortes de otras cuatro legiones; en total, según me narró más tarde, unos 24.000 legionarios... ¡por fin mostraba ser digno del nombre de Claudio! El César Tiberio, además, para dar muestra de su apoyo en la campaña de cara al populacho que le despreciaba, así como para poder reclamar más tarde su participación en la misma si necesitado de halagos se encontraba, había enviado dos cohortes reforzadas de pretorianos. También contaba mi hermano con 20.000 auxiliares galos, bátavos y helvecios, fieles y de lealtad probada; por último, 6.000 jinetes de caballería pesada y 1.500 de ligera. En total, unos 57.500 soldados... ¡maravillosa cifra para imponer justicia necesaria y deseada! Arminio, en cambio, tan solo tenía consigo 50.000 infantes de varias tribus enfrentadas entre sí y apenas 1.000 jinetes. La divina Fortuna debió de reírse de su anterior amante mientras con ternura besaba la nuca de mi hermano. Incapaz de comportarse como un hombre y luchar como tal de frente, no usando las tretas de un niño, el caudillo germano ocultó su caballería y parte de su infantería en el bosque con la orden de atacar nuestro flanco derecho; el resto del ejército se colocó en la colina frente a nuestro ejército, buscando como era ya su costumbre vencer por engaños. Germánico en cambio desplegó en la primera línea de combate a las tropas auxiliares con la misión de desgastar al enemigo; en segunda línea, cuatro legiones y a la guardia pretoriana comandada por él mismo, en el centro; y en tercera línea, las cohortes. Mi hermano, haciendo por fin honor y exhibición de la destreza y el saber de nuestro padre, el buen Druso, intuía sin duda las intenciones de Arminio de flanquearle, y cobarde, como todo bárbaro, atacarle por la espalda, por lo que colocó a su caballería en el bosque.
Mi tío, el César Tiberio, me privó de conocer el desarrollo de la batalla, convencido como estaba de que la guerra y el gobierno no es asunto de mujeres, y se contentó con comunicarme días más tarde cuál había sido el definitivo resultado de la contienda, así como permitirme con desagrado y una mirada severa obtener algo de información deshilvanada de lo allí acontecido por comentarios rápidos en torno a la mesa obtenidos de Druso por su lengua inquieta y su torpeza. Sin embargo, mi tío, que se preciaba tanto en público de conocer bien a las personas y de todo estar informado, no veía a Lucio Sejano sonreírme cómplice tras su nuca; no sabía, sin duda, que, desde hacía tiempo, era informada por el prefecto de todo cuando sucedía y de cuanto se hablaba en la privacidad del imperial despacho y el Senado y que incluso aquel hombre había desplegado ante mí un mapa de la zona de la batalla para poder explicarme, con mis anillos como soldados, lo que había sucedido con Germánico y Arminio en aquel suelo germano; una cadena de favores de la que yo disfrutaba y sacaba provecho, pero de la que esperaba con temor saber la razón y el precio. Mientras permanecía seria sentada, Sejano movía mi esmeralda para mostrar como la infantería germana comenzó la batalla lanzándose contra los nuestros; la lucha, aseguró, fue igualada y parte de los auxiliares tuvieron que refugiarse tras la segunda línea que consiguió, no sin apuro, contener las fuerzas germanas. Pero nuevamente Inguiomero, el tío de Arminio -para mí, una resplandeciente perla-, volvió a desobedecer las órdenes de su sobrino como en los pantanos ya hiciera, precipitando así la batalla. Nuestra caballería no esperó para verse atacada y tomó la iniciativa, poniendo así a los germanos en fuga. Mientras nuestra caballería ligera perseguía a la caballería germana, la caballería pesada atacó el flanco derecho de las tropas de Arminio y los auxiliares a un mismo tiempo pudieron romper la línea germana cercando a nuestros enemigos en reducidos grupos; el resto, en lugar de socorrerles, huyó con dificultad por el bosque y la curva del río. No les sirvió de nada. Era la hora que con tanto ahínco toda Roma esperara, el momento de la ansiada y justa venganza, de otorgar paz a los enfurecidos manes y lémures que por el bosque de Teotoburgo vagaban. Las bajas en el ejército enemigo, afirmaba Sejano, se contaban en 15.000 frente a tan solo 1.000 de los nuestros. Arminio por desgracia había sobrevivido: cobarde como siempre fuera, se había embadurnado el rostro con sangre de un soldado caído y había huido. "¿Qué sucederá ahora?", pregunté con voz queda. Sejano encogió los hombros y se despidió con una respetuosa inclinación de cabeza
* Fotografía 1: "La rueda de la Fortuna", de Edward Burne-Jones
* Fotografía 2: Escultura de bronce de Germánico conservada en el Museo de Amelia Terni (Italia)
* Fotografía 3: "La súplica", de Lawrence Alma-Tadema
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