El día de su último atardecer, preludio de la infinita noche de largos dedos y olvido eterno, sus ojos se llenaron de bosques tan frondosos que el sol no toca jamás la tierra de espeso musgo, de profundos y caudalosos ríos que nacen y mueren en un horizonte de ramajes y nubes negras, donde los descalzos pies se hunden en el espeso y frío barro y las calzadas, devoradas por la maleza, apenas llegan, donde el estómago ruge de impaciencia en la inútil espera de un nuevo bocado y solo encuentra al calor del hogar, en la dimininuta cabaña de húmeda madera, resignación y espera de cualquier cosa que pueda ofrecer la naturaleza sometida a la constante niebla, desaconstumbrada al arado. Su infancia careció de los foros, templos, teatros y termas que más tarde poblarían su existencia; Roma era el recaudador de impuestos, el soldado de frontera, el mercader que cada mes cruzaba la aldea con un puñado de productos de lejanas tierras y de noticias nuevas; dioses extraños para aquellas tierras; una lengua nacida a orillas de un mar que ninguno contemplaría; el azafranado velo de la novia el día de su boda; la bulla que los niños llevan colgada al cuello aunque nadie recuerda que protege de todos los malos espíritus que los acechan; los hombres que ardían en altas piras y reposaban en humildes urnas consagradas a infernales manes... Todos eran ciudadanos de una Roma que desconocían donde se encontraría o si de verdad existía, arrastrados a aquellos hostiles paramos ciento setenta años antes por el divino emperador Marco Ulpio Trajano, de quien su familia portaba el nombre, pero poco más les distinguía de los dacios a los que primero esclavizarían y con los que después se casarían. Ahora, la tierra añorada ni siquiera era ya en nombre romana; abandonada a su suerte, arrancada la gente que un día obligaran a vivir en sus casas, y saqueada. Ulpia Severina, la emperatriz de Roma, era también así, de una forma triste y casi irónica, extranjera y bárbara por haber nacido un día en la tierra dacia. Claudio Tácito, quién habría de sucederla, había nacido igualmente en lejanas tierras y había visto el Danubio correr con inusitada fuerza; había crecido como ella con los campamentos, los legionarios, las escaramuzas y los atrincheramientos, con los germanos arrasando pueblos y quemando cosechas, con las persecuciones y crucifixiones de quienes llaman cristianos, con guerras civiles, sublevaciones y revueltas, con efímeros emperadores que solo traen vanas promesas y nacen y mueren al filo de una espada. Así pues, cuando Severina desprendió con cuidado las fíbulas del Paladumentum y le hizo al fin entrega de la capa dorada y púrpura de los Césares, pensó que, en cierta manera, sería como si aún gobernara ella. Recordó a Tácito que Roma entera era ahora tierra de frontera y debía ser defendida como si el Danubio corriera por toda ella. Pero Tácito gobernó únicamente seis meses y su hermano Floriano no alcanzaría los noventa días; después llegarín los seis años de Probo, los tres de Caro y su hijo Numeriano y, finalmente, Diocleciano, en quien vio un nuevo Aureliano hasta que dividió el Imperio sin necesidad en cuatro pedazos. Severina moría con el firme convencimiento de que pronto todo por cuanto ella y su esposo habían luchado se resquebrajaría y desaparecería sin dejar el más leve rastro.
Nunca hubiera sospechado aquello, que, sin desearlo, se convertiían en defensores acérrimos de un mundo que sin remedio desaparecería, al que ellos a duras penas habían logrado insuflar un poco más de vida. Escogió al hijo del arrendatario de un senador, Aureliano, como compañero, por las mismas razones que hubiera podido elegir a otro. De disciplinado carácter, metódico, calculador, rutinario, de gran ingenio y mayor fuerza, era sin embargo poco atento y apasionado con cualquier compañera, si bien sus almas dispares, aunque en principio contrarias y enfrentadas, acabaron por amoldarse y por asemejarse tras largos, infinitos, años de convivencia, y supo ser finalmente lo que él quería, sin en realidad saberlo, que ella fuera: cuidarle sin nunca entorpecerlo, ayudarle sin reconocerlo, deslizarle consejos sin que asemejaran serlo. Cuando decidió unirse al ejército, Severina quiso, de inmediato, seguirlo y Aureliano finguió aceptar con resignación lo que su educación le decía que debía desde el principio impedido, en lugar de reconocer la latente debilidad de necesitarla consigo. A su lado había de conocer más campamentos que ciudades, más tiendas de campaña que hogares, más cielos azules que techos cerrados, y fua así como recorrió los lugares del Imperio y reconoció maravillas que en su infancia nunca hubiera creído. Desempeñándose como enfermera y partera, como aguadora, costurera y cocinera, gran experta en procurarse al mejor intendencia, supo ganarse el afecto de los soldados por su carácter amable y sus muchos cuidados, mientras Aureliano se distinguía y se convertía en un comandante de caballería. La victoria de Naissus contra los godos fue en gran parte a él debida, pero el emperador Galieno, enfrentado a su antiguo general Aureolo que pretendía usurparle el trono, no podía evitar recelar de todo aquel soldado que pudiera destacar. Los rumores veloces de las hogueras revelaron a Severina lo que Aureliano no se atrevía a confesar. ¿Fue necesario? Galieno fue asesinado en el asedio de Mediolanum y aunque fue de inmediato deificado, los dedos continuaron señalando al nuevo césar Claudio y a Aureliano, de improviso nombrado general supremo de toda la caballería del Imperio. La nueva situación de inestabilidad y oposición alentó a los alamanes a atravesar el limes germanicus cruzando Raetia y los Alpes sin oposición hasta norte de Italia; apenas derrotados, fueron los hérulos, godos, gépidos y bastarnos los que atacaraon por los Balcanes llegando a asediar la gran Tesalónica. Macedonia, Mesia, Tracia...simples escenarios de decenas de indecisas batallas hasta que una violenta plaga de peste puso fin a la contienda matando a la más de la mitad de los combatientes. Aureliano no tardaría en ordenar a su esposa retirarse a Sirmio con el emperador Claudio para evitar el contagio, cuando en realidad el propio César ya estaba enfermo. Severina, como gesto de piedad, cuidó de él sin saber si debía hacerlo, de la misma forma que amortajó el cuerpo del divino Galieno que por su orden apuñalaran. Conocía su papel en aquella imperial farsa: al tiempo que Aureliano derrotaba a los godos, despojándolos del botín y obligándolos a servir a Roma intengrandose en el Imperio, Severina le escribía comunicandole que Claudio II había muerto. El Senado se apresuró a reconocer a Quintilio, hermano de Claudio, como sucesor, pero hacía tiempo que en el mármol de la Curia no residía esa decisión. Acuciado por graves problemas, por bárbaros que de continuo cruzaban sus fronteras, por el Imperio palmiriano al este y el Imperio Galo al oeste, que habían arrebatado a Roma un tercio del territorio una vez conquistado, el ejército prefirío elegir como emperador a un soldado, y Aureliano fue proclamado. Quintilio no tardaría en ser derrotado y asesinado, y su esposo reconocido por el Senado. Severina, con mayor justicia que el resto de sus antecesoras, fue llamada Augusta y Pía, Madre de los Campamentos, del Senado y de la Patria. Fue su momento de mayor gloria, más nada de eso le importaba.
Antes que el esplendor y la púrpura, prefería el barro y la campaña. Hacia tiempo que languidecía en la constumbre y la rutina, en la apariencia y la ausencia, y relegada ahora a un segundo plano a pesar de aparecer en esculturas y monedas, olvidada por el hombre que una vez conociera, solo preocupado por los problemas de su reino en agonía y las fronteras, Severina permaneció ajena a las decisiones del Estado y todavía como partera y cocinera, como aguadora y enfermera, continuaba al servicio del ejército sin que la mayoría supieran quién era. Pronto comenzó a buscar imprevisibles retazos de una amorfa felicidad en lugares insospechados de la realidad y el César, que dejaba vacío su lecho, que no engendraba en ella hijos que pudieran llenar la ausencia, que colmaba sus anhelos y deseos en otros cuerpos ajenos, comenzó a despertar el odio en su pecho, pero también la admiración en ese corazón insatisfecho. Dominus et deus. Él era en verdad el Sol Invictus al que levanto por todo el Imperio mil altates, el amanecer de una nueva era, el guía de otra Roma; Aureliano era sin duda la esperanza del renacimiento, la promesa de renovada gloria. Su felicidad individual, ante la posibilidad de la dicha general, no importaba en verdad, y fue por propia voluntad sacrificada solo a cambio de estar al lado de aquel hombre en sus próximos días de triunfo, prestigio y victoria, de ser partícipe de tan magna Historia y unir su nombre de una irrepetible, irremplazable, inolvidable persona. A pesar de su olvido no dudó en continuar siguiéndole por campamentos y batallas, y la fama que ella cosechó le acarreó a él también amor y fama; le gustaba pensar que su pequeña actuación le granjeaba parte de ese apoyo militar que Aureliano tanto necesitaba. No fue siempre así al comienzo. La victoria sobre los godos, los jutungos, los vándalos y los sármatas fue seguida de la derrota ante los alamanes. Aureliano la buscó entonces entre las hogueras, como si siempre hubiera sabido donde se encontraba, y la llevó consigo a su tienda como silencioso apoyo del que nada esperaba. Severina sabía el motivo de su pena: de comenzar a cosechar derrotas, su esposo y posiblemente también ella serían asesinados por los mismos soldados que un día le aclamaron. Sol Invictus quiso poner fin a la amenaza en la batalla de Fano, que obligaría a los alamanes a retirarse tras el río Po, salvando a Roma de lo que, sin duda, parecía su propia destrucción. Sin embargo, igual que en cuanto dejó de necesitarle se olvidó otra vez de ella, Aureliano recordó bien detalles como aquella amenaza y ordenó la inmediata construcción de una muralla en torno a la ciudad eterna... y el abandono perpetuo de Dacia para asegurar la frontera, replegándola al río Danubio como en la era augustea... Severina irrumpió en su tienda con el rostro arrasado en lágrimas y se humilló a sus pies rogándole que le reconsideraba, que no dejara a merced de tribus bárbaras la amada tierra en que ambos nacieran, que si una vez, solo una, hizo algo de su agrado o dejó su devoción y sacrificio en su alma alguna huella, que aquello se lo concediera y nunca más volvería a importunarle con requerimientos ni a arrancarle promesas. No obstante, el corazón de Aureliano era de piedra y solo logró participar en la evacuación de la población hacia nuevas tierras en Mesia. Jamás pudo perdonarle y por mucho que la buscó no logró encontrarla de nuevo entre las hogueras; más no pudo evitar querer contemplar la reunificación del Imperio de Roma, primero con el sometimiento del Imperio palmiriano, que se extendía desde Anatolia a las fértiles riberas del río Nilo, y más tarde del Imperio galo, donde usurpadores romanos mantenían fuera del control del Senado, las Galias y la isla de Britania. Proclamado Germanicus, Gothicus y Parthicus Maximus, Restitutor Orbis, Aureliano regresó a Roma para celebrar un gran triunfo, donde pensaba exhibir a Zenobia y Tétrico, sus enemigos derrotados, en un gran desfile. De nuevo en mucho tiempo, Severina se presentó ante él, por primera vez adornada de joyas y vestida de púrpura, para reclamar su merecida parte en aquel reconocimiento. A pie escoltada por pretorianos de doradas corazas, repartió a manos llenas túnicas de lino, pan y carne, fue aclamada por toda Roma y por un momento pudo pensar que todo era perfecto. No le duraría mucho tiempo. Pronto comprendió qué pasaba. Aureliano admiraba a la reina Zenobia porque era sabia, porque tenía una personalidad fuera de lo común, porque era firme en sus propósitos y acertada en sus consejos, porque en el trato con los soldados sabía ser generosa cuando era preciso y severa cuando la disciplina lo exigía. Cualidades que también poseía su esposa y nunca supo reconocerla. Pronto el César comenzó a desaparecer entre los pasillos que conducían a las estancias de la reina, a exigir su botín de guerra. Severina, aunque humillada, no la guardaba rencor si no que la inspiraba pena; como Zenobia compartía su lecho con el hombre que arrasó su ciudad, la emperatriz estaba casada con el César que abandonó su tierra.
No obstante los dioses, envidiosos del poder de un solo hombre, que había reunificado el Imperio de nuevo en tan solo cinco años, que había asegurado las fronteras y sometido a mil pueblos extranjeros, que gozaba del apoyo del Senado y el favor del pueblo, comenzaron a contar los días de Aureliano con los dedos y le empujaron a una nueva campaña contra el Imperio sasánida. Allí, su secretario Eros tramó su asesinato, temiendo su propia muerte si descubría Aureliano que había estado robando, y elaborando una falsa lista de altos cargos, la filtró asegurando que el César había dado orden ya de ejecutarlos. El notarius Mucapor y varios oficiales pretorianos no tardaron en acuchillarlo apenas llegaron a Tracia. Con las manos hundidas en el río llenando pellejos de vino, cien llorosos soldados llevaron a Severina el cadáver ensangrentado de Aureliano; ella, aunque quiso derramárlas, no pudo encontrar sus propias lágrimas, aún así sabía que iba a añorarlo. Al fin a solas, solo suyo, lavó aquel cuerpo atravesado y lo amortajó con cuidado. ¿Qué sucedería ahora? Él había devuelto a Roma los antiguos días de gloria; sin Aureliano, ¿todo volvería a ser resquebrajado? ¿Surgirían nuevos poderes en las fronteras, nuevos reinos que se independenciarian, otros pueblos bárbaros que cruzarían y se asentarían? ¿Habría nuevas guerras civiles, otros usurpadores, efímeros césares? ¿Quién había que pudiera ser digno de ser llamado heredero de Aureliano y continuar su magna obra? Conocía bien la respuesta, sabía que precisaría el apoyo de los soldados y conocía por experiencia que no hay mayor fuerza que el amor y la ira. Así, en el mismo lugar en que fuera asesinado, se levantó una alta pira de madera y envuelto en llamas, lamento y lágrimas, fue incinerado; aún crepitaba el fuego cuando su viuda, envuelta en luto, miró a los ojos a todos aquellos hombres a los que alimentara, a los que una vez sanara, cuyos hijos gracias a ella nacieran, y con mano temblorosa y férrea le mostró la túnica ensangrentada, cada uno de los agujeros que las dagas dejaran, y les anunció que su amado líder, con el que tantas victorias cosecharan, había sido declarado enemigo público y sus asesinos continuaban allí, libres e impunes; les llamó cobardes, cómplices, indignos del gran Aureliano. Ellos no tardaron en traerle las cabezas de los asesinos como ofrenda, que Severina ordenó empalar junto a la tumba del César, y todavía exaltados, se ofrecieron a llevarla a Roma para someter al Senado que tan mal reconociera la valía de su marido asesinado. Ella se negó antes de aceptar con resignación falsa y envuelta en el paladumentum, coronada por la misma diadema que luciera Aureliano, les condujo a través de valles y montes hasta el mismo corazón de Italia. Si Zenobia había comandado un reino, si las princesas sirias habían dirigido el Imperio, ¿por qué ella no podía suceder a Aureliano? ¿Quién mejor que ella, que la había conocido desde el principio, que había ayudado a crearla, podía defender su obra? Sabía que su reinado no duraría demasiado: ¿qué podía esperar si las mujeres no podían dirigir las tropas y acceder al Senado? Aún así fueron pasando los meses hasta llegar el octavo; decía sincera que renunciaría al poder en cuanto la Curia escogiera un nuevo César, pero ellos parecían no tener prisa y ella, asentándose en el Palatino, pudo con tranquilidad culminar las reformas del divus Aurelianus: reorganizacón de la administración, persecución de la corrupción, restauración de edificios públicos, leyes sobre el comercio y la agricultura, persecución de la mala acuñación, exaltación de Sol Invictus, su dios... Más ahora él la había abandonado; todo cuanto había hecho de nada servía: un resplandor en medio de la oscuridad más profunda, la que ellos merecían. Nuevos godos cruzaron el Rin y obligaron a elegir a Tácito. Roma la expulsó privándola de sus títulos y sus cargos; los historiadores del Senado prefirieron obviar su reinado y sus esculturas se arrojaron a los ríos y a los lagos. ¿De qué había valido entonces su sacrifico, si todo cuando había luchado se destruía?
*Fotografía 1: Áureo de Ulpia Severina
*Fotografía 2: Posible retrato de Claudio II o Aureliano, en el Museo de Santa Giulia de Brescia
*Fotografía 3: "La reina Zenobia contempla por última vez Palmyra", Herbert Schmaltz.
*Fotografía 4; "Medea", Feuerbach
Una historia muy intensa y desdichada. Cuántas mujeres han ayudado a sus maridos a alcanzar sus metas y son luego apartadas, sustituidas por otras más jóvenes o bellas. En cuanto a su última expulsión de Roma ¿qué otra cosa cabía esperar? Los romanos no soportaban a las mujeres en el poder. Un abrazo y felices fiestas.
ResponderEliminarTe mando besos, Laura.
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