jueves, 19 de diciembre de 2013

Io Saturnalia

Laodamia se despertó con las primeras luces del alba, si bien en realidad solo había conocido retazos fugaces de tortuosos sueños. Desde hacia semanas vivía en un espejismo de añoranza y de miedo, que en ocasiones se le antojaba opresivo y en otras incrédulo. No porque el amo fuera cruel con ella, si no porque nada de lo que la rodeaba conocía: costrumbres extrañas, personas desconocidas, una lengua nunca antes oída. Su propia piel, de un dorado caoba, que despertara la admiración en el mercado y alcanzara precios desorbitados, arrancaba ahora miradas de ceño fruncido y cejas arqueadas, que la obligaban a bajar los ojos y encendían sus mejillas y parecían gritarla en hiriente silencio, allá donde marchara: ¡fuera! ¡fuera, extranjera! Laodamia languidecía en la melancolía, pues allá donde iba en su memoria seguía el recuerdo de un paisaje de interminables dunas de voluptuosas, redondeadas, lascivas formas, mil tonalidades de un marrón cobrizo que imperceptibles se tejían en un tupida y espesa alfombra hasta fundirse con un despejado cielo de radiante azul intenso y un sol en llamas de rojo encendido; la brisa de afilados, ardientes, dedos, que revolvía el horizonte, derribaba montañas, borraba caminos, y las fulgurantes estrellas, manto real de un luna de plata, risueña en lo más alto, que mostraban con intermitentes parpadeos cualquier senda perdida; los oasis de ardientes aguas y refrescantes palmeras, donde sus hermanos pequeños se bañaba y su padre apacentaba; las tormentas de arena en las que en el interior de la tienda solía enredarse con su madre para que nada temiera; o el repentino resurgir de la tierra cultivada al acercarte a un mar de vetas de oro y plata, con multitud de frutos maduros y mil aromas en un verdor que alimentaba y engrandecía el alma. No comprendía como los romanos habitaban voluntarios aquellas cárceles incesantes de adobe y piedra, tan lejos del contacto con la tierra, en las que por mucho que caminaras jamás veías la vegetación frondosa o las altas dunas de arena. Añoraba el palpitar tímido de la sabia nueva.
Laodamia envuelta en lágrimas se levantó de la cama y cargó sobre sus hombros tres túnicas y dos mantos. Siempre hacía demasiado frío en aquella patria nueva. Las otras esclavas con las que compartía cama y cuarto, más viejas, más expertas, se rieron de ella, pero no la importaba, pues no entendía qué la hablaban. Siempre que la llamaban por aquel nuevo nombre y derramaban sobre ella incomprensibles palabras, ya gritaran, ya susurraran, se limitaba a asentir con la cabeza gacha y a marcharse rauda. Por ello se había ganado fama de tonta y de holgazana. Ahora se limitaban a darle un paño y un cubo de agua y de rodillas limpiaba los mosaicos de la casa. Aquel trabajo no la desagradaba. Le fascinaba aquel mundo de diminutos colores que perfectamente encajaban hasta formar en la lejanía una hermosa forma, y abstraída intentaba desentrañar los misterios de una mente capaz de concebir, a partir de millones de piezas dispares, las recatadas formas de una heroína o las lascivas redondeces de una diosa. Le gustaba igualmente tocar el suelo de las grandes salas y descubrir que eran cálidos bajo sus palmas; solo en ese momento desterraba el húmedo frío de sus torturados huesos y apenas terminado el trabajo corría a los grandes hornos del subsuelo para intentar también comprender cómo las hogueras no incendiaban la casa o cómo lograban que el calor se distribuyera a través de paredes y suelos por tantas salas. Mil preguntas se amontonaban en su cabeza incapaz de darlas salida por una lengua desacostrumbrada, y frustrada se tornaba en momentos irascible o se escondía avergonzada de su ignorancia. Hedistus siempre iba a buscarla. Laodamia sabía que aquel rincón de madera y llamas no era su lugar en la casa, ya que el amo solía exhibirla ricamente vestida en las grandes cenas como una joya engarzada, pero al menos Hedistus no la gritaba, si no que con infinita paciencia limpiaba el hollín de su cara. En esos momentos hubiera querido alargar su mano y enredarla en sus cabellos de oro batido que nunca antes contemplara, pero finalmente ante su presencia siempre se reprimía con fuerza. En los estrechos pasillos y las pequeñas y oscuras salas que habitaban esclavos y esclavas, Hedistus, aún compartiendo su condición, era la autoridad después del amo, pues había nacido en la casa y gozaba por ello de su favor y confianza. Todos le temían y le envidiaban; en cambio, Laodamia sentía por él lástima, porque jamás había visto el horizonte abrazar el cielo ni había corrido libre entre la vegetación. Aquel día también le buscó para que le entregara su cubo, su paño y su agua.
Sin embargo, algo aquel día había cambiado. Los demás esclavos no se apresuraban a sus tareas, si no que todo estaba inundado por un alegre ambiente de fiesta y más allá de las altas tapias del jardín que los encerraba llegaban retazos de música y risas aisladas. Pronto abandonaron todo y comenzaron a salir por la puerta. Laodamia no comprendía. ¿A qué se debía? ¿Todos habían sido liberados? Se asomó con cautela extrema a la puerta. Al otro lado de la calle, más allá de los soportales de columnas de enlucido blanco y revestimiento rojo vio partir a los esclavos de otras casas y más arriba, pasadas las panaderías, bebían en las tabernas los que amasaban pan, movían los molinos y encendían los hornos. No era posible que todos hubieran conocido la libertad el mismo día. Observó el umbral que advertía del peligro de un perro que no tenían. ¿También ella podría.... salir? ¿Podría salir? No se atrevía. A pesar de haber cruzado el interminable mar y haber contemplado ciudades y puertos, nuevos pueblos, aquella casa era su condena y su refugio, los límites seguros que excluían del día a día lo desconocido y terrorífico de su nueva vida. Retrocedió apenas unos pasos. De pronto, el brazo protector de Hedistus la obligó a cruzar la frontera imaginada que tanto tiempo creyó infranqueable y vio el sol de un nuevo día. Abandonada en la vía, asustada por el ruido y todo cuanto veía, angustiada por cuanto desconocía, por peligros y sospechas que solo en su mente había, durante muy largo tiempo no pudo soltarse de aquel brazo que se le ofrecía. Hedistus reía. No era la risa cruel y burlona de las esclavas, sino un destello de diversión y ternura, de incipiente cariño que la hizo sentir más segura. Pronto la curiosidad la impulsó a soltarse y correr de un lado para otro deseando conocerlo todo. Él con dulce paciencia la seguía mientras ella descubría los mil y un productos que el Imperio en tenderetes humildes ofrecía, se mostraba fascinada por alguna inscripción olvidada, por el burdo fresco de una mala tienda, mientras ignoraba los altares callejeros cuajados de ofrendas, se detenía ante los artistas que en las vías encantan serpientes y escupen fuego, intentaba descifrar los misterios de un juego grabado en escalinatas de mármol, se sentía deslumbrada por los altos templos cargados de guirnaldas y las prostitutas de mejillas maquilladas o sin razón se reía de la escultura de un magistrado togado o se detenía a contemplar la labor del zapatero, del panadero o del carnicero. Juntos contemplaron los sacrificios en el templo, los preparativos del banquete público, se colaron en las carreras del circo y los juegos del anfiteatro, apostaron por el equipo verde y el gladiador tracio, y bebieron vino fuerte en las tabernas de las callejuelas, tosiendo primero y enrojeciendo después. A su regreso se sentaron en la mesa del amo y por un día todos iguales festejaron las bondades de la Edad dorada del gran Saturno. Para entonces, Laodamia había desterrado su timidez innata y desbordaba alegría, esforzándose por expresarse en una rara mezcla de latín y una lengua desconocida que arrancó comprensión y risas. Había entendido que por un día, por un único día, todo era posible y podía no ser ella misma, si no quién de verdad quería, y antes de que la agonía de la luna empujara la realidad a su rostro para herirla, buscó el hogar en la tierra y sentada en la hierba seca del peristilo, cubierta por un manto real de hojas marchitas, recibió ofrendas de figuras de terracota a cambio de humildes bolsas de nueces y enredó al fin sus dedos en el dorado cabello de Hedistus, descubriendo nuevos placeres, otros deseos... y supo que de alguna forma había encontrado una nueva casa y que de alguna forma a veces duran siempre las Saturnalias.


*Fotografía 1: "Laodamia llora la muerte de Protesilao", personaje mítico que da nombre al personaje de esta historia. De George William Joy
*Fotografía 2: Mosaico de la Medusa, localizado en Tarraco.
*Fotografía 3: Inscripción encontrada en Almansa que ha inspirado esta historia, dedicada por Hedistus a Laodamia, su dulcísima esposa

3 comentarios:

  1. Preciosa la historia, por un momento querría ser Hedistus. Tus historias siempre me dejan un poco melancólico, ya que al final es la descripción de la realidad de la parte más triste del mundo romano, la esclavitud. Pero gracias por hacernos pasar buenos ratos.
    Francesc

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    1. Gracias a ti por leer los relatos!!! :D A un personaje le da vida tanto el escritor como el lector

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  2. Un relato muy bonito pero te sugiero que lo revises y corrijas las faltas ortográficas.
    Felices saturnales

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