sábado, 8 de junio de 2013

Yo, Claudia Livila (XIII)

Al contrario de lo que piensa la mayoría de la gente, el dolor no disminuye ni desaparece con el tiempo, ¿no es cierto? Simplemente se aprende a vivir con ello. Cayo y mis sueños del Imperio habían muerto, pero yo estaba obligada a seguir viviendo, aunque cualquier movimiento supusiera para mí un enorme esfuerzo, sobre todo abrir los ojos cada mañana para continuar sufriendo o introducirme por la fuerza algún alimento. Agradezco a los dioses en quienes no creo que no hubiera testigos de aquellos terribles días, pues todos me abandonaron como trasto inútil en la villa de la Farnesina: Augusto, que me llamara “hija”; Livia, que pretendiera que además de nieta fuera también su pupila; Póstumo, que me perseguía; Julila, que se decía mi amiga; Germánico, que me cuidara desde que era una niña; Agripina... Ninguno sabía qué hacer ni cómo tratarme ahora que era viuda, más aún por encontrarme en la flor de la vida y carecer de hijos que me proporcionaran tristes alegrías; y aunque su abandono me hubiera enfurecido en mejores días, ya todo me era indiferente en mi agonía. Es más, prefería la soledad, la nostalgia y la apatía; todo era para mí más sencillo si nada me recordaba cuánto había perdido ni nadie me molestaba con torpes consuelos y palabras vacías que sin duda ellos no sentían, con aquellas miradas de infinita lástima que me corroían. Por aquello, solía perderme en los extensos jardines de la villa para por completo aislarme, para que ninguna persona soñara si quiera con encontrarme –incluso tú, madre, cómo ahora mi única compañía, cerca y lejos, separadas por un muro, entonces de sentimientos, que como siempre nos dividía–. En mi exilio, ¿qué hacía? No lloraba desde hacía tiempo; como a ti se me secaron las lágrimas y mi corazón, ya inservible, se endurecía. Oscilaba, no lo niego, entre momentos de resignación y asfixiante dolor e instantes de insoportable amargor, de inútil rebeldía contra la vida misma, de negación; conocí en el mismo suspiro la incredulidad y la realidad, el optimismo y la desesperación, la fuerza y la debilidad...hasta que la pena, al fin, me arrastró y todos mis sentidos adormeció, y así, rota y agradecida, caí y postrada permanecí, con los ojos perdidos en el suelo, la cabeza gacha y los miembros y el alma muertos. No quería regresar. ¡No quería despertar!
Cayo seguía llenando todos los rincones de mi mente y de mi cuerpo y yo me aferré a sus recuerdos como el náufrago en la tormenta, deslumbrada y fascinada por aquellos bellos y fugaces resplandores de felicidad perdida en medio de la inmensa negrura en que se había sumido mi vida. Por tenerlos siempre muy dentro de mi pecho, por creer poder experimentarlos de nuevo, renuncié al resto, a cuánto a mi alrededor sucedía, y poco a poco dejé de distinguir realidad de pasado y de fantasía. Las semanas sucedieron a los días y se convirtieron en meses como confusos borrones en mi torturada mente. Apenas permanecía consciente. No te reconocía. No me reconocía. No me di cuenta de que poco a poco me fallaba el aliento, las fuerzas; la falta de alimento y de sueño consumió mi salud, mi cordura y mi belleza. Comencé a fundirme con las sombras de las arboledas, a diluirme en sus aguas frescas, a enraizarme en la fría tierra y supe con certeza –por vez primera en mucho tiempo pude pensar con coherencia–, que el viento me arrancaría de Roma apenas cayeran las últimas hojas del otoño y el sonido de los primeros pájaros las sustituyera. Aunque una parte de mí deseaba dejarse ir y desaparecer y partir, marchar dónde nadie pudiera hallarme, dónde yo misma no pudiera encontrarme y dónde pudiera olvidarme de lo grande que había sido y de la miseria en la que me había convertido, reencontrarme con los míos; otro fragmento de mi ser, aquel que logró permanecer ajeno a la tranquila locura, se espantó al ver la proximidad del reino de los que no regresan y obligó a reaccionar a mi mente y mis piernas. A partir de ese día comencé a torturarme a mí misma: me impuse una rutina que cumplía por mucho que me dolía-despertarme, levantarme, comer, caminar, leer-, me arreglé otra vez y, aunque seguía sin soportar toda compañía y a duras penas toleraba que me hablaran, aún menos que me tocaran, me impuse salir sola, enfrentarme a las calles de Roma, exponerme con violencia a la vida, a los momentos felices que evoca, a la visión de afortunadas personas: el beso fugaz de una pareja, las celebraciones de una boda, el gemido de placer del cliente con la fulana, el entrenamiento del soldado, el cambio de guardia, el paso del cortejo funerario, una niña comprando su ajuar de boda, la planificación de una fiesta, el bullicio de las termas, las risas de los borrachos en la taberna, dos amigas perdidas entre telas caras y refinadas joyas...Cada tarde regresaba a la villa más destrozada, más triste, más furiosa, pero al menos mi corazón de nuevo latía, las lágrimas otra vez surgían, y así sabía que yo por fin estaba viva. Sabía que aquel dolor me haría más fuerte o me mataría, y ambas opciones me seguían pareciendo igual de deseables.
Una tarde, al regresar, no pude continuar siendo una mera espectadora, sino que la vida me vino a encontrar. Cuatro soldados de la guardia pretoriana y una litera me esperaban en la puerta de la villa. Augusto me reclamaba. Sin duda quería asegurarse de que esta vez iría. Obedecí mansa, incapaz de ver la cruel trampa que me tendía. ¿Para qué me quería? Muy pronto había encontrado sustitutos para mí y para Cayo; por el persistente rumor del mercado, y no por sus protagonistas, yo ya sabía que tenía nuevos herederos para su Imperio tras haber adoptado como hijos a Póstumo y mi tío Tiberio, y que había obligado a éste último a adoptar a su vez a Germánico, sin duda no por las muchísimas cualidades de mi hermano, sino por proporcionar una posición en la línea de sucesión a su querida Agripina, la eterna favorita. Me pregunté por primera vez que pensaría Julila al verse otra vez excluida. Pensé en ir a verla, exponerme también a la dura prueba de su innata alegría, pero antes tenía ante mí otra que aún no comprendía. El César salió a recibirme en persona; tan clara muestra de amistad y preferencia, después de meses de estar por completo despreocupado de mi persona, si vivía o estaba muerta, me puso de inmediato en alerta. Soporté como pude el tacto repulsivo de sus ancianas manos cuando cogió las mías y me condujo a su despacho con una sonrisa. Le dejé hablar sin contestar. Alabó durante largo tiempo mi amor y mi fidelidad por Cayo, mi dedicación, mi espera y mi entrega, y afirmó que eso bien merecía que tuviera la villa de la Farnesina, que quería regalármela para que nunca olvidara a su nieto y siempre pudiera tenerle presente en mis pensamientos. No pude por menos que pensar que aquel no era más que un envenenado regalo y mis sospechas y temores se agudizaron. En su despacho nos esperaba tu hijo Germánico y cuando tras de mí se cerraron con un chirrido las puertas no pude evitar sentirme atrapada, condenada y sin defensa. Seguía hablando el César con esa maldita sonrisa tan parecida a la de Agripina. Era demasiado joven, decía, no podía entregarme por siempre al recuerdo y la pena. Sentí que me temblaban las piernas. El deber de toda romana, añadió, es casarse y proporcionar hijos a Roma. Miré a Germánico pidiendo su ayuda, pero él guardaba férreo silencio. ¿Quién? Logré decir en un horrorizado susurro. ¡¿Quién?! Mi primo Druso, el único hijo de Tiberio y ahora hermano de mi hermano. Parpadeé indignada, incrédula. ¡¿Druso?! ¿Quién era Druso? ¡Druso no era nadie! Yo era Claudia Livila, hija de Nerón Claudio Druso, conquistador de Germania, viuda de Cayo Julio César Vipsaniano Agripa, príncipe de la juventud, pontífice máximo, dos veces cónsul, aliado de Partia, pacificador de Armenia. ¡Yo me merecía alguien mejor, más digno, más importante, que mi patético primo Druso! Augusto seguía hablando, escupiéndome sin vergüenza mentiras a la cara. ¡¿Por qué no callaba?! Ni mi juventud, ni me deber, ni mi felicidad le preocupaban; yo no era más que el medio para obtener el fin, para lograr la paz entre aquellos dos primos convertidos en hermanos y herederos a no mucho tardar de un imperio por el que yo había sacrificado demasiadas alegrías y seres queridos. Desesperada, esperanzada, observé a Germánico, bajo cuya autoridad como paterfamilias estaba yo sometida desde que mi padre muriera y a él le impusieran la toga viril, a la que había regresado al fallecer mi marido Cayo...y asintió. ¡Oh, dioses de los infiernos, asintió! Mi hermano, que siempre me cuidara y me protegiera, a quién yo como un segundo padre amara, acababa de venderme como si solo fuera otra de sus esclavas, una vulgar ramera, metiendo en mi cama a la fuerza otro marido cuando no se había cumplido un año de la muerte del primero, muy querido. Ahora que ya era adulta, ¿acaso mi opinión no les importaba? “Ojalá se te atragante la herencia”, pensé con rabia, y abandoné el despacho antes de que me vencieran las lágrimas.
Busqué refugio en tus brazos, madre, creyendo que tú, entre el resto, me entenderías, tú, que muerto mi padre rechazaste mil maridos, solo para descubrir que estabas de acuerdo con ellos, que sabías de aquella traición desde hacía tiempo, que creías que aquella boda me haría bien, y yo, que en los días de mi locura te idolatré con intensidad ciega, que de adoré con el mismo amor por ti que no conocía desde que era niña, de nuevo de odié y aún más que a la misma Agripina. Madre, era joven, muy joven, no pretendía como tú permanecer viuda el resto de mi vida, sabía que no me lo permitirían y que no debía, más ¿por qué tan pronto? Mi amor no había muerto con Cayo, sino que se había avivado con la ausencia y el recuerdo. Todavía no había sanado mis heridas, ni estaba preparada para dar al olvido mis felices momentos y comenzar de nuevo, ¡madre, ¿por qué no lo entendías?! ¡Necesitaba más tiempo! Si tan apegados estabais a las tradiciones, ¿por qué no respetasteis el ancestral año de luto? ¡Augusto tuvo que obligar al Senado a emitir un decreto especial que autorizara la celebración de la boda! ¿Era eso necesario? Un par de meses...¿No podría haber esperado? El César y Roma me sacrificaron en el altar de la razón de Estado; las personas a quienes amaba y aún respiraban me habían vendido y dado la espalda; mi familia, que debía protegerme, me entregaba a un hombre sin mérito alguno al que yo despreciaba. No me molesté por disimularlo, no dudé en haceros blanco de mis iras, e incapaz de calmarme y de controlarme, llamaste a Livia. Mi abuela vino a verme a la villa de la Farnesina –mi hogar con Cayo convertido en regalo de bodas para mi unión con Druso, ¡ridícula ironía!-. Conociendo mi ambición, intentó hacerme ver la oportunidad que se me ofrecía: Tiberio heredaría a Augusto y Druso a Tiberio y así yo recibiría por fin el Imperio. Comprendí de pronto: “¡¿Esta boda ha sido cosa tuya?!” La vieja arpía me sonrió: Así la pureza de sangre de la familia Claudia se mantendría y finalmente gobernaría. “¿Y qué sucedería con Póstumo? Es el último nieto varón del César y ahora también su hijo, como lo fueron Lucio y Cayo” La mayor edad y enorme experiencia de Tiberio serían las que se impondrían. “¿De la misma forma que sucederá con mi primo Druso y mi hermano Germánico, tus dos nietos?”. Contuvo la más extraña, terrorífica y torturada de las miradas: Germánico, dijo, había perdido su protección al casarse con Agripina. Incrédula y confusa, me dejé caer, y por largo tiempo guardé un tembloroso silencio, luchando por poner orden en mis pensamientos. ¿Me ofrecía una alianza para conducirme a mí y a Druso al Imperio, según sus deseos? ¿Por qué habría de hacerlo? No sabía nada de mi tío Tiberio desde que, con cinco años, le viera partir a su exilio griego, y mi repulsa por Druso solo iba en aumento. Prefería favorecer a mi hermano que a mi futuro marido en el camino al Imperio. Livia me ofreció confiada un triste consuelo y un poderoso incentivo: puede que yo nunca amara a mi primo, pero sin duda querría a sus hijos, los que sembrara en mi cuerpo, y para que ellos accedieran al poder supremo, primero el padre tendría que precederlos... ¿Cuánto tiempo llevaba mi abuela planeando aquello? ¿Cuántas fichas había movido en el tablero para alcanzar ese momento? ¿Qué razón le motivaba a ello? Solo éramos muñecos en sus manos huesudas de arpía experta. Palidecí. Me asaltó una terrible duda: ¿había tenido algo que ver con la muerte de Cayo? Livia se dio media vuelta y continuó andando como si no me hubiera escuchado-¡Ésa era la mujer a la que tú admirabas!-. Apenas me hubo abandonado y sin haberme recuperado, recibí las primeras órdenes del que habría de ser ahora mi suegro, mi tío Tiberio.

Queridos lectores de  Los Fuegos de Vesta:
Mi ordenador ha muerto definitivamente tras ocho años de fiel servicio.
Se impone comprarme un sucesor digno de tan buen y viejo amigo. 
Espero no tardar mucho más tiempo.
Publico esto como prueba de que no os olvido.

*Fotografía 1: "Dolce far niente", de Godward
*Fotografía 2: "Ofelia", de Levy-Dhurmier
*Fotografía 3:  Retrato de Druso, hijo de Tiberio, primo y segundo marido de Livila, en el Museo Nacional del Prado (Madrid)
*Fotografía 4: Retrato de Livia, en el Museo Arqueológico de Éfeso

No hay comentarios:

Publicar un comentario