Mi tío Tiberio, sin duda podrido por el recuerdo de las supuestas infidelidades de mi tía Julia, consideraba escandaloso y potencialmente subversivo para el orden moral establecido que una viuda joven, sin hijos, viviera sola, alejada de todo control y protección masculinos, y nada más saber de mi compromiso con su hijo me obligó con hirientes recriminaciones y duras palabras a abandonar la villa de la Farnesina, a pesar de que ahora, por disposición expresa del César, era mía, sin saber si algún día regresaría, y contra mi voluntad me trasladé a su lúgubre, anticuada y sobria morada del Palatino -¡Oh, divina Juno! ¡Madre! ¡Cuánto añoré los luminosos corredores de mi antiguo hogar, el susurro del agua, el sol entre las hojas de los árboles que el viento mecía. el lujo decadente, el brillo de los colores, la libertad, la soledad!- Hacía más de once años que no le veía, desde que partiera a su exilio griego dejando atrás esposa e hijo, pero a pesar de tan larguísima separación, de que ya no era la tímida niña que retenía en su retina, de cuánto en su ausencia había vivido, mi tío y futuro suegro casi no me prestó atención, más allá de indicarme las habitaciones dónde residiría, las obligaciones que se suponía yo cumpliría, las nuevas esclavas que me servirían -aunque sospechaba que también me vigilarían-. Su carácter hosco, huraño, retraído, esquivo, reservado, susceptible y sombrío se correspondía a la perfección con el de su hijo, salvo por una destacada diferencia: todo cuanto en Tiberio era frío cálculo, ilimitada paciencia y estudiada planificación, en Druso no era más que ciego y torpe apasionamiento, el impulso repentino de un solo momento, irascible y violento. Para mí, aquel muchacho no era más que un extraño, a pesar de ser mi primo y muy pronto también aquel con quién, quisiera o no, tendría que compartir cama y destino: en los últimos años no habíamos hablado, de niños nunca habíamos jugado...de hecho, soy incapaz de evocar un solo recuerdo que de jóvenes ambos compartiéramos, no estoy segura de que a mi primera boda asistiera, Cayo nunca le invitó a nuestras fiestas y en los días de mi locura jamás se acercó a la Farnesina preocupada por mi persona, aunque lo fingiera. Sin embargo, poco a poco, en la distancia, por rumores de mercado y de cocina, le fui conociendo, pues Druso no hizo el más leve intento de acercamiento. No buscaba como Cayo una compañera, en la alegría y en la pena, si no que me di enseguida cuenta de que solamente esperaba de mí admiración, respeto, sumisión y suprema obediencia, y pronto comprendí que en nuestro matrimonio solo tendríamos infelicidad y problemas...Sí, sin duda afronté aquella segunda boda de forma muy diferente a aquella primera. ¿Dónde estaban la ansiedad y los nervios? ¿Dónde estaba la emoción contenida entremezclada con el miedo? Reuní mi ajuar y mi dote como quién se prepara para la escena final de una tragedia griega, tejí mi vestido de novia con rabia, como quién cose una mortaja, y marché a la ceremonia con la dolorosa resignación y la asfixiante amargura de lo inevitable que experimenta el buey ante el altar y el inminente sacrificio. Aunque ahora Druso era por adopción su nieto, Augusto se negó a correr con los gastos de esa boda que por razón de Estado nos había impuesto, y el carácter ahorrador -y ¿por qué no decirlo? tacaño- de Tiberio convirtió lo que debió ser una fiesta en algo mucho más semejante a un enterramiento, prescindiendo de pública celebración para el pueblo, invitados, platos, adornos, música, regalos, velas...Sin duda, el más apropiado de los augurios, oscura premonición de lo que llegaría después de aquel día.
Tampoco Druso, a pesar del deseo que desde hacía años experimentaba por mi cuerpo, estaba contento con recibir en su lecho las sobras de un hombre muerto. Él y yo nos limitamos a aceptar aquello debido a la autoridad de Augusto y de Tiberio, y llegada la noche mi nuevo marido se limitó a tomar lo que ya era suyo cuantas veces quiso, sin pasión ni palabra alguna, como el cliente que dispone a su antojo de una vulgar puta, y yo me entregué por obligación fría y nada sentía. Cuando acabó conmigo y se quedó profundamente dormido, me levanté de inmediato y me lavé a conciencia, ciega del asco por él, por mí, por aquella boda, hasta que la piel se tornó roja y me dolía... Gracias, madre, ¿era eso lo que querías? No te tapes los oídos, no te marches: escucha muy bien lo que me sucedía, lo que en el interior de esa casa de verdad sucedía, por que tú, que sobre los demás debiste entender mi repulsa, consentiste en cambio en mi venta y eres tan culpable como Augusto o Germánico de lo que él me hacía. No entraré en detalles, tranquila. Te diré tan solo que cada noche venía, ya fuera después de la cena, apestando a comida recién ingerida, o terminada la fiesta en alguna taberna, arrastrando hasta mi lecho el hedor del vino rancio y de alguna fulana vieja, ¡y lo qué me exigía...! No enturbiaré mi escaso tiempo recordando aquello. ¡Oh, Venus Voluptas, como echaba de menos las manos de Cayo! Druso nunca supo complacerme, arrancarme el más mínimo estremecimiento de placer o de deseo. Tampoco le importaba hacerlo, en la cama era su propia satisfacción lo único que le interesaba, y yo fingía, y en mi interior lloraba y reía, que sus torpes caricias y maneras bruscas me conducían a un éxtasis cercana a la locura, no para dañar su hombría, sino para minimizar el tiempo que tenía que soportarle encima. Con Cayo ansiaba la llegada de la noche, con Druso la temía. Aún así, jamás deseé más la llegada de un hijo; pensé que si le daba lo que quería me dejaría. Pronto obtuve lo que quería, pues al cabo de unos meses sentí las primeras molestias y supe que su repulsiva semilla había dado fruto en mi vientre. Se lo comuniqué de inmediato. Pareció alegrarse e incluso su mano temblaba de cierta emoción contenida cuando tocó con extrema delicadeza el punto dónde su hijo crecía. Esa noche por fin dormí tranquila. Antes que al resto, incluso que a ti, se lo confesé a Julila, mi única amiga; aún no estaba preparada para fingir felicidad por traer aquella criatura concebida en el desprecio y la obediencia. Ella me entendía, yo lo sabía: me dijo que sabia como me sentía, como simple mercancía, un objeto usada hasta quedar roto y ser abandonado, un medio para lograr un fin que obtenido este pronto se olvida. Rompí a llorar llamando a mi dulce Cayo y ella me abrazó hasta que me quedé dormida. Al despertar me susurró que todavía había lugar para la rebeldía en mi vida. Entonces no lo entendía. No tardaría en hacerlo... Julila intentó que me encariñara con aquella próxima vida, decía que eso lo haría mi nueva vida mucho más llevadera, y me llevó casi obligada al mercado, en busca de tela y lanas para sus pequeñas ropitas, o a un carpintero dónde encargar la cunita, al templo para dar gracias por mi nuevo estado y pedir un buen parto y de nuevo a los jardines de la Farnesina. Allí me dijo que ella también esperaba un hijo -no me atreví a preguntarle si era de su marido- y por rara coincidencia, recibí un mensajero de mi hermano Germánico confirmándome que él también sería padre aquel año.
Agripina se dio excesiva prisa en anunciar su primer embarazo cuadno las tres aún experimentábamos los primeros vómitos y desmayos, antes de que Druso se hubiera decidido a comunicárselo a Tiberio y éste a Augusto o Julila le hubiera dado la buena noticia a Emilio Paulo. Era evidente que el honor de ser la favorita del César no le bastaba, que hasta la gloria de ser la primera en dar un heredero al Imperio debía arrebatarnos. Con todo, yo estaba contenta con la inminente llegada de mi primer sobrino, de un hijo de Germánico, aunque las relaciones con él se habían deteriorado desde que vilmente me vendiera. Él parecía ansioso por hablar de ese tema, poner fin a nuestras peleas, pero yo persistí en mi rencor rogando porque mi rechazo le causara el mismo daño que a mi la perspectiva de pasar con Druso el resto de mi miserable existencia. Le entregué con dureza mi regalo con un puñado de palabras de cortesía y me dirigí de inmediato junto a Agripina. Póstumo estaba con ella. No le veía desde el día de mi segunda boda; en los mercados había oído que Augusto le estaba instruyendo en las tareas de gobierno. Otro Cayo. Intenté mantener las distancias pero él buscó a solas mi compañía. Ya me marchaba cuando susurró a mi espalda, contra mi oído y mi nuca, que debí aceptarle cuando tuve ocasión, pero ahora, que era heredero del Imperio, y tal como me prometiera antes del regreso de Cayo, ya no me quería a su lado. Quise reír. Reír con fuerza. Reír por primera vez en demasiado tiempo. Por Druso sabía que nada más conocer la noticia de su adopción por su abuelo, Póstumo había rogado a Augusto que me entregara a él como esposa, pero el César no quiso oír de hablar de aquello, de un acto tan aberrante teñido de depravación e incesto, de una mujer capaz de aceptar en su lecho a dos hermanos de mismos padres, y barajaba como compañera de su último nieto a algunas de mis primas Domicia, hijas de tu hermana de mismo nombre, o bien a aquella Emilia Lépida que Augusto escogiera como esposa de mi cuñado Lucio pero cuyo compromiso no tuvo tiempo de anunciar antes de la repentina muerte de su nieto. Me volví para mirarle; apenas nuestros cuerpos estaban separados por una fina fibra de aire y nuestros labios se rozaban al hablarle. Sentí que se endurecía y mis ocupadas entrañas se encogieron de un ya casi desconocido deseo, de una necesidad urgente que hacía más de un año no experimentaba. Le pregunté si no iba a felicitarme. Me miró extrañado. ¿Por qué? Me interrogó. "Espero mi primer hijo; Druso no tardará en anunciarlo". Retrocedió horrorizado. Se negó a creerlo. Cogí su mano entre las mías y la deposité en mi viente; él de inmediato notó la hinchazón creciente. Me despedí de él con una burla: "¿Qué crees que será: niño o niña?"... Como a ti, madre, siempre tuve la necesidad acuciante de hacerle daño; cuánto más sufría, más sabía que me quería, y aquellos meses de mi embarazo... ¡no sabes cuanto necesitaba aquella sensación casi desconocida!... Creo que él lo comprendió casi al instante; no me había dado cuenta hasta dónde me entendía, más de lo que nunca logró nadie, ni el propio Cayo ni tampoco... Ni tampoco Lucio Elio Sejano... !Ah, mi añorado Póstumo! Espero que tarde o temprano también acudas a este cuarto a acompañarme. Deseo volver a abrazarte... Póstumo...
* Fotografía 1: Detalle del Gran Camafeo de Francia, con las tres figuras que los estudiosos identifican, de izquierda a derecha, con la emperatriz Livia, gran artífice de la boda aquí descrita, y sus nietos, Druso Minor y Claudia Livila.
*Fotografía 2: "Esperando a nacer III", de Marco Ortolan
*Fotografía 3: "Promesa de Primavera", de Lawrence Alma-Tadema.
Tampoco Druso, a pesar del deseo que desde hacía años experimentaba por mi cuerpo, estaba contento con recibir en su lecho las sobras de un hombre muerto. Él y yo nos limitamos a aceptar aquello debido a la autoridad de Augusto y de Tiberio, y llegada la noche mi nuevo marido se limitó a tomar lo que ya era suyo cuantas veces quiso, sin pasión ni palabra alguna, como el cliente que dispone a su antojo de una vulgar puta, y yo me entregué por obligación fría y nada sentía. Cuando acabó conmigo y se quedó profundamente dormido, me levanté de inmediato y me lavé a conciencia, ciega del asco por él, por mí, por aquella boda, hasta que la piel se tornó roja y me dolía... Gracias, madre, ¿era eso lo que querías? No te tapes los oídos, no te marches: escucha muy bien lo que me sucedía, lo que en el interior de esa casa de verdad sucedía, por que tú, que sobre los demás debiste entender mi repulsa, consentiste en cambio en mi venta y eres tan culpable como Augusto o Germánico de lo que él me hacía. No entraré en detalles, tranquila. Te diré tan solo que cada noche venía, ya fuera después de la cena, apestando a comida recién ingerida, o terminada la fiesta en alguna taberna, arrastrando hasta mi lecho el hedor del vino rancio y de alguna fulana vieja, ¡y lo qué me exigía...! No enturbiaré mi escaso tiempo recordando aquello. ¡Oh, Venus Voluptas, como echaba de menos las manos de Cayo! Druso nunca supo complacerme, arrancarme el más mínimo estremecimiento de placer o de deseo. Tampoco le importaba hacerlo, en la cama era su propia satisfacción lo único que le interesaba, y yo fingía, y en mi interior lloraba y reía, que sus torpes caricias y maneras bruscas me conducían a un éxtasis cercana a la locura, no para dañar su hombría, sino para minimizar el tiempo que tenía que soportarle encima. Con Cayo ansiaba la llegada de la noche, con Druso la temía. Aún así, jamás deseé más la llegada de un hijo; pensé que si le daba lo que quería me dejaría. Pronto obtuve lo que quería, pues al cabo de unos meses sentí las primeras molestias y supe que su repulsiva semilla había dado fruto en mi vientre. Se lo comuniqué de inmediato. Pareció alegrarse e incluso su mano temblaba de cierta emoción contenida cuando tocó con extrema delicadeza el punto dónde su hijo crecía. Esa noche por fin dormí tranquila. Antes que al resto, incluso que a ti, se lo confesé a Julila, mi única amiga; aún no estaba preparada para fingir felicidad por traer aquella criatura concebida en el desprecio y la obediencia. Ella me entendía, yo lo sabía: me dijo que sabia como me sentía, como simple mercancía, un objeto usada hasta quedar roto y ser abandonado, un medio para lograr un fin que obtenido este pronto se olvida. Rompí a llorar llamando a mi dulce Cayo y ella me abrazó hasta que me quedé dormida. Al despertar me susurró que todavía había lugar para la rebeldía en mi vida. Entonces no lo entendía. No tardaría en hacerlo... Julila intentó que me encariñara con aquella próxima vida, decía que eso lo haría mi nueva vida mucho más llevadera, y me llevó casi obligada al mercado, en busca de tela y lanas para sus pequeñas ropitas, o a un carpintero dónde encargar la cunita, al templo para dar gracias por mi nuevo estado y pedir un buen parto y de nuevo a los jardines de la Farnesina. Allí me dijo que ella también esperaba un hijo -no me atreví a preguntarle si era de su marido- y por rara coincidencia, recibí un mensajero de mi hermano Germánico confirmándome que él también sería padre aquel año.
Agripina se dio excesiva prisa en anunciar su primer embarazo cuadno las tres aún experimentábamos los primeros vómitos y desmayos, antes de que Druso se hubiera decidido a comunicárselo a Tiberio y éste a Augusto o Julila le hubiera dado la buena noticia a Emilio Paulo. Era evidente que el honor de ser la favorita del César no le bastaba, que hasta la gloria de ser la primera en dar un heredero al Imperio debía arrebatarnos. Con todo, yo estaba contenta con la inminente llegada de mi primer sobrino, de un hijo de Germánico, aunque las relaciones con él se habían deteriorado desde que vilmente me vendiera. Él parecía ansioso por hablar de ese tema, poner fin a nuestras peleas, pero yo persistí en mi rencor rogando porque mi rechazo le causara el mismo daño que a mi la perspectiva de pasar con Druso el resto de mi miserable existencia. Le entregué con dureza mi regalo con un puñado de palabras de cortesía y me dirigí de inmediato junto a Agripina. Póstumo estaba con ella. No le veía desde el día de mi segunda boda; en los mercados había oído que Augusto le estaba instruyendo en las tareas de gobierno. Otro Cayo. Intenté mantener las distancias pero él buscó a solas mi compañía. Ya me marchaba cuando susurró a mi espalda, contra mi oído y mi nuca, que debí aceptarle cuando tuve ocasión, pero ahora, que era heredero del Imperio, y tal como me prometiera antes del regreso de Cayo, ya no me quería a su lado. Quise reír. Reír con fuerza. Reír por primera vez en demasiado tiempo. Por Druso sabía que nada más conocer la noticia de su adopción por su abuelo, Póstumo había rogado a Augusto que me entregara a él como esposa, pero el César no quiso oír de hablar de aquello, de un acto tan aberrante teñido de depravación e incesto, de una mujer capaz de aceptar en su lecho a dos hermanos de mismos padres, y barajaba como compañera de su último nieto a algunas de mis primas Domicia, hijas de tu hermana de mismo nombre, o bien a aquella Emilia Lépida que Augusto escogiera como esposa de mi cuñado Lucio pero cuyo compromiso no tuvo tiempo de anunciar antes de la repentina muerte de su nieto. Me volví para mirarle; apenas nuestros cuerpos estaban separados por una fina fibra de aire y nuestros labios se rozaban al hablarle. Sentí que se endurecía y mis ocupadas entrañas se encogieron de un ya casi desconocido deseo, de una necesidad urgente que hacía más de un año no experimentaba. Le pregunté si no iba a felicitarme. Me miró extrañado. ¿Por qué? Me interrogó. "Espero mi primer hijo; Druso no tardará en anunciarlo". Retrocedió horrorizado. Se negó a creerlo. Cogí su mano entre las mías y la deposité en mi viente; él de inmediato notó la hinchazón creciente. Me despedí de él con una burla: "¿Qué crees que será: niño o niña?"... Como a ti, madre, siempre tuve la necesidad acuciante de hacerle daño; cuánto más sufría, más sabía que me quería, y aquellos meses de mi embarazo... ¡no sabes cuanto necesitaba aquella sensación casi desconocida!... Creo que él lo comprendió casi al instante; no me había dado cuenta hasta dónde me entendía, más de lo que nunca logró nadie, ni el propio Cayo ni tampoco... Ni tampoco Lucio Elio Sejano... !Ah, mi añorado Póstumo! Espero que tarde o temprano también acudas a este cuarto a acompañarme. Deseo volver a abrazarte... Póstumo...
* Fotografía 1: Detalle del Gran Camafeo de Francia, con las tres figuras que los estudiosos identifican, de izquierda a derecha, con la emperatriz Livia, gran artífice de la boda aquí descrita, y sus nietos, Druso Minor y Claudia Livila.
*Fotografía 2: "Esperando a nacer III", de Marco Ortolan
*Fotografía 3: "Promesa de Primavera", de Lawrence Alma-Tadema.
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