Al contrario de lo que piensa la
mayoría de la gente, el dolor no disminuye ni desaparece con el tiempo, ¿no es
cierto? Simplemente se aprende a vivir con ello. Cayo y mis sueños del Imperio
habían muerto, pero yo estaba obligada a seguir viviendo, aunque cualquier
movimiento supusiera para mí un enorme esfuerzo, sobre todo abrir los ojos cada
mañana para continuar sufriendo o introducirme por la fuerza algún alimento.
Agradezco a los dioses en quienes no creo que no hubiera testigos de aquellos
terribles días, pues todos me abandonaron como trasto inútil en la villa de la
Farnesina: Augusto, que me llamara “hija”; Livia, que pretendiera que además de
nieta fuera también su pupila; Póstumo, que me perseguía; Julila, que se decía
mi amiga; Germánico, que me cuidara desde que era una niña; Agripina... Ninguno
sabía qué hacer ni cómo tratarme ahora que era viuda, más aún por encontrarme
en la flor de la vida y carecer de hijos que me proporcionaran tristes
alegrías; y aunque su abandono me hubiera enfurecido en mejores días, ya todo
me era indiferente en mi agonía. Es más, prefería la soledad, la nostalgia y la
apatía; todo era para mí más sencillo si nada me recordaba cuánto había perdido
ni nadie me molestaba con torpes consuelos y palabras vacías que sin duda ellos
no sentían, con aquellas miradas de infinita lástima que me corroían. Por
aquello, solía perderme en los extensos jardines de la villa para por completo
aislarme, para que ninguna persona soñara si quiera con encontrarme –incluso
tú, madre, cómo ahora mi única compañía, cerca y lejos, separadas por un muro,
entonces de sentimientos, que como siempre nos dividía–. En mi exilio, ¿qué
hacía? No lloraba desde hacía tiempo; como a ti se me secaron las lágrimas y mi
corazón, ya inservible, se endurecía. Oscilaba, no lo niego, entre momentos de
resignación y asfixiante dolor e instantes de insoportable amargor, de inútil
rebeldía contra la vida misma, de negación; conocí en el mismo suspiro la
incredulidad y la realidad, el optimismo y la desesperación, la fuerza y la
debilidad...hasta que la pena, al fin, me arrastró y todos mis sentidos
adormeció, y así, rota y agradecida, caí y postrada permanecí, con los ojos
perdidos en el suelo, la cabeza gacha y los miembros y el alma muertos. No
quería regresar. ¡No quería despertar!
Cayo seguía llenando todos los rincones
de mi mente y de mi cuerpo y yo me aferré a sus recuerdos como el náufrago en
la tormenta, deslumbrada y fascinada por aquellos bellos y fugaces resplandores
de felicidad perdida en medio de la inmensa negrura en que se había sumido mi
vida. Por tenerlos siempre muy dentro de mi pecho, por creer poder
experimentarlos de nuevo, renuncié al resto, a cuánto a mi alrededor sucedía, y
poco a poco dejé de distinguir realidad de pasado y de fantasía. Las semanas sucedieron
a los días y se convirtieron en meses como confusos borrones en mi torturada
mente. Apenas permanecía consciente. No te reconocía. No me reconocía. No me di
cuenta de que poco a poco me fallaba el aliento, las fuerzas; la falta de
alimento y de sueño consumió mi salud, mi cordura y mi belleza. Comencé a
fundirme con las sombras de las arboledas, a diluirme en sus aguas frescas, a
enraizarme en la fría tierra y supe con certeza –por vez primera en mucho
tiempo pude pensar con coherencia–, que el viento me arrancaría de Roma apenas
cayeran las últimas hojas del otoño y el sonido de los primeros pájaros las
sustituyera. Aunque una parte de mí deseaba dejarse ir y desaparecer y partir,
marchar dónde nadie pudiera hallarme, dónde yo misma no pudiera encontrarme y
dónde pudiera olvidarme de lo grande que había sido y de la miseria en la que
me había convertido, reencontrarme con los míos; otro fragmento de mi ser,
aquel que logró permanecer ajeno a la tranquila locura, se espantó al ver la
proximidad del reino de los que no regresan y obligó a reaccionar a mi mente y
mis piernas. A partir de ese día comencé a torturarme a mí misma: me impuse una
rutina que cumplía por mucho que me dolía-despertarme, levantarme, comer,
caminar, leer-, me arreglé otra vez y, aunque seguía sin soportar toda compañía
y a duras penas toleraba que me hablaran, aún menos que me tocaran, me impuse
salir sola, enfrentarme a las calles de Roma, exponerme con violencia a la
vida, a los momentos felices que evoca, a la visión de afortunadas personas: el
beso fugaz de una pareja, las celebraciones de una boda, el gemido de placer
del cliente con la fulana, el entrenamiento del soldado, el cambio de guardia,
el paso del cortejo funerario, una niña comprando su ajuar de boda, la planificación
de una fiesta, el bullicio de las termas, las risas de los borrachos en la
taberna, dos amigas perdidas entre telas caras y refinadas joyas...Cada tarde
regresaba a la villa más destrozada, más triste, más furiosa, pero al menos mi
corazón de nuevo latía, las lágrimas otra vez surgían, y así sabía que yo por
fin estaba viva. Sabía que aquel dolor me haría más fuerte o me mataría, y
ambas opciones me seguían pareciendo igual de deseables.
Busqué refugio en tus brazos,
madre, creyendo que tú, entre el resto, me entenderías, tú, que muerto mi padre
rechazaste mil maridos, solo para descubrir que estabas de acuerdo con ellos,
que sabías de aquella traición desde hacía tiempo, que creías que aquella boda
me haría bien, y yo, que en los días de mi locura te idolatré con intensidad
ciega, que de adoré con el mismo amor por ti que no conocía desde que era niña,
de nuevo de odié y aún más que a la misma Agripina. Madre, era joven, muy
joven, no pretendía como tú permanecer viuda el resto de mi vida, sabía que no
me lo permitirían y que no debía, más ¿por qué tan pronto? Mi amor no había
muerto con Cayo, sino que se había avivado con la ausencia y el recuerdo. Todavía
no había sanado mis heridas, ni estaba preparada para dar al olvido mis felices
momentos y comenzar de nuevo, ¡madre, ¿por qué no lo entendías?! ¡Necesitaba
más tiempo! Si tan apegados estabais a las tradiciones, ¿por qué no
respetasteis el ancestral año de luto? ¡Augusto tuvo que obligar al Senado a
emitir un decreto especial que autorizara la celebración de la boda! ¿Era eso
necesario? Un par de meses...¿No podría haber esperado? El César y Roma me
sacrificaron en el altar de la razón de Estado; las personas a quienes amaba y
aún respiraban me habían vendido y dado la espalda; mi familia, que debía
protegerme, me entregaba a un hombre sin mérito alguno al que yo despreciaba.
No me molesté por disimularlo, no dudé en haceros blanco de mis iras, e incapaz
de calmarme y de controlarme, llamaste a Livia. Mi abuela vino a verme a la
villa de la Farnesina –mi hogar con Cayo convertido en regalo de bodas para mi
unión con Druso, ¡ridícula ironía!-. Conociendo mi ambición, intentó hacerme
ver la oportunidad que se me ofrecía: Tiberio heredaría a Augusto y Druso a
Tiberio y así yo recibiría por fin el Imperio. Comprendí de pronto: “¡¿Esta
boda ha sido cosa tuya?!” La vieja arpía me sonrió: Así la pureza de sangre de
la familia Claudia se mantendría y finalmente gobernaría. “¿Y qué sucedería con
Póstumo? Es el último nieto varón del César y ahora también su hijo, como lo
fueron Lucio y Cayo” La mayor edad y enorme experiencia de Tiberio serían las
que se impondrían. “¿De la misma forma que sucederá con mi primo Druso y mi
hermano Germánico, tus dos nietos?”. Contuvo la más extraña, terrorífica y
torturada de las miradas: Germánico, dijo, había perdido su protección al
casarse con Agripina. Incrédula y confusa, me dejé caer, y por largo tiempo
guardé un tembloroso silencio, luchando por poner orden en mis pensamientos.
¿Me ofrecía una alianza para conducirme a mí y a Druso al Imperio, según sus
deseos? ¿Por qué habría de hacerlo? No sabía nada de mi tío Tiberio desde que,
con cinco años, le viera partir a su exilio griego, y mi repulsa por Druso solo
iba en aumento. Prefería favorecer a mi hermano que a mi futuro marido en el
camino al Imperio. Livia me ofreció confiada un triste consuelo y un poderoso
incentivo: puede que yo nunca amara a mi primo, pero sin duda querría a sus
hijos, los que sembrara en mi cuerpo, y para que ellos accedieran al poder
supremo, primero el padre tendría que precederlos... ¿Cuánto tiempo llevaba mi
abuela planeando aquello? ¿Cuántas fichas había movido en el tablero para
alcanzar ese momento? ¿Qué razón le motivaba a ello? Solo éramos muñecos en sus
manos huesudas de arpía experta. Palidecí. Me asaltó una terrible duda: ¿había
tenido algo que ver con la muerte de Cayo? Livia se dio media vuelta y continuó
andando como si no me hubiera escuchado-¡Ésa era la mujer a la que tú
admirabas!-. Apenas me hubo abandonado y sin haberme recuperado, recibí las
primeras órdenes del que habría de ser ahora mi suegro, mi tío Tiberio.
*Fotografía 1: "Dolce far niente", de Godward
*Fotografía 2: "Ofelia", de Levy-Dhurmier
*Fotografía 3: Retrato de Druso, hijo de Tiberio, primo y segundo marido de Livila, en el Museo Nacional del Prado (Madrid)
*Fotografía 4: Retrato de Livia, en el Museo Arqueológico de Éfeso
Queridos lectores de Los Fuegos de Vesta:
Mi ordenador ha muerto definitivamente tras ocho años de fiel servicio.
Se impone comprarme un sucesor digno de tan buen y viejo amigo.
Espero no tardar mucho más tiempo.
Publico esto como prueba de que no os olvido.
*Fotografía 1: "Dolce far niente", de Godward
*Fotografía 2: "Ofelia", de Levy-Dhurmier
*Fotografía 3: Retrato de Druso, hijo de Tiberio, primo y segundo marido de Livila, en el Museo Nacional del Prado (Madrid)
*Fotografía 4: Retrato de Livia, en el Museo Arqueológico de Éfeso
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