viernes, 5 de octubre de 2012

El Rey Esclavo: Euno (4ª Parte)

Debatimos el siguiente paso a seguir. La mayoría escogimos partir, al considerar la villa del rico Antígenes un punto demasiado fácil y bastante lógico de ataque. La minoría, por el contrario, decidió permanecer allí: ellos no se habían revelado para ver cumplidas las visiones de Euno, sino para poder vivir como sus amos. Intentamos convencerles, advertirles de un peligro más que evidente. Ellos no cedieron. Nosotros no insistimos: ahora eran hombres libres y no debían obedecer la voluntad del contrario. Nos despedimos al día siguiente llamándonos hermanos. Después supimos que muchos perecieron bajo las armas sicilianas. A los que sobrevivieron, los crucificaron como escarmiento y como advertencia en la misma entrada dónde mi marido había malvivido dos años como portero. Un castigo de esclavos, sin duda. Sin embargo, jamás pudieron escucharles confesar mientras duró su tortura ni pedir misericordia a sus verdugos los largos tres días que duró su agonía. Tenían mayor orgullo y mucho más honor que sus viejos amos. Sus muertes no nos disuadieron de nuestras intenciones, sino que avivaron la llama ya intensa de la rebelión. Fue así como se convirtieron en los primeros mártires de la causa, cuyos nombres gritábamos en la batalla: por primera vez, entre quienes se habían rebelado clamando justicia, se escuchó la palabra "venganza"
Para entonces, el resto nos habíamos trasladados a bosques y montes dispersándonos, no pensando en la gran debilidad que tal acto asestaba al grupo sino en dificultar ser localizados. Cada veintinueve días, al brillar la luna llena en lo más alto, nos reuníamos en el sitio acordado-siempre cambiando-y contábamos bajas, escaramuzas y nuevas caras. Porque nunca renunciamos a la lucha: muchas patrullas de soldados, enviadas por la temerosa ciudad de Enna, perecieron a nuestras manos. De ellas obtuvimos las primeras armas, las primeras corazas, y de ellas supimos que, considerándonos insignificantes, no habían comunicado nuestra rebelión a Roma. Aquella era sin duda nuestra mejor baza para poder cumplir los designios de la gran diosa. Lo demás, en cambio, nos seguía siendo adverso: las murallas no habían disminuido en su muralla, las puertas no habían perdido sus defensas, la ciudad continuaba en su promontorio rodeada por precipicios escarpados, y los soldados, por más que matábamos, siempre aumentaban. Tardamos demasiado tiempo en mirarnos a nosotros mismos y ver la respuesta al enigma que nos obsesionaba: no podíamos ser los únicos que habíamos sufrido bajo el yugo de los amos y, por más soldados que hubiera, los esclavos siempre les superarían en número. Envolviéndonos en los mantos de Megálide, la cruel y cobarde esposa de Damófilo, yo y otras hermanas cruzamos con fingida inocencia las puertas de Enna en incontables ocasiones y convencimos a los esclavos que la hora de la liberación estaba muy cerca si ellos de verdad deseaban que llegara.
Era una calurosa noche de verano cuando se nos abrieron las puertas. Los soldados que las vigilaban fueron solo los primeros muertos. Lo que vino a continuación, no lo niego y no me arrepiento, fue un matanza. Nos cobramos con ríos de sangre el dolor y la desesperación sufridos. Cierto que muchos de los que cayeron nada nos habían hecho, pero sin duda eran culpables de otros crímenes. Las cabezas rodaban por las calles con los ojos aún abiertos de sorpresa. Aullidos de terror salían tras las atrancadas puertas de las casas en llamas. Las mujeres violadas rogaban una muerte rápida. Los ahorcados apenas tenían tiempo de soltar una lágrima antes de caer al vacío y las súplicas se transformaban en gritos con cada martillazo que los unía a una cruz sobre la muralla. Muchos no tuvieron el valor de enfrentarse a nosotros y prefirieron ellos mismos acabar con sus vidas y las de sus familias. Megálide no conoció mejor destino: tuvo la mala fortuna de encontrarse mientras huía con sus antiguas esclavas y ansió la muerte con increíble ímpetu cada instante antes de que sus esclavas se decidieran a entregársela, desmembrándola. Con los cuerpos sucios de hollín, sudor y sangre finalizamos nuestra conquista destrozando cada estatua, emblema o recuerdo de la dominación sufrida y disfrutamos de la recompensa de nuestro esfuerzo y padecimiento entregándonos al saqueo.
Al amanecer, cuando nos reunimos en el teatro, los cadáveres aún poblaban las calles, los últimos lamentos ya se apagaban en un largo estertor de agonía, un quejido sordo anunciaba el derrumbe de otra casa. El reino esclavo había llegado, gritábamos temblorosos de felicidad y cansancio, con la sangre bullendo en las venas por la reciente victoria que nos ofrecía un sinfín de esperanzas en bandeja. Enna sería la capital primera; llegarían otras, planeábamos, caerían más ciudades, hasta que Sicilia entera fuera nuestra...Pero todo reino ha de tener un monarca. Euno se apoyaba en su escudo, a mi lado, y sentado en la grada más alta descansaba la agotada espada sobre las sucias piernas, cuando miles de bocas clamaron su nombre al unísono: su rostro no mutó de aspecto, sus ojos apenas relampaguearon  No mostró emoción alguna, ambición, rechazo o sorpresa: hacía tiempo que sabía que ocurriría y su boca solo se contrajo de resignación por el destino y hastío por la espera. Le condujeron a la escena entre aclamaciones y vítores. Yo, incrédula, permanecía anclada en mi sitio. Su primera orden como nuestro soberano fue que no me apartara de su lado; corrí a sus brazos, y fue en ellos dónde escuché a Euno llamarme esposa y compañera y proclamarme su reina. Mis lágrimas de emoción contenida y leve terror limpiaron la espesa sangre de su túnica vieja.

Dedicado con cariño a mi viejo amigo Rockbass.


* Fotografía 1: "Los crucificados en la Antigua Roma" de Fedor Bronnikov
* Fotografía 2: "Boreas" de Waterhouse
* Fotografía 3: "La caída de Numancia" de Alejo Vera
* Fotografía 4: Vista aérea del teatro de Epidauro


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