Nunca había visto nada semejante, ni leído u oído que aquel fenómeno pudiera darse. Entre la fascinación, el miedo y el asombro, observó largo tiempo aquella imagen. En varias ocasiones quiso retomar sus asuntos, pero la curiosidad le ancló al suelo y mató su escaso miedo: el humo, pensaba, no podía hacerle daño. Solo pensaba en comprender, no en huir. Pero pronto, transcurrida apenas una hora, aquella nube inmensa se derrumbó con nuevo estrépito atronador e, impulsada por el viento, extendió veloz sus negros dedos sobre la vecina Pompeya, condenando a la ciudad a padecer la lluvia de piedra pómez en un día que se hizo noche a las dos de la tarde. Herculano, por su posición, se salvó de aquel horror, pero su mayor cercanía al Vesubio hizo pensar a muchos que tampoco se salvarían del desastre que se avecinaba. Algunos, por precaución, comenzaron a empaquetar sus cosas y a marcharse. La mayoría-entre los que se contaba nuestro hombre-mantuvo, en cambio, la esperanza, creyendo que el fenómeno acabaría antes de finalizar el día. No obstante, a medida que avanzaban las horas y la columna de gas y ceniza no solo no moría sino que crecía, el pánico que intentó enterrar con mil excusas y explicaciones enloquecidas se agudizó repentino dominando hasta el último resquicio olvidado de su mente y hasta el último impulso de su cuerpo se dirigió a un único acto desesperado: la supervivencia. Solo con la ropa que vestía, se lanzó a la vía buscando una salida; para entonces, sus esclavos habían desertado y no podía ayudarle. Los gritos de horror se redoblaban en las calles y comenzaron los primeros rezos entre los gritos agudos del resto de la gente: los templos aparecían ante sus ojos colapsados de gente. Hombres, mujeres, animales, niños y carros cargados con todo tipo de pertenencias anegan igualmente la calzada y las aceras, impidiéndole llegar hasta las puertas de las murallas. Continuas avalanchas de la multitud aterrorizada dejaban tras de sí los primeros muertos, con las sandalias de muchos marcadas en el cuerpo, o niños llorosos que, empujados por la muchedumbre, se habían soltado de la mano de sus madres. Eran muchos los que dominados por el miedo se quedaban paralizados en cualquier sitio, sacudidos por violentos espasmos de llanto. Otros aprovechaban, en cambio, para entregarse al saqueo. Más no todos los habitantes de Herculano se entregaron al azar del camino: hubo quienes se encerraron en sus casas confiando en la misericordia de los dioses y ese fin rápido al desastre que nunca llegaba. Incapaz por tanto de dirigirse a ningún sitio, ni siquiera de alcanzar el foro, a menos de dos calles de su casa, nuestro hombre marchó irremediablemente a la playa cercana, rogando por algún barco que viniera a rescatarles, ya que eran centenares los que habían imitado su gesto y, encendiendo hogueras sobre la cálida arena, esperaban.
Ah, la espera...otro de los muchos horrores que le depararía aquel día: sentir la inutilidad latiendo con furia en las venas, la afilada y dolorosa impotencia del que nada puede hacer contra un destino adverso salvo rememorar lo vivido, ansiar lo no vivido aún con más fuerza y esperar, hastiado y aterrado, la propia sentencia. Pensaba, sobre todo, en la triste ironía que suponía para todos aquella situación, teníendo en cuenta únicamente las celebraciones del día anterior, la Vulcanalia, el anual intento de mantener apaciguado al dios de la forja y el fuego, que se cree tiene su fragua en el interior de ciertas montañas. A la vista del desastre que se abatía sobre la ciudad, estaba claro que algo debía haber ido mal en el rito para enfurecerle de aquella forma: quizás no se hubieran encendido suficientes hogueras en el foro para honrarle, quizás no se hubieran sacrificado suficientes peces vivos entre sus llamas para alimentarlo, o el jabalí y el buey que posteriormente perecieron de su altar no habían sido de su agrado...y sin embargo, durante la celebración y durante unos pocos instantes, entre las columnas engalanadas del foro, el resplandor del fuego, el estruendo de la música y la multitud alegre que danzaba, todos habían creído que vivirían para siempre. ¡Qué estúpidos!... De pronto, recordó con terror que aquel mismo día, mientras él y otros muchos herculanenses esperaban su salvación en la playa, en Roma se estaba produciendo la apertura ritual del Mundus, un abismo sin fondo, inmenso, que ponía en comunicación el mundo de los vivos y de los muertos. Aquello no podía ser un buen augurio. Instintivamente, aferró el amuleto fálico que pendía de su cuello en busca de suerte.
La montaña, no obstante, les hizo esperar demasiado tiempo. Como si se riera de su desgracia, aguardó hasta pasada la medianoche, a la madrugada del día siguiente, para comenzar a escupir fuego. Parte de la columna de humo se derrumbó de pronto, como si se tratara de una cascada, y descendió veloz por la ladera de la montaña imitando a las olas; una enorme avalancha ardiente que se dirigía, sin interrupción alguna, hasta Herculano, engullendo la noche. Cinco veces más ardiente que el agua hirviendo, la nube de gas y ceniza incineró todo a su paso; derrumbaba los edificios con solo tocarlos y lanzaba sus escombros con fuerza atronadora para que le precedieran en su paso. La gente que quedaba en las calles corrió a la playa, la gente de la playa buscó refugio en el mar. Otros buscaron protección en los embarcaderos. Los más se quedaron quietos, inmovilizados por la incredulidad y el miedo. Nunca tendrían el tiempo suficiente para comprender que estaba pasando: El calor fue tan abrasador que la muerte fue instantánea; la gente de las calles y de las casas no se quemó, no ardió, se carbonizó. El destino fue distinto para la gente de los embarcaderos y de la playa. Allí la gente murió por choque térmico: al caer la ardiente nube sobre los cuerpos, los suaves tejidos se evaporaron, dientes y huesos temblaron como frágil cristal en el agua hirviendo, el cerebro les hirvió y estalló...
Bastaron cuatro oleadas más como aquella para sepultar el mundo que había conocido. La ciudad sería su sepultura.
*Fotografía 1: Imagen del patio de la Casa de los Ciervos, en Herculano, dónde tiene lugar la primera parte del relato. Aunque algo pequeñitas, podéis observar a izquierda y derecha del pasillo central las estatuas de ciervos a las que he hecho referencia. Tras el cenador, al fondo de la imagen, debéis imaginaros el Mar Mediterráneo y no ese inmenso muro de tierra. Semejante cambio tiene origen en la misma erupción que narro aquí, ya que Herculano quedó sepultada bajo más de veinticinco metros de restos volcánicos que desplazaron unos cuatrocientos metros la línea de costa.
*Fotografía 3: Vista del Criptopórtico del Puerto de Herculano. Ahí donde ahora veis tierra verde y enfangada, en el año 79 podía encontrarse el mar y la arena de la playa. Es bajo los arcos, usados como embarcaderos, donde muchos esperaron la salvación que nunca llegaría.
*Fotografía 4: "La erupción del Vesubio" de John Mallord, William Turner, de 1820. Al contrario de lo que la mayoría cree, el monte Vesubio ha entrado en erupción en multitud de ocasiones, la última en 1949, pero ninguna con la misma fuerza destructiva que sepultaría las ciudades de Pompeya, Herculano y Stabiae. Ese tipo de erupciones, llamadas plinianas, solo ocurre cada 2.000 o 2.500 años
*Fotografía 5: Imagen de parte de los esqueletos hallados en los embarcaderos del puerto de Herculano. Solo en esta ciudad se han encontrado 8.000 víctimas de la erupción, calculándose la cantidad de habitantes en varios cientos de miles de personas, cuyos restos aún no se han hallado
Muy bueno, Laura! Me encanta la historia de Pompeya...snifff...lástima que aún no he podido visitarla en persona!
ResponderEliminarYo si la he visto.
ResponderEliminarImpactante.