Sin silencio, petrificada, contemplé desde las murallas la extensa planicie de tierra cultivada que sumisa bajo el intenso sol de primavera parecía postrarse a mis pies más allá de los acantilados, empujada por la suave brisa de una tarde apenas comenzada. Visión hermosa en nada perturbada por la larga hilera de soldados en perfecta formación que el ejército de Roma desplegaba amenazadora ante nuestros pies, con los estandartes de letras doradas al viento, las relucientes armaduras cegadoras y el marcial paso acompasado de tantos hombres que llegaba como el rugir de cien mil tambores a una ciudad dominada por el más sepulcral de los silencios. A mi lado, Euno temblaba de pura rabia y cuando cogió mi mano lo hizo con una violencia inusitada, no como si ansiara protegernos con todas sus fuerzas, sino como si luchara por contener lo que pugnaba por huir de su garganta. No me atreví a mirarle, pero le percibí incómodo, incrédulo, furioso, decepcionado, algo aterrado...una tormenta de sentimientos de los que yo comprendía bien la causa: la gran diosa siria, que hacia meses le hablara por última vez para revelarle que muy pronto habría de ser padre no le había susurrado que antes habría de hacer frente a aquella visita repentina pero esperada. "Mi hijo", pensé de pronto, y mis manos raudas cubrieron mi vientre hinchado, como si eso pudiera protegerle de las armas, y él me respondió con numerosas patadas en mis palmas. Recordé por ello como se agitaba asustado, casi enloquecido, en mis entrañas cuando Cleón partió con nuestro numeroso ejército, nuestra única defensa, muy lejos de los muros de Enna. ¿Intentaba decirme acaso algo con sus movimientos? ¿Sabía quizás que quedábamos indefensos? Y si eso era cierto, ¿significaba que el favor de Atargatis y el don profético habían pasado del padre a ese hijo no nacido? Rogué con desesperación en el silencio por equivocarme, puesto que si mis premoniciones se demostraban como verdaderas mi hijo aún tardaría años en ser capaz de transmitirnos los mandatos de la diosa y quedaríamos así indefensos por tiempo ante el designio inescrutable de un futuro incierto.
Futuro incierto que en esos momento encarnaba el cónsul Lucio Calpurnio Pisón Frugi, quién comandaba las tropas romanas. Ante las defensas naturales de las que gozaba Enna no pensó jamás en conquistarla por la fuerza; tampoco quiso nunca presentar batalla. Con rapidez inusitada, preparó a sus hombres para el asedio, deseando rendirnos por el hambre. Para ello, estableció en torno a nuestra capital dos campamentos y siete fuertes que vigilaban cada puerta y vía de acceso y los unió entre si por profundos fosos, terraplenes y empalizadas, con el claro objetivo de impedir que nadie saliera, que nadie entrada, que nadie huyera y nadie nos ayudara. Altas torres protegidas por catapultas y balistas, bien provistas de honderos y también de arqueros, controlaban cualquier movimientos dentro de la ciudad sitiada. Un cuidado sistema de señales entre las torres conseguía el envió de refuerzos en breve tiempo a cualquier punto del círculo de asedio que estuviese en el más mínimo peligro: de día, una bandera roja en lo alto de una lanza bastaba; de noche, recurrían a las fogatas. Con algo tan simple acudían veloces a dónde se precisaba y pronto fuimos conscientes de que no podríamos romper el cerco con las exiguas fuerzas con las que Enna contaba. Quiso sin embargo la gran diosa Atargatis que antes de que finalizaran torres, fosos y empalizada pudiéramos, valiéndose de la noche y de la destreza, enviar mensajeros a Cleón en Tauromenium con órdenes precisas y urgentes de que acudiera de inmediato en nuestra ayuda. Hasta su llegada, solo nos restaba una insufrible, infinita, agónica espera. Hicimos acopio de todos los víveres de la ciudad y comprobamos las reservas del agua; con un rápida conteo de quienes padecían dentro ya al segundo día iniciamos los racionamientos: rendirnos por hambre no debía de ser jamás nuestra opción, pues Roma nunca mostró clemencia con aquellos que como nosotros se habían rebelado contra ella.
Apenas llevábamos un mes padeciendo la sed y el hambre cuando sentí los primeros dolores del parto. El sonido de la artillería romana sonaba sobre los tejados, y los gritos y lamentos poblaban las calles, cuando, con Euno de mi mano y la comadrona entre mis piernas, empujaba insegura de querer que naciera. El bebé tampoco parecía querer conocer aquel mundo en guerra y su nacimiento se prolongó casi día y medio. Al fin, de madrugada, aceptó salir de mis entrañas envuelto en un insistente llanto, con los pequeños puños apretados y los ojos entrecerrados de rabia, y todo cuando había a mi alrededor se difuminó al instante. El hambre, la sed, el dolor y el miedo cayeron en un profundo pozo de olvido y de recuerdos, y aunque mis oídos aún eran capaces de percibir el zumbido de los proyectiles sobre mi cabeza mi corazón estaba lleno de una felicidad tan completa, de una alegría tan enloquecida, que solo pude traducirlas en risas nerviosas y lágrimas emocionadas. Extendí los brazos cansados con ansiedad, deseando sentir el tacto de su piel cálida contra mi pecho listo para darle alimento. Pero la comadrona, una ciudadana romana empobrecida que se había unido a Cleón antes de Agrigento, en vez de satisfacerme depositó su cuerpecito ante los pies de Euno. La observé indignada y furiosa, pensando solo en el frío del suelo y en que enfermara, y el rey Antíoco la miró como si hubiera enloquecido. Sin alterarse, la mujer explicó que la costumbre romana exigía que el padre reconozca a sus hijos alzándolos del suelo ante testigos. "Esto es Sicilia, no Roma y yo soy de Siria" grité con los brazos vacíos y los ojos desorbitados de rabia y el reciente padre se apresuró a coger a la criatura que lloraba frente a sus sandalias con manos temblorosas. La comadrona, incapaz de temer al castigo de un rey ni de comprender los sentimientos de una madre, se atrevió a interrumpirle de nuevo: al menos, pedía, debíamos alzar una plegaria a las diosas de Roma que velan por el parto.
Si accedí a aquello: siria, siciliana o romana, toda divinidad es poderosa e inmersos en una guerra y un asedio, iba a necesitar toda la ayuda de quienes moran en los cielos para que sobreviviera a cada batalla. Siguiendo los dictados de la romana, Euno invocó primero a Ops, mientras nuestro bebé estaba aún en el suelo boca arriba y vulnerable, luego a Levana, mientras por fin le cogía en brazos y besaba aquel rostro que todavía lloraba. Ofreció miel y espelta a Cumina para que le protegiera en la cuna y a Rumina para que siempre estuviera bien alimentado. Intenté memorizar aquellos nombres por si algún día era necesario invocarlos y rogué al mismo tiempo que nunca tuviera que recurrir a ellos. Tampoco nos olvidamos de Atargatis, a la que Euno entregó nuestro último buey en sacrificio e hizo partícipe de él a todo el pueblo reunido en el teatro, una triste celebración en medio de la tragedia que precedía a la enfermedad y el hambre. Débil no estuve presente y retuve con firmeza al protagonista de aquella amarga fiesta: nuestro bebé por fin estaba en mis brazos y el latido rítmico de mi corazón y la leche tibia de mis pechos habían calmado en su boca todo lamento; jugueteaba con sus pequeños deditos y me sonreía en sueños. Yo no podía dejar de besar su rostro, de acunarlo en mis brazos, de rememorar para mi bebé canciones de cuna de otro tiempo que creí olvidar cuando me arrancaron de mi aldea. Finalizados los festejos y organizadas las defensas, Euno regresó a mi lado: su mano aún temblaba cuando rozaba su rostro sonrosado y aunque la preocupación por su futuro arrugaba su frente, una sonrisa iluminaba su cara. Permanecimos despiertos toda la noche mirando a nuestro bebé embobados. Ojalá el tiempo se hubiera detenido para siempre en ese instante.
Era un niña. Berenice. El mismo nombre que, a imitación de su padre, yo eligiera para coronarme
*Fotografía 1: "La señal" de Godward
*Fotografía 2: Reconstrucción del cerco de Alesia por Julio César. Espero que esta imagen os sirva para haceros una idea de cómo eran las defensas de un campamento romano.
*Fotografía 3: Escultura de Mesalina con su hijo Británico en brazos. Es una imagen un poco extraña teniendo en cuenta la imagen negativa que el cine, la televisión y la literatura ha hecho que nos forjáramos de la emperatriz
*Fotografía 4: Detalle de los relieves del Ara Pacis. Gracias a mujeresderoma.blogspot.com de donde tomé la imagen
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