Apenas había caminado unos pasos cuando el sol comenzó a arder tras el recio perfil majestuoso del monte Vesubio, pero la vía que conducía a la población vecina de Herculano ya se poblaba de viajeros presurosos y carromatos con mercancías. Pronto, también el proxeneta se despertaría y percibiría su ausencia: debía buscar un refugio pronto. No tardó en hallarlo en las tumbas que dormitaban cubiertas de polvo y olvido a ambos lados de la calzada; escogió como nuevo hogar la más anciana y abandonada, a fin de evitar visitas inoportunas de parientes afligidos, y allí se dispuso a esperar el momento oportuno para continuar camino a ninguna parte. Su bebé, en cambio, no tenía tanta paciencia. Al consumirse el mediodía, pugnaba por salir de su vientre con todas sus fuerzas, sin importar los intentos desesperados que hiciera para contenerlo en su interior hasta que los hombres del amo hubiera cesado de preguntar por ella a cada transeúnte, mendigo, puta, asesino, ladrón, criminal y viajero de aquel cementerio. Hubo de tragarse su sufrimiento y los gritos de ayuda que escalaban con dedos afilados de dolor por su garganta y dar a luz sola y sin ayuda en la morada de los muertos, en aquella tumba sucia y abandonada, junto a un nido de ratas, los restos podridos de alguna ofrenda y observada por una bandada de murciélagos que hibernaban en el techo. Solo tuvo tiempo de cortar el cordón umbilical con la boca antes de desmayarse por el esfuerzo.
Despertó, al caer la noche, por el llanto del recién nacido. Instintivamente, le apoyó contra su pecho y el bebé bebió con avidez de ambos senos. Cesó entonces su llanto y comenzó el de su madre, sacudida por violentos espasmos de felicidad y de alegría. Durante horas, quedó paralizada de ternura contemplando los minúsculos miembros del diminuto ser que dormitaba entre sus brazos, la forma en que entreabría la boca como si aún mamara, cómo movía los brazos molestos cuando Drauca besaba su carita redonda o la fuerza con la que ya cogía uno de sus dedos con aquella mano rechoncha. Era una niña. La llamó Arria, como la dueña de la tumba que había profanado; en el silencio pidió disculpas a su espíritu por algo que no lamentaba; en cambio, temía su ira. Mejor sería buscar agua para purificar la sepultura y lavar a la criatura, y algo de comida que ofrecer a la difunta como disculpas y también para alimentarse ella.
Se levantó con dificultad del duro suelo de tierra. Sorprendida por el repentino movimiento y el frío de la noche en el cementerio, la niña comenzó a llorar de nuevo. Aterrada por la idea de ser descubiertas por quienes pueblan las tumbas, tanto vivos como muertos, se forzó por tranquilizarla de nuevo. Pareció calmarse solo con el frenético latir de su corazón y la suave mecedora de sus brazos. Encontró lo que buscaba en una tumba cercana, entre los presentes a los muertos y el agua de lluvia, pero también halló una túnica y un manto con el que proporcionarse una nueva identidad y vino de todas clases con el que celebrar el hecho de que por fin tenía familia. Regresó a su nuevo hogar casi arrastrándose, sin fuerzas y sin resuello. La hemorragia se había reanudado. Era la primera vez que paría, pero estaba claro que aquel sangrado no era una buena noticia. Pidió disculpas a la difunta por no cumplir su palabra antes de desmayarse de nuevo en el interior de la tumba.
* Fotografía 1: Imagen del cementerio de Vía Herculanse (Pompeya)
* Fotografía 2: Fresco romano procedente de Campania.
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