Druso estaba entusiasmado. En sus ojos, en ese rostro avejentado, por las preocupaciones, los desprecios, las humillaciones, el vino, las peleas, las rameras y los años profundamente demacrado, podía ver por vez primera una chispa, pequeña, juguetona, danzarina y traviesa, que jamás contemplara en ellos antaño. Era casi como tener a Cayo de regreso a mi lado, hablándome de las maravillas de Oriente y de sus planes para un futuro que nos fue injusta y cruelmente arrebatado. Incluso me sonreía... Pocas veces me había dedicado una sonrisa, ni siquiera en el nacimiento de nuestra única hija... y ahora insistía siempre fervientemente en que nos acompañara a todos lados mi niña. Sin duda, quién nos viera podría pensar que eramos una familia, ¡qué tontería!... Y allí estaba yo, madre: yo misma. Hermosa y perfecta arrancado de la fría piedra. No quedaba nadie en el taller del marmolista, ni siquiera el insigne artista. Druso había planeado aquel momento, con una meticulosidad que nunca exhibiera ni se le atribuyera, solamente para nosotros, para el disfrute de nuestras ambiciones y nuestros ojos. Ahora esa estatua, como el resto de las que me representan, yacerá rota en mil pedazos en las sucias y fétidas profundidades del río Tíber, y aunque me duela, no me importa: aquella era yo y no lo era. Era, en verdad, la falsa Livila, que con tanto esmero yo construyera y tras la que tantas veces me escondiera, quién, envuelta en una túnica sencilla y austera, de muy cuidados pliegues y azules intensos, observaba la lejanía con imperturbable serenidad y un tierno rubor en las mejillas, la frente con todo altiva, finalizada en una diadema digna que desterraba cualquier pretensión de una corona. El brazo izquierdo se cruzaba bajo los senos protegiendo el vientre con la mano cayendo indolente contra las ropas; era la muñeca quién sostenía el codo del brazo izquierdo, el cual se alzaba despreocupado hasta que su mano pudiera con delicadeza apartar de mi rostro el tupido velo. Como bien sabrás, madre, aquel era el gesto común para la representación de la divina Pudicitia, lo que me convertía a mí, ¡únicamente a mí!, en la nueva encarnación y ejemplo de la modestia, la virtud y la fidelidad para la totalidad de las mujeres del Imperio, como en su día, bajo el gobierno del divino Augusto, lo fueron mis abuelas Octavia y Livia. ¡¿Quién mejor que yo entonces para servir de modelo de las antiguas costumbres e inmemorial moralidad de la Roma monárquica que con nosotros renacía?! La sonrisa de Druso se ensanchaba por momentos, como si también comprendiera todo aquello. En aquel único arrebato de cariño intenso que le conocí mientras en teoría compartió mi lecho, me aferró por la cintura y me besó en la mejilla... Orgullo, entendí al fin atónita... Era orgullo aquella chispa que saltaba en sus por lo común apagados ojos. Orgullo por mí, por su esposa... Pocas veces alguien se había enorgullecido de mí hasta esa hora. Agaché la cabeza para devorar las enternecidas y agradecidas lágrimas que pugnaban por huir de mis ojos al tiempo que Druso aumentaba su amarre y enredaba en su mano mis dedos. Julia, en su infantil, maravillosa, inocencia, parecía no entender de esa estatua su gran transcendencia, y admirada por cuanto veía, recorría el taller en busca de bellezas nuevas. Fue ella quién encontró la última sorpresa: en una esquina, casi olvidado, la imagen de mi marido aún luchaba por salir del mármol: su rostro estaba por completo devastado, pero su pelo no había sido tocado, y sus manos de venas muy marcadas parecían aferrarse a la piedra intentando coger impulso para escapar de ella. Antes de exigir respuestas por una obra cuya ejecución desconocía, Druso ya anunciaba que, una vez estuviera acabada, ambas -la suya y la mía-, junto a otra de su padre Tiberio vestido con coraza, serían colocadas en el mismo corazón del foro del divino Augusto, donde los antepasados de la familia Julia observaban pasar desde las arcadas Roma bajo sus plantas. Mi marido ensanchó su sonrisa, y mientras me petrificaba, los ojos de la marmórea Livila parecía vigilarme divertidos con vida. Lo comprendía: con aquel sencillo gesto nos convertíamos de forma pública en herederos de la dinastía. ¡Nosotros! ¡No Germánico ni Agripina! Mis sueños por fin se cumplían. Y, sin embargo, como tantas veces antes, como tantísimas veces más tarde, el poder y la gloria no tardaron en convertirse en cenizas en mi boca.
Las estatuas que me representaban como Pudicitia se alzarían en los grandes espacios públicos de Roma antes de la llegada de Germánico y Agripina, las monedas que me mostraban como nueva encarnación de la Pietas circularían por primera vez el mismo día que los falsos triunfos de Germania se celebrarían: público escarmiento, pública burla, humillación pública, por su imperial comportamiento en las Galias mucho más allá de toda medida y sus burdas pretensiones mal disimuladas de honores y cargos que no les correspondían, pensadas sobre todo para ridiculizar a Agripina -mostrándola el lugar que, en verdad, la pertenecía y no el que ella creía que poseer debería, comportándose como si en breve se le otorgaría o como si ya antes se le concedía- y no tanto a mi pobre hermano, a quién ella, egoísta, ridícula y estúpida, arrastraba en su caída.. Germánico abandonaba el campo de batalla para entrar en otra guerra aún más encarnizada, por el simple hecho de ser oculta, desconocida y soterrada; por no contar con soldados, sino con dobles sentidos y con confusas palabras; por no contar con tácticas, sino con sucias artimañas; por no suceder cara a cara, sino ignominiosa a la espalda; no a plena luz del día, sino entre las sombras que se arrastran, en susurros que solo engañan. Y él, como siempre confiado e ingenuo, como un niño que aún mamara del pecho, ni siquiera estaba en guardia, sino que con sus acciones avivaba el fuego que le rodeaba y ayudaba a cavar la tumba que pronto le sepultara. Hispania, Galia e Italia competían entre sí, ofreciéndole a tu hijo lo que cada una de ellas tenía disponible: armas, oro, caballos... Germánico, después de alabar su buena disposición y tomar tan solo las armas y los caballos para la guerra, socorrió a los soldados con su propio dinero; a los heridos, es más, los visitaba diariamente en su camino de regreso a casa, y a fin de mitigar el recuerdo de la derrota, o de preparar el terreno para difundir la creencia de la falsa victoria, ensalzaba las hazañas de cada uno y con su afabilidad, se los ganaba, dándoles renovadas fuerzas para una próxima posible guerra, a unos con la esperanza, a otros con la gloria, a todos con las palabras. Aquellas medidas, en apariencias intrascendentes e inicuas, también enfurecieron a Tiberio: decía que mi hermano se comportaba con atrevimiento e insolencia como un César, aceptando sin consultarle lo que las provincias le ofrecían cuando era a él, Imperator, al que debieron dar aquellos presentes a manos llenas; que pretendía comprar la voluntad de los soldados con mil sobornos de su propia fortuna y que con sus atenciones, como ya hiciera Agripina en su ausencia, buscaba únicamente reclutar un grupo de fieles con las que amenazar la autoridad del Senado y el Pueblo de Roma, ocupando el trono que éstos, legítimamente, en su día les negaran...
Conocía lo suficiente a mi tío para saber que eran solo excusas para declarar la guerra: si Germánico no hubiera aceptado los presentes de Hispania, Galia e Italia habría dicho de él que era altivo e ingrato; si no hubiera pagado de su dinero los gastos, habría Tiberio sin duda argumentado que cargaba a las arcas del Estado el precio de sus fracasos; si no se hubiera preocupado por los soldados, le habría acusado de ser un mal general y un peor romano. El ánimo grave del César estaba desde hacia tiempo predispuesto en contra de Germánico, y nada de lo que hiciera podía ser ya de su agrado: envidiaba y temía su popularidad demasiado. Su última medida no hacia más que confirmar mis sospechas y mis temores: Tiberio, sin vacilaciones, ponía de nuevo en vigor la ley de lesa majestad, en su día por Augusto instituida para castigar los delitos contra la dignidad del Estado y su soberanía, en mayor parte identificados con el César y su dinastía. Falanio y Rubrio, dos caballeros modestos, y Granio Marcelo, pretor de Bitinia, fueron los primeros acusados en virtud de esta ley y también los primeros absueltos. No se buscaba su condena, sino que sirvieran de advertencia en calidad de amigos cercanos de Germánico y de Agripina. Tiberio, quién con una mano de cara al populacho a su hijo adoptivo mil honores ofrecía, con la otra, a escondidas, segaba la hierba y arrancaba la tierra bajo sus pies. Aterrada, comprendía súbitamente que, de nuevo, no podría salvar al que más quería. Mi objetivo había sido siempre garantizar la desgracia de Agripina, pero asegurar al mismo tiempo para mi hermano la supervivencia, la gloria y un nuevo día. Ahora entendía que sus destinos estaban tan indisolublemente unidos que sería dificil, cuando no improbable, salvar a Germánico y hacer perecer a Agripina. Necesitaba un poderosa aliado que me ayudara a salvar a tu hijo de la caída, ¿pero quién era más poderoso que el Imperator? ¿Quién podía influir tanto en Tiberio que se aviniera a no destruir a su aborrecido sobrino e impuesto hijo adoptivo?... Solo había una respuesta.Sejano me sonreía en la sombra. Más que repugnarme su astucia y su perfidia, me sentía admirada y realmente atraída: había conocido mi espíritu con una sola mirada, había sabido sin palabras la importancia que tenía para mi Germánico, la total ausencia de confianza en mi marido Druso Cástor, mi desesperada necesidad de proteger a quienes tanto adoraba tras mis anteriores fracasos, y me había forzado por el bien de sus intereses a necesitarlo ayudando a destruir lo que amaba y prometiéndome en silencio al mismo tiempo que con su ayuda podría salvarlo
Fotografía 1: Livia como Pudicitia, en los Museos Vaticanos
Fotografía 2: "No me preguntes más", acuarela de Lawrence Alma-Tadema
Fotografía 3: "Flirteo antiguo", Ulpiano Checa
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