Se movió mucho antes que los hijos que Agripina y Julila portaban también en sus vientres. Se movió con fuerza, como si danzara, como si saltara, como si riera, como si desara decirme sin palabras, como fuera, que ya nunca estaría sola, que ahora siempre la tendría a ella... Consternada, sobresaltada y confusa, me acaricié por primera vez el vientre desde que lo ocupara: se había quedado muy quieto, como si temiera que le regañara, y de pronto, otra vez, ¡ahí estaba!, un fuerte parada. ¡Oh, madre, ¿cómo podría describirlo con palabras?! ¡No puedo! Aún tiemblo. Me sentí abrumada por tal cantidad de sentimientos, arrancada casi de mi propio cuerpo...Reía y al mismo tiempo, ¿puedes creerlo?, lloraba con desconsuelo. Vi pasar mi vida en un solo momento, y fui al fin consciente, en un torbellino vertiginoso y enloquecedor de felicidad y de terror, de que había llegado, sin esperarlo ni quererlo, un nuevo y más hermoso comienzo, por que yo ¡sería madre! Tendría una familia, alguien que incondicionalmente me amaría. Nunca más estaría sola. Ahora entendía las palabras de Livia. La emoción se apoderó de mí y sentí la necesidad urgente de compartir aquella alegría, y no elegí ni a Druso, que era el padre, ni a Julila, mi única amiga, ¡si no que te elegí a ti! ¿Por qué? Ni siquiera ahora lo comprendo. Es increíble contemplar como la dicha hace olvidar el daño. Con Germánico convertido en un Julio y yo entregada a Tiberio y Druso, te habías quedado sola con el tullido tartamudo de mi hermano Claudio, y, como si eso no fuera suficiente castigo, rencorosa y furiosa por que consentiste en mi segunda boda, yo te golpeaba de continuo con mi silencio y mi indiferencia, entregándote sin remordimientos al cruel olvido. Agripina, tu nuera, había acudido en persona a comunicarte que pronto te haría abuela; yo, tu hija, no me había molestado en cambio en escribirte una sola misiva. Orgullosa como eres, no hiciste nada por verme, pero cuando crucé tu puerta, con las mejillas encendidas y el vientre creciente, distinguí en tus ojos el reproche, pero también la alegría y el anhelo. Viniste casi corriendo a mi encuentro y me cogiste las manos con mucha fuerza, ¿lo recuerdas? Con el paso del tiempo había comprendido que aquello era lo más similar a un abrazo que desde la muerte de mi padre eras capaz de dar. Te retuve en mis dedos todo cuanto pude. Te dije: "madre, se mueve". No ocultaste tu sorpresa: "¿ya?" Asentí. Acariciaste mi vientre, queriendo sentir a tu nieto. Vi en ti el primer bosquejo de una sonrisa desde que era pequeña, desde que en las Galias tantas cosas perdieras, y con ella, sin dejarla ahora marchar, te embarcaste en multitud de advertencias y de consejos sobre mi próxima maternidad, te preocupaste de que comiera, de que no sintiera molestias, de que pudiera descansar... ¡Oh, madre! ¡Madre! ¡¿Por qué no hemos vivido más momentos como aquel?! De cercanía, de afecto, de mutuo entendimiento, de confesiones, de complicidad... ¡Te sentí tan humana! ¡Me sentí tan querida! ¡Te quise tanto! Madre, puede que todo hubiera cambiado de haber así continuado, no teníamos porque vivir siempre luchando. Bastaba con que tú dieras un paso y yo habría dado dos, y así nos hubiéramos ido acercando. Más solo fue un gota aislada en la inmensidad de la lluvia. Y aún así, a pesar de mi encierro, la agradezco. Era excepcionalmente hermosa.
Queridos lectores de Los Fuegos de Vesta:
un examen este domingo me impide ser más extensa.
Espero que aunque breve esta entrega haya sido de vuestro agrado.
* Las fotografías son obras de Gustav Klimt
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