sábado, 25 de agosto de 2012

Herculano: la erupción del Vesubio

Aquel día se despertó debido a un fuerte temblor de tierra: ese fue el primer aviso. En Campania estaban ya acostumbrados a tales sacudidas desde que unos diecisiete años antes uno de ellas casi destruyera la vecina ciudad de Pompeya; sin embargo, había algo inusualmente violento en la de aquella mañana que le hizo rememorara con espanto la tragedia de aquel día aciago, hacía más de una década. Intentó desterrar veloz aquellos temores junto a los últimos bostezos, juzgándolos de injustificados y estúpidos...aunque los gritos y lamentos provenientes del patio trasero no contribuían en nada a calmar su ánimo. Seguramente alguna de las delicadas estatuas de ciervos y perros labradores que adornaban el cuidado jardín se había caído y roto por los temblores o, por la misma causa, algún torpe esclavo se había hecho daño-se dijo así mismo para tranquilizarse-. Ni siquiera se molestó en comprobarlo, alegando que tenía cosas mejores en las que ocupar su día. En realidad, temía terriblemente equivocarse. Para ocupar su mente asustada retomó raudo sus tareas diarias: desayunó su rebanada de pan recién hecho y su agua en una mesa improvisada del atrio e saludó con ofrendas a los dioses familiares en su pequeño altar ricamente decorado. Aseado, vestido y perfumado, atendió a sus deudos y clientes en esa misma sala, resolvió con presteza sus asuntos y hizo las donaciones y promesas necesarias para mantener contentos a sus valedores. Ya estaba despidiendo a los últimos rezagados y se preparaba ansioso para hacerse cargo de sus negocios en el cercano puerto de Herculano, cuando un repentino rugido atroz, ensordecedor, les dejó a todos tendidos en el suelo, inmovilizados por el horror y el dolor. En cuanto el miedo dejó de atenazarle las piernas y pudo levantase, se dirigió tambaleándose por nuevos temblores de tierra hacia el patio. Otros muchos, clientes y esclavos, le siguieron en sepulcral silencio. De la calle, en cambio, provenían los primeros gritos y lamentos. Frente a él, tras el elegante cenador que culminaba el jardín de la casa, se extendía sereno el Mar Mediterráneo, con su profundo azul tachonado de vetas doradas. Tras él, más allá del perfil familiar de Herculano, la visión era bien distinta: el monte Vesubio había estallado y sobre sus verdes y fructíferas laderas, cuajadas por los frutos de la próxima cosecha, se alzaba desafiante una alta e inabarcable columna de humo gris y negro, salpicada intermitentemente por parpadeantes luces sanguinolentas.
Nunca había visto nada semejante, ni leído u oído que aquel fenómeno pudiera darse. Entre la fascinación, el miedo y el asombro, observó largo tiempo aquella imagen. En varias ocasiones quiso retomar sus asuntos, pero la curiosidad le ancló al suelo y mató su escaso miedo: el humo, pensaba, no podía hacerle daño. Solo pensaba en comprender, no en huir. Pero pronto, transcurrida apenas una hora, aquella nube inmensa se derrumbó con nuevo estrépito atronador e, impulsada por el viento, extendió veloz sus negros dedos sobre la vecina Pompeya, condenando a la ciudad a padecer la lluvia de piedra pómez en un día que se hizo noche a las dos de la tarde. Herculano, por su posición, se salvó de aquel horror, pero su mayor cercanía al Vesubio hizo pensar a muchos que tampoco se salvarían del desastre que se avecinaba. Algunos, por precaución, comenzaron a empaquetar sus cosas y a marcharse. La mayoría-entre los que se contaba nuestro hombre-mantuvo, en cambio, la esperanza, creyendo que el fenómeno acabaría antes de finalizar el día. No obstante, a medida que avanzaban las horas y la columna de gas y ceniza no solo no moría sino que crecía, el pánico que intentó enterrar con mil excusas y explicaciones enloquecidas se agudizó repentino dominando hasta el último resquicio olvidado de su mente y hasta el último impulso de su cuerpo se dirigió a un único acto desesperado: la supervivencia. Solo con la ropa que vestía, se lanzó a la vía buscando una salida; para entonces, sus esclavos habían desertado y no podía ayudarle. Los gritos de horror se redoblaban en las calles y comenzaron los primeros rezos entre los gritos agudos del resto de la gente: los templos aparecían ante sus ojos colapsados de gente. Hombres, mujeres, animales, niños y carros cargados con todo tipo de pertenencias anegan igualmente la calzada y las aceras, impidiéndole llegar hasta las puertas de las murallas. Continuas avalanchas de la multitud aterrorizada dejaban tras de sí los primeros muertos, con las sandalias de muchos marcadas en el cuerpo, o niños llorosos que, empujados por la muchedumbre, se habían soltado de la mano de sus madres. Eran muchos los que dominados por el miedo se quedaban paralizados en cualquier sitio, sacudidos por violentos espasmos de llanto. Otros aprovechaban, en cambio, para entregarse al saqueo. Más no todos los habitantes de Herculano se entregaron al azar del camino: hubo quienes se encerraron en sus casas confiando en la misericordia de los dioses y ese fin rápido al desastre que nunca llegaba. Incapaz por tanto de dirigirse a ningún sitio, ni siquiera de alcanzar el foro, a menos de dos calles de su casa, nuestro hombre marchó irremediablemente a la playa cercana, rogando por algún barco que viniera a rescatarles, ya que eran centenares los que habían imitado su gesto y, encendiendo hogueras sobre la cálida arena, esperaban.
Ah, la espera...otro de los muchos horrores que le depararía aquel día: sentir la inutilidad latiendo con furia en las venas, la afilada y dolorosa impotencia del que nada puede hacer contra un destino adverso salvo rememorar lo vivido, ansiar lo no vivido aún con más fuerza y esperar, hastiado y aterrado, la propia sentencia. Pensaba, sobre todo, en la triste ironía que suponía para todos aquella situación, teníendo en cuenta únicamente las celebraciones del día anterior, la Vulcanalia, el anual intento de mantener apaciguado al dios de la forja y el fuego, que se cree tiene su fragua en el interior de ciertas montañas. A la vista del desastre que se abatía sobre la ciudad, estaba claro que algo debía haber ido mal en el rito para enfurecerle de aquella forma: quizás no se hubieran encendido suficientes hogueras en el foro para honrarle, quizás no se hubieran sacrificado suficientes peces vivos entre sus llamas para alimentarlo, o el jabalí y el buey que posteriormente perecieron de su altar no habían sido de su agrado...y sin embargo, durante la celebración y durante unos pocos instantes, entre las columnas engalanadas del foro, el resplandor del fuego, el estruendo de la música y la multitud alegre que danzaba, todos habían creído que vivirían para siempre. ¡Qué estúpidos!... De pronto, recordó con terror que aquel mismo día, mientras él y otros muchos herculanenses esperaban su salvación en la playa, en Roma se estaba produciendo la apertura ritual del Mundus, un abismo sin fondo, inmenso, que ponía en comunicación el mundo de los vivos y de los muertos. Aquello no podía ser un buen augurio. Instintivamente, aferró el amuleto fálico que pendía de su cuello en busca de suerte.

Entonces, en la distancia, aparecieron los barcos. Por fin Plinio Secundo el Viejo, almirante de la flota romana de Miseno, había partido para ayudarlos. La gente, desesperada, esperanzada, se lanzó de inmediato al agua, gritando, llorando, haciendo gestos con las manos, saltando, buscando, quizás, llamar su atención o saludarlos ya como héroes antes de su llegada. Pero Plinio no se detuvo, pasó de largo sin el menor atisbo de duda. El sol sobre los tejados de Herculano le hizo creer que sus habitantes estaban a salvo y, poniendo rumbo a Pompeya, se adentró en la oscuridad de la nube de ceniza hasta perderse de vista. No volverían a ver aquellos barcos ni ningún otro: su intento de fuga había fracasado. Algunos, enloquecidos, intentaron alcanzarlos a nado; la mayoría pereció en el intento. El resto se sumió en el silencio. No hubo llantos. Cesaron los gritos. Se puso fin a los lamentos. Liquidada la última esperanza, cada uno asumió, poco a poco, a su manera, como bien pudiera, que pronto, si el Vesubio no apaciguaba su ardor, estarían muertos. Unos pocos, incapaces de hacer frente a lo desconocido, se suicidaron. Alguien renegó de los dioses y las últimas palabras quedaron así dichas en un abrazo ya eterno. Nuestro hombre, en cambio, no tenía de quién despedirse ni a quien dar el último abrazo; finalmente, un grupo de desconocidos, reconociéndole como parte integrante de la familia de la humanidad, le aceptaron entre ellos. Juntos, compartirían el último pan. Mientras, frente a ellos, el mar se embravecía, como si también él, al igual que el Vesubio, quisiera devorarlos.
La montaña, no obstante, les hizo esperar demasiado tiempo. Como si se riera de su desgracia, aguardó hasta pasada la medianoche, a la madrugada del día siguiente, para comenzar a escupir fuego. Parte de la columna de humo se derrumbó de pronto, como si se tratara de una cascada, y descendió veloz por la ladera de la montaña imitando a las olas; una enorme avalancha ardiente que se dirigía, sin interrupción alguna, hasta Herculano, engullendo la noche. Cinco veces más ardiente que el agua hirviendo, la nube de gas y ceniza incineró todo a su paso; derrumbaba los edificios con solo tocarlos y lanzaba sus escombros con fuerza atronadora para que le precedieran en su paso. La gente que quedaba en las calles corrió a la playa, la gente de la playa buscó refugio en el mar. Otros buscaron protección en los embarcaderos. Los más se quedaron quietos, inmovilizados por la incredulidad y el miedo. Nunca tendrían el tiempo suficiente para comprender que estaba pasando: El calor fue tan abrasador que la muerte fue instantánea; la gente de las calles y de las casas no se quemó, no ardió, se carbonizó. El destino fue distinto para la gente de los embarcaderos y de la playa. Allí la gente murió por choque térmico: al caer la ardiente nube sobre los cuerpos, los suaves tejidos se evaporaron, dientes y huesos temblaron como frágil cristal en el agua hirviendo, el cerebro les hirvió y estalló...
Bastaron cuatro oleadas más como aquella para sepultar el mundo que había conocido. La ciudad sería su sepultura.

*Fotografía 1: Imagen del patio de la Casa de los Ciervos, en Herculano, dónde tiene lugar la primera parte del relato. Aunque algo pequeñitas, podéis observar a izquierda y derecha del pasillo central las estatuas de ciervos a las que he hecho referencia. Tras el cenador, al fondo de la imagen, debéis imaginaros el Mar Mediterráneo y no ese inmenso muro de tierra. Semejante cambio tiene origen en la misma erupción que narro aquí, ya que Herculano quedó sepultada bajo más de veinticinco metros de restos volcánicos que desplazaron unos cuatrocientos metros la línea de costa.
*Fotografía 2: Vista panorámica de los restos excavados de la antigua Herculano. La imagen es un poco antigua, ya que actualmente el yacimiento se encuentra rodeado por todos sus lados de los modernos edificios de la moderna Ercolano-cosa que obviamente impide continuar las labores arqueológicas-, pero estoy segura que gracias a ella os haréis una idea de lo cerca que está el monte Vesubio de esta ciudad de la Campania italiana.
*Fotografía 3: Vista del Criptopórtico del Puerto de Herculano. Ahí donde ahora veis tierra verde y enfangada, en el año 79 podía encontrarse el mar y la arena de la playa. Es bajo los arcos, usados como embarcaderos, donde muchos esperaron la salvación que nunca llegaría.
*Fotografía 4: "La erupción del Vesubio" de John Mallord, William Turner, de 1820. Al contrario de lo que la mayoría cree, el monte Vesubio ha entrado en erupción en multitud de ocasiones, la última en 1949, pero ninguna con la misma fuerza destructiva que sepultaría las ciudades de Pompeya, Herculano y Stabiae. Ese tipo de erupciones, llamadas plinianas, solo ocurre cada 2.000 o 2.500 años
*Fotografía 5: Imagen de parte de los esqueletos hallados en los embarcaderos del puerto de Herculano. Solo en esta ciudad se han encontrado 8.000 víctimas de la erupción, calculándose la cantidad de habitantes en varios cientos de miles de personas, cuyos restos aún no se han hallado




2 comentarios:

  1. Muy bueno, Laura! Me encanta la historia de Pompeya...snifff...lástima que aún no he podido visitarla en persona!

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  2. Yo si la he visto.
    Impactante.

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