Los días transcurrían con angustiosa lentitud y se acumulaban como una pesada losa sobre mi espalda en exceso cansada. Me consumía en terribles miedos que no me atrevía a confesar ni a mi alma, que me robaban el sueño, el aliento y hasta la razón, y lo único que obtenía de Tauromeniun que pudiera calmar mi corazón era un infinito, persistente y frío silencio. ¿Sabría Euno de mi crimen? ¿Habría muerto? El malestar que ya sentía con anterioridad a la muerte de Hermeias solo se acentuaba con el devenir de las semanas: comía en exceso y después vomitaba, siempre estaba agotada y era normal que en los momentos más imprevisibles e inoportunos desfalleciera por largo tiempo. Quizás solo fuera la preocupación y el desconocimiento lo que minaba mis fuerzas-me repetía una y otra vez con insistencia-, pero a veces, cuando mi mente había muerto a causa del incontrolable aluvión de disparatadas ideas, llegaba a creer que al igual que yo hiciera con Hermeias, Euno había decretado mi muerte por el bien del reino, castigo cruel y sutil, que no era necesario que el resto conociera, para una reina que se había mostrado indigna cuando debió ser fuerte y había castigado a aquel que solo merecía recompensas. Agotada, destrozada y deprimida, dejé de levantarme del lecho, decidí entregarme al destino para que hiciera conmigo cuanto quisiera, y cedí a Aqueo de Acaya el relevo como regente en el consejo. Finalmente, cuando ya era apenas capaz de mantenerme despierta, mi marido regresó a Enna al frente de su ejército. Me esforcé por levantarme y arreglarme, por mostrarme presentable a pesar del mal que me corroía, pero él ni siquiera vino a verme. Permaneció el resto del día sentado junto al túmulo que yo había ordenado erigir en honor a Hermeias, junto a la vía principal de acceso a la ciudad. Cleón, por el contrario, acudió raudo a mi lado; sus ojos relucieron de preocupación al ver mi estado. ¿Había caído Tauromeniun? Le pregunté antes de que él preguntara. Negó con la cabeza: ha llegado el invierno-respondió-, volveremos a intentarlo en primavera-afirmó-. No siempre se vence-intenté consolarle-y la ciudad, al contrario que Agrigento o Enna, ya estaba prevenido y alerta, había tenido tiempo sin duda de reforzar las defensas, de convocar a las tropas, de contratar mercenarios. Esta vez no hubo respuesta y el resto del tiempo, hasta que me venció el sueño, permanecimos en cordial silencio. Desperté de nuevo cuando ya amanecía, y quién estaba a mi lado ya no era Cleón sino nuestro rey Antíoco. Lloré al verle, presa de la felicidad y el miedo, y él bebió cada una de mis lágrimas con indecible ternura. Sus besos calmaron mi corazón afligido y, en un momento, me sentí más fuerte de nuevo. Pese a la derrota sufrida en Tauromenium, sonreía, y yo no comprendía. Mi extrañeza aumentó cuando puso las manos temblorosas sobre mi vientre y afirmó que Atargatis había vuelto a susurrarle en sueños: ¿por que había sido la gran diosa y no yo quién se lo había dicho? ¿Decir el qué? Pregunté asustada. Rió con nerviosismo. El reino tendría muy pronto un heredero, dijo. Comprendí por fin su silencio: no estaba preparado para ser padre. Yo no estaba preparada para ser madre.
Aún así, esa vida que crecía muy dentro de mí nos unió de nuevo y dio aliento a una pasión que desde hacia tiempo había comenzado a marchitarse sin remedio; con todo, yo no cesaba de preguntarme si podía volver a haber fuego dónde el viento solo dejó cenizas y ascuas. No hablo de Euno, por supuesto; a pesar de los vaivenes de mi corazón, de la lejanía y los recelos, yo jamás había dejado de amarle ni un solo momento. Hablo de mi misma, de la nostalgia que padecía de aquellos días en que sólo éramos dos en la inmensidad del bosque, en que la libertad no era un mero concepto, una dolorosa quimera, sino que podía gozarse, tocarse con la punta de los dedos, oírse entre las ramas de los árboles y sentirse bullir junto con la sangre en el interior del pecho. Entonces, a punto de ser madre, y aunque no padecía el peso de las cadenas, ya no la sentía por mucho que quisiera. Había renunciado a ella por ver cumplido el sueño de mi marido, que quizás no fue nunca mi sueño, y puede que los grilletes no fueran de hierro, si no de obligaciones que maniataban todos mis movimientos, de absurdos protocolos y de estúpidas convenciones que no se ajustaban a mis convicciones. Y ante eso, no cesaba de preguntarme si aquel bebé que crecía en mis entrañas traería con su nacimiento nuevos momentos de placer indescriptibles, diferentes pero no peores a los vividos, o solo serviría para apretar los grilletes de mi dulce condena. Quizás fue por la necesidad de reencontrarme a mí misma, de prepararme para lo que venía, por lo que regresé a un invernal bosque. Decía que buscaba hierbas y otras plantas que me aliviaran los dolores del parto, pero lo cierto es que acabé la colecta el primer día y el resto permanecía en silencio, sentada en la nudosa raíz de un árbol milenario, entregándome a mis pensamientos y las sensaciones que me proporcionaba el bosque. Un día, me encontré con Cleón por casualidad.
Euno le había regalado una casa en Enna, pero después de toda una vida consumida en las montañas era incapaz de adaptarse a vivir en un medio tan antinatural para él como la ciudad. Pareció sorprendido al verme pero, siempre parco en palabras, no dijo nada. Se sentó a mi lado en su acostumbrado silencio; sus ojos ya no me devoraban con deseo, sino que me recorrían con ternura y tristeza. De pronto, sacó de sus alforjas la piel curtida de una cabra. Será un manto caliente para el niño cuando nazca, dijo. Sentí por él, repentino, una oleada de auténtico cariño y dejándome arrastrar por la emoción, deposité un beso en su mejilla. Él lo retuvo con una mano por largo tiempo y yo me pregunté si alguna vez le había besado una mujer. Con la llegada de la primavera, no tendríamos más tiempo para conocernos. Había llegado la hora de retomar la conquista de Tauromenium, pero a poco menos de un mes para enfrentarme al parto, Euno decidió permanecer a mi lado hasta que naciera nuestro hijo y ordenó partir a Cleón al frente de las tropas, dejando solo en la capital una reducida guarnición con el fin de asegurarse la victoria. Me despedí del cilicio entregándole un amuleto de Démeter, diosa griega a la que nosotros identificábamos con Atargatis, y deseándole mucha suerte. Él respondió pidiéndome que no muriera. Una nueva oleada de cariño me llevó a abrazarle y pudo sentir en sus ásperas y rudas manos, sobre la piel de mi vientre, al futuro monarca del reino esclavo dar patadas enloquecido. Aún habrían de transcurrir tres semanas para conocer la causa: en la lejanía, más allá de las murallas, contemplaría con terror y asombro como un ejército romano se aproximaba precedido por la inmensidad de una columna de polvo y el rugir del metal al entrechocar. El sol brillaba en sus estandartes y las nubes arrojaban sombras sobre los templos de la capital.
*Fotografía 1: "A Silent Greeting", de Alma Tadema
*Fotografía 2: "Flora", de Waterhouse.
*Fotografía 3: "La reina Zenobia mira por última vez Palmira", de Herbert Schmalz
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