¿Cómo empezó
todo esto? Han pasado tantas cosas que ya no recuerdo, o bien no
quiero hacerlo... Ha llegado el momento de enfrentarme a ello. No se
puede vivir con miedo, ni morir temiendo. Sin embargo, quizás no
estoy haciendo la pregunta adecuada que me permita poner en orden
todos mis pensamientos y afrontar mis sentimientos. No importa como
empezó, si no como yo me convertí en algo nuevo, porque si pudiera
elegir regresaría a mis comienzos, permanecería por siempre en
ellos. El sonido de las
olas, la música de mi juventud... Gustaba de sentarme en aquella
playa solitaria, yo conmigo mismo y mi alma, y contemplar el batir de
mil olas negras donde nadaban estrellas bajo la inmensidad de la luna
llena, sentir en mis dedos jugueteando la fina arena y en mi espalda
la caricia helada de una brisa tierna y salada. Imposible no ser
consciente de la inmensidad del mundo y de mi propia insignificancia,
y ese pensamiento, que tanto atormentó a hombres buenos, siempre fue
para mí en cambio un consuelo, incluso en los peores momentos: las
penas de un ser tan pequeño no pueden ser nunca grandes. ¡Divina
inocencia! No bastaba una sola para ahogarme, pero a fuerza de
acumularse han terminado por aplastarme. No obstante, aunque pudiera
liberarme de ellas, aunque un dios benévolo tuviera a bien mirarme
un solo momento y concedérmelo, me negaría: ellas son yo y yo soy
ellas, fueron mis tragedias las que me dieron definitiva forma y algo
semejante a la fortaleza. Con todo,
preferiría que en mil últimas horas no desfilaran ante mis ojos. Me
dijeron que sucedería, más ¿por qué? Quizás todos necesitemos en
el momento de morir creer, creer que valió la pena, que no hemos
malgastado nuestra existencia. Tendría ese temor si mi vida hubiera
sido mía, pero nunca fui responsable de quien fui, jamás seré
culpable de lo que sucedió por mí. Mi éxito -debería decir mi
ruina- se debió a una pasión desgarradora, la experimentada por
Nerón por su segunda esposa... Así concebida, mi existencia no ha
sido tan mala: motivos peores mueven mejores vidas.
Sentado en el
tocador de mi habitación en palacio, observo con detenimiento mi
reflejo en el espejo, este rostro de mujer que me impusieron, este
cuerpo deforme que no fue mío. Actea, la dulce Actea, también
observa esta farsa grotesca de una emperatriz muerta, y en su pupila
azul, temblorosa por el miedo, en su entrecejo fruncido de
preocupación y en el vacilar de sus labios hallo algún consuelo. Con cuidado, lavo
mi rostro. El agua se tiñe de cien mil colores, revelando mejillas
sin barba y cejas depiladas. Me arranco las pestañas postizas, me
deshago de los grandes pendientes y deposito, entre perfumes,
ungüentos y cajitas, collares, pulseras, anillos, tobilleras,
diademas, fíbulas, redecillas del pelo y horquillas. Sin embargo,
cuando cojo entre mis manos delicadas de uñas pintadas las tijeras,
para deshacerme también del largo cabello teñido de encendido rojo,
Actea no puede contenerse. Intenta detenerme.
“Sabina”, me llama. Esa palabra maldita escapa con inocencia de
su boca; así me llamaba Nerón en honor de su esposa fallecida.
Rápida se lleva las manos a los horrorizados labios. Tranquila,
Actea, ya no me importa. Esboza una sonrisa de amargura, me observa
con benevolencia, me acaricia el rostro con ternura. ¿Qué es esto?
¿Compasión? Nunca la he tenido y no la quiero. Me debilita y
preciso ahora más que nunca de todas mis fuerzas. Largos mechones de
cabello caen con silencioso estrépito en el suelo de mosaico. Venus
y Adonis quedan cubiertos de una montaña de pelo humano. Queda atrás
solo el rostro de quién no es mujer, pero tampoco hombre, un cuerpo
amorfo carente de pechos y de testículos. Un nuevo Tiresias. Otro
Hermafrodito. Si acaso dudaba, ahora tengo motivos. Actea con mano
temblorosa me alcanza una toga. La rechazo con vehemencia: me
disfrazaría de un hombre como me he disfrazado de una matrona...
¡Oh, Actea, ¿por qué lloras?! No lloras por mí, si no por ti;
conmigo se marcha lo único de Nerón que te queda, serás ahora el
último vestigio de una gran era. Me abofetea. Me abraza. Es
imposible, ¿son para mí estas lágrimas? Actea, ¡son hermosas! Por
favor, llora, llora hasta quedarte sin ellas. Me reconfortan, me dan
fuerzas. ¡Actea, me amas lo suficiente como para poder verterlas!
¡Mi dulce, dulce Actea! Cuando me vaya
habré dejado en ti al menos un diminuta huella; no habré sido solo
una sombra de mi mismo, de otra persona... de la emperatriz Popea. Si
ella no hubiera muerto de aquella forma yo no me habría convertido
en esto...No es cierto. No debo mentirme a mi mismo en mis últimas
horas. Soy lo que soy por el corazón de un hombre destrozado incapaz
de aceptar lo que había hecho.
Cuando me vaya
habré dejado en ti al menos un diminuta huella; no habré sido solo
una sombra de mi mismo, de otra persona... de la emperatriz Popea. Si
ella no hubiera muerto de aquella forma yo no me habría convertido
en esto...No es cierto. No debo mentirme a mi mismo en mis últimas
horas. Soy lo que soy por el corazón de un hombre destrozado incapaz
de aceptar lo que había hecho. “Te lo suplico”,
me susurra contra la sensible piel de mi nuca y su voz se extiende
como una caricia a lo largo de mi espalda desnuda. “Reconsidéralo”.
Por un momento flaqueo. Después, olvido... No, me digo, no hay nada
que reconsiderar. ¿Ser violado en público sobre el escenario para
diversión de nuestro nuevo César, Vitelio? No, Actea, lo lamento,
mi decisión es firme. Multitud de personas han dirigido mi vida;
ahora quiero ser responsable de mi propia muerte. Sí, me iré, y mi
memoria la desgarrará la infamia. Pocos recordaran mi lealtad y mi
fidelidad. Pensé que ellas me redimirían ante los ojos de la
Historia, que me granjearían el perdón de la Memoria, y que quizás
bastaran para no ser recordado con odio ni con desprecio, sino con
cierto asombro, cierta compasión, cierta admiración, cierta
lástima. Me esforcé por practicarlas y finalmente surgían de mi
solas: Nerón me enseñó que se puede llegar a amar lo que mucho se
odia... Amar...quizás de
una retorcida y ambigua forma, pero nunca al César, si no al loco
incomprendido y perdido que buscaba su propio lugar en el mundo de
continuo. Fui yo, y no Mesalina, la última de sus esposas, quién
permaneció junto a nuestro marido hasta el mismo final, solo yo y
tres más, en el desgarrador viaje final que le condujo a la muerte
olvidado en una villa. Fui yo quién inició ante su petición los
lamentos rituales previos a su suicidio. Fui yo quién le recogió
entre mis brazos cuando cayó por vez última y fui yo quién bebió
de sus labios el último aliento... y sin embargo ella vive en una
tranquilidad por siempre honrosa y yo me preparo para un inminente
suicidio. Da igual todo lo que hiciera; en el mejor de los casos mi
vida se perderá como lágrimas entre la lluvia. De haber sabido lo
que vendría después le hubiera seguido tras su último suspiro, le
hubiera seguido si alguna vez me hubiera querido, pero no me amaron
ninguno de los hombres que se impusieron a la fuerza a mi lado:
siempre Popea. Aunque la encarné no puedo decir que la he conocido.
Ardo en deseos de hacerlo para saber que hubo en ella que tanto los
ha seducido, que hubo en mí indigno.
Si queréis leer el resto del relato solo tenéis que pinchar aquí:
* Fotografía 1: "Los remordimientos de Nerón por la muerte de su madre", John William Waterhouse
* Fotografía 2: "Joven vertiendo perfume", Fresco romano
* Fotografía 3: Posible retrato de Popea Sabina, segunda esposa de Nerón, con la que el eunuco guardaba tanto parecido
* Fotografía 2: "Joven vertiendo perfume", Fresco romano
* Fotografía 3: Posible retrato de Popea Sabina, segunda esposa de Nerón, con la que el eunuco guardaba tanto parecido
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