viernes, 10 de agosto de 2012

En el Lupanar: Drauca (3ª parte)



Fiebre. Su cuerpo ardía y, sin embargo, al mismo tiempo, un frío intenso la devoraba por dentro. En esas escasísimas ocasiones en las que no permanecía postrada en el suelo, débil y enloquecida, profanaba las tumbas de los muertos buscando comida, bebida, pero también cualquier cosa que pudiera servirla como manta. A pesar de ello, el frío no desaparecía, se intensificaba. A veces temblaba con tanta violencia que temía fueran a rompérsele los huesos.
Su hija, al menos, estaba sana; apenas lloraba, como si fuera capaz de comprender, con solo unos pocos días de vida, que su madre estaba enferma y debía descansar cuanto pudiera. Únicamente cuando el hambre la azuzaba ya demasiado o tenía demasiado frío, emitía un débil sonido parecido a un sollozo que, por cortos momentos, la sacaban de sus prolongados delirios. Drauca aprendió veloz en su enfermedad a dormir con la pequeña entre los brazos, envuelta en mantas, sin moverse jamás para no alterarla. Arria aprendió rauda a buscar sus pezones sin molestarla.
Cuánto tiempo pasó enferma, lo ignoraba. El día y la noche se confundían en el interior de la tumba; media el tiempo por el tamaño del cuerpo de su hija los pocos días que tenía fuerzas suficientes para abrir los ojos. Allí, nada era real, y, no obstante, todo lo parecía: un compendio de imágenes que no comprendía, recuerdos, malos sueños, deseos, o un abismo de infernal negrura donde solo podías ahogarte o perderte, dónde no existía pasado o futuro, abajo o arriba, izquierda o derecha, norte o sur. Luchaba con todas sus fuerzas contra la enfermedad que la corroía el alma y, en lugar de vencerla, solo lograba agotarse cada día un poco más. Sabía que la muerte la rondaba de cerca-era imposible no darse cuenta-, como los hombres del amo que continuaban preguntando por ella fuera...bueno, eso quizás lo soñara...Hubiera rezado pidiendo ayuda a los dioses de su patria, pero estaban demasiado lejos como para poder escucharla; las deidades romanas ignorarían su súplica como extranjera que era y esclava fugada. Finalmente, desesperada, elevó sus plegarias a quién pudiera y quisiera atenderla: rezaba por su vida, pero no por motivos egoístas. Una mujer como la puta Drauca, que había aprendido a ver a la muerte como un dulce destino, un merecido descanso, no puede volver a temerla cuando esta finalmente viene a buscarla. Era por su hija, solo por ella, por lo que rezaba de aquella manera: porque si la madre perecía, sin ningún sustento ni nadie que la cuidara, Arria no tardaría en seguirla de cerca.
Alguien, quién fuera, debió de prestar atención a sus apagados ruegos, pues un día, de improviso, sintió el calor de nuevo en sus miembros. Puede que fuera solo el verano, que con fuerza arrolladora se había abatido sobre la ciudad de Pompeya, pero lo cierto es que cada amanecer se encontraba menos enferma. Remitió la fiebre, disminuyó la enloquecedora sed, regresó el hambre, cesaron los delirios y los prolongados sueños. Sin embargo, estaba débil, muy débil. La enfermedad la había enflaquecido enormemente y las fuerzas la habían abandonado: apenas podía caminar sin sentir cansancio y las piernas apenas podían sostenerla. En tales condiciones, no podrían aún emprender el largo camino a su salvación en ninguna parte, pero al menos estaban más cerca de lograrlo.
Regresaron las rondas nocturnas, siempre en búsqueda de cualquier comida que la fortaleciera: comía en abundancia aunque estuviera saciada, intentando desesperada acortar el tiempo necesario para iniciar la ansiada partida. Pocos días después, aterrada por las alargadas sombras que pueblan los cementerios a la luz de la luna, se atrevió con sus primeras escapadas diurnas. Los hombres del amo habían garabateado recompensas cada vez mayores por su cabeza en las paredes de las tumbas, junto con anuncios electorales, convocatorias a los juegos, la venta de un carromato o las señas de alguna otra fulana. Sin embargo, a pesar de la suculenta recompensa, nadie parecía reconocerla. La enfermedad la había demacrado: sus mejillas se habían hundido, oscuros cercos rodeaban su mirada clara, el vientre consumido se había hundido, las largas hileras de costillas habían aflorado, su piel habían emblanquecido y su pelo había tornado quebradizo y lacio. Drauca no malgastó una sola lágrima por la belleza perdida, sino que dio gracias porque le hubiera sido arrebatada: ahora por fin dejaría de ser una fulana y por fin sería solo una ser madre.

* 1ª Fotografía: Obra titulada "Un paraíso terrenal" de Lawrence Alma-Tadema (s. XIX)
*2ª Fotografía: Retrato de mujer joven de El Fayum, Egipto, pintado sobre la madera del sarcófago de la difunta, fallecida tras dar a luz. El parto y las posibles complicaciones posteriores eran la causa de mayor mortandad entre las mujeres de la Antigüedad. 





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