Sentado en la oscuridad, sin más
compañía que su alma y la soledad, los pensamientos del princeps
Nerón corrían, saltaban, se detenían y danzaban, siempre
inconexos, en ocasiones enfrentados, poco después reconciliados, a
veces tristes, a veces contentos, siempre desfigurados. Con cada una
de las notas arrancadas de la lira con las mismas suaves caricias que
dedicaría a la mujer más amada, mil y una notas bullían en sus
venas en una espiral frenética y el mundo al completo se derrumbaba
hasta quedar reducido a pura música. Un vibrante rayo de luna,
travieso, inquieto, atravesaba la oscuridad para iluminar sus labios
trémulos, tarareando entre dientes versos inconexos de cortas
poesías recién nacidas, aún sin ser escritas, cuyos desdibujados
personajes ante sus ojos cobraban inusitada vida.
De improviso, Nerón escuchó un sonido,
como un suspiro. Asustado y avergonzado, se detuvo.
-¿Quién es?-preguntó el
César-¡Muéstrate!-ordenó.
Una muchacha obedeció servicial,
avanzando temblorosa desde las sombras hasta alcanzar la luz de la
luna. Era menuda, de escasa estatura, bastante huesuda y sin apenas
curvas, pero había algo bello en sus rasgados y profundos ojos
negros, en la palidez marmórea de su piel tersa, o en la carnosidad
de sus labios color fresa. No era esa la primera vez que la veía:
muchas veces la había contemplado, de pie al lado de Octavia,
esperando una orden suya sin emitir sonido alguno ni moverse.
-¿Qué haces aquí? ¿Te ha mandado tu
ama?
La esclava asintió con la cabeza,
tímidamente, sin levantar la vista del suelo. Sin embargo, gracias a
aquel movimiento, el emperador pudo ver dos lágrimas gruesas rodar
por su rostro hasta fallecer en su boca. Dos lágrimas que la luna
convertía en cristal y en plata contra las mejillas encendidas de la
muchacha y el vello erizado de su rostro. Nerón no había visto
jamás algo tan hermoso.
-Lo lamento, princeps-se disculpó
azorada-. No quería interrumpirte. Mi ama Claudia Octavia pregunta si
esta noche acudirás a su lado.
-¿Por qué lloras, esclava?
El suave rubor se intensificó. Nerón
quería sentir en sus dedos el calor de aquellas mejillas.
-La música...-confesó en un susurro
emocionado-. La música era demasiado hermosa.
Emocionado por el imprevisto halago, el
corazón de Nerón se desbocó raudo, para detenerse rápido, aún
molesto por la interrupción, todavía cohibido ante un público
repentino. Su primer público: esas melodías, que surgían de lo más
profundo de su espíritu, nunca se había atrevido a mostrarlas por
el miedo a la mofa, al rechazo y a convertir en realidad un sueño
solo para verlo morir impotente entre las manos. Ahora, que por un
error se había dado el primer paso, se sentía ávido de
compartirlas, de cosechar opiniones, recoger aplausos, sentir el
cariño del público al gritar su nombre en el teatro.
-¿Quieres escuchar más?-la interrogó
nervioso y esperanzado.
-Si ese es tu deseo, César…
La esclava se sentó a sus pies, siempre
cabizbaja, las delicadas manos entrecruzadas en el regazo. A pesar de
no pronunciar una palabra, su cuerpo era para Nerón un nuevo
instrumento, sorprendente y conmovedor, dónde podía medir con total
precisión la reacción a cada nota arrancada de las cuerdas de la
lira. Un leve temblor era para la emoción. Un ligero sollozo para la
tristeza. Una media sonrisa para la alegría. La boca entreabierta,
con una mano apoyada contra los carnosos labios, era sin duda para la
sorpresa. La tensión en la delicada espalda para el terror. Un
suspiro para el amor.
Se acercaba el alba cuando la música
cesó. Había concluido el enloquecido sueño de la poesía, en el
que nada existía salvo esos versos y ellos dos, y ahora ambos debían
retornar a sus respectivas vidas Ella se levantó sumida aún en su
silencio, y, con un respetuoso asentimiento de cabeza, se dispuso a
partir: en su mente las melodías habían dejado ya paso sin
sobresaltos a la larga lista de tareas de la esclava. Él, en cambio,
no se sentía capaz de dejarla marchar. Quería verla otra vez
vibrar.
-¿Cuál es tu nombre?
La muchacha se volvió extrañada: este
no era un dato que por lo general preocupara a los amos. Por vez
primera le miró a los ojos: una leve chispa brillaba en sus pupilas
oscuras como estrella perdida en una noche sin luna, prendiendo en la
mirada de Nerón un fuego que ni él mismo comprendió.
-Actea-fue su respuesta, otro susurro.
De nuevo bajó la cabeza, turbada.
-¿Volverás mañana?
¿Creyó entrever una pequeña sonrisa
ahogada?
-Siempre que me llames, César, estaré
a tu lado.
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Fotografías: Dos detalles de "Safo y Alceus", de Lawrence Alma-Tadema
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