Fue al mediodía. Las voces de los antiguos esclavos aún clamaban el nombre de Euno como monarca, numerosos odres de vino habían sido abiertos en su honor y una música febril y entusiasmada resonaba en el teatro como segundo clamor, cuando recibimos la primera información de las consecuencias de la batalla: la noticia de la caída de Enna se había extendido con asombrosa rapidez entre las villas que bordeaban los escarpados acantilados y miles de esclavos, imitando nuestro ejemplo, se habían rebelado, emprendiendo el camino hacia la ciudad para unirse a nuestra causa. Con ellos, transportaban una ofrenda inesperada: Damófilo, quien, sobreviviendo a sus heridas tras ser dado por muerto, había encontrado refugio en otra de sus villas en compañía de su hija. Euno ordenó conducir a ambos al teatro, en presencia de aquel nuevo pueblo. La niña, pálida, temblaba entre sollozos aterrados. El padre, creyendo con acierto que volvería a sufrir la ira de los que habían sido sus esclavos, intentaba con desesperación insuflar algo de orgullo y de dignidad a sus últimas horas. Fue sin duda el más sorprendido cuando Euno anunció no su muerte sino un juicio. Hermeias, que como el resto habíamos sufrido humillaciones y torturas sin cuento de ese hombre, enfureció y reclamó a gritos su ejecución inmediata. El ahora monarca respondió que la batalla había finalizado y que si en la guerra es inevitable violar las leyes, en la paz han de ser respetadas. El ahora súbdito guardó silencio y fingió con rencor acatar las órdenes recibidas.
Apenas había pronunciado Euno sus palabras cuando Damófilo, con un leve brillo de esperanza en su mirada vidriada, inició su defensa: hablaba con elocuencia y sabía despertar la simpatía del público, para cada acusación tenía una respuesta que o bien mitigaba su culpa o le hacia libre de toda ella. Pronto, los hombres y mujeres ya libres allí reunidos, que en su mayoría no habían conocido el fuego de su látigo, comenzaron a inclinarse a favor de su inocencia. Hermeias no pudo soportarlo e, ignorando la voluntad de Euno, desenvainó su espada y le abrió el vientre con ella. Otro hermano, Zeuxis, vino en su ayuda y clamando venganza le cortó la cabeza. La sangre salpicó, roja y espesa, la túnica de nuestro soberano. Su hija había contemplado toda la escena. Comenzó a llorar histérica, a farfullar incoherencias enloquecidas, a temblar con violencia. No tardó en revolverse enfurecida y unas veces luchaba por matar a Hermeias y otras pretendía quitarse ella misma la vida. Tuvimos que atarla y llevárnosla a rastras a una casa al azar hasta que se calmara. En ningún momento sufrió ningún daño: la niña siempre había sido buena y bondadosa con nosotros. Al contrario: se le asignó una escolta y se la condujo sana y salva, con todos las comodidades y honores, a casa de unos parientes suyos en la ciudad de Catania. Queríamos que el mundo comprendiera, al contemplar su caso, que no éramos animales salvajes que mordíamos la mano que nos dio cobijo y alimento, como después afirmó la propaganda romana, sino que habíamos actuado movidos solo por la necesidad de justicia. Pero eso fue algo que nadie salvo nosotros entendería: ni aquella niña, con la que después nos reencontraríamos, ni los supervivientes de la batalla que, incapaces de apreciar la generosidad de Euno, le escupían a la cara entre insultos. Salvo quienes sabían trabajar el metal y fabricar armas, todos tuvieron que enfrentarse a juicios públicos donde hubieron de defenderse de las acusaciones que sobre ellos vertían sus antiguos esclavos. La mayoría de las condenas, si bien no todas, otorgaron la muerte a esas personas. Pero lo cierto es que mi marido no actuó con todos de la misma forma: despuntaba la luna cuando fue informado de que habían hallado a Antígenes oculto en un sótano abovedado. Al verle, Euno se dejó dominar por los recuerdos y le estranguló con sus propias manos.
Así fue el primer día de nuestro reinado: seríamos unas 1.500 personas. Al amanecer del tercer día nos habíamos reunido dentro de las murallas de Enna más de 6.000. A Euno les gustaba llamarlos "sus sirios". Aquella denominación arrancaba sonrisas a muchos, teñidas de recuerdos olvidos, más algunos se mostraron en exceso ofendidos; gritaban que, aunque efectivamente la mayoría de nosotros procedíamos de Siria, ellos habían llegado de otros lugares del Mediterráneo. Tardaron en comprender que mi marido ya no hacía distinciones sino que agrupaba a todos bajo un solo nombre porque ahora eramos una nueva nación, un solo pueblo. A su entrenamiento como soldados dedicaba Euno casi todo su tiempo.
He de decir que al contrario que yo, él se acostumbró de inmediato al brusco cambio de la esclavitud a la realeza. Escogió para nosotros la casa más lujosa de Enna, y me colmó de vestidos suntuosos y joyas caras, escogió para mí sirvientas, una peluquera, una maquilladora, masajistas, flaustitas, cantoras, una escolta... Pronto se dio a sí mismo un nombre de rey, Antíoco, en recuerdo al monarca bajo el que antaño había servido en una patria para siempre lejana, y me animó a seguir su ejemplo. Ordenó fundir para nosotros sendas coronas de oro y piedras preciosas y nos rodeó de una corte exótica y fastuosa, típica de las regiones de Oriente donde no domina Roma: había banquetes diarios dónde filósofos y sabios hablaban de matemáticas, de astronomía, de geografía o de historia, mientras los criados servían las mesas con los abundantes y ricos majares obra de diez cocineros y acróbatas y músicos, al fondo de la sala, amenizaban la escena.
Teníamos incluso un consejo real, al que todos los ciudadanos-que ya no esclavos-podían acudir y del que formábamos parte, entre otros, el rey Euno, ahora Antíoco, yo, su reina, Hermeias, el seguidor más fiel y Aqueo de Acaya, un esclavo de Enna que había demostrado gran capacidad como organizador y hombre de acción durante la batalla. Dado que nuestro soberano estaba siempre ocupado organizando las defensas, supervisando el armamento, reclutando más esclavos y entrenando nuevos soldados, era yo la que en la mayoría de los días presidía aquel consejo y quién resolvía con su ayuda los primeros problemas internos de aquel reino: vivienda, abastecimiento, comercio, mantenimiento del orden, impartición de justicia, cobro de impuestos... Para mi sorpresa, tras el desconocimiento inicial y el horrible terror de cometer un grave error, comprendió temprano que se me daba bastante bien aquella pesada tarea. Comencé a preguntarme si quizás Euno me había escogido como compañera solo por eso, si la diosa Atargatis, que le había revelado todo cuando había ocurrido, le había indicado también que yo era la más idónea para el puesto y de ahí su inusitado interés por mí desde el primer momento. Lo cierto es que aquellos días, encerrada en los muros de mi nueva casa y desbordada por un ingente trabajo que solo crecía, me sentía increíblemente sola y dudaba hasta de mis sentimientos; me costaba reconocer en el rey que nos gobernaba al hombre que yo amaba.
Transcurrieron unos pocos meses antes de que Euno se decidiera por la ofensiva. Debíamos ser rápidos y consolidar nuestro poder y situación antes de que las noticias de nuestra rebelión llegaran a oídos de esa gran opresora que era Roma y mandara tropas armadas para someternos. El nuevo objetivo de mi marido fue Morgantina, ciudad vecina a Enna. Desconozco si la decisión partió de la gran diosa o fue cosa de nuestro rey Antíoco. Lo cierto es que la batalla no se prometía tan fácil como la primera: no contábamos con el factor sorpresa y, ante nuestra llegada, la población de Morgantina expulsó a todos los esclavos para que no les traicionaron. Euno optó por el asedio prolongado, pensando rendirlos por hambre y confiando en que con anterioridad no hubieran pedido refuerzos que a su vez pudieran cercarlos a ellos, pero no llegarían nunca ni a lo segundo ni a lo primero. Los ciudadanos de Morgantina optaron pronto por plantar batalla en terreno abierto, creyendo en una rápida victoria sobre aquel ejército de esclavos que despreciaban, algunos bien adiestrados y armados y otros peor equipados que solo disponían de hachas, hoces, hondas, estacas endurecidas al fuego o espetones de cocina. Ignoraban que gozábamos del favor de la gran diosa y a la caída del sol conocieron la derrota. Morgantina fue nuestra en solo dos semanas, y sus riquezas nos permitieron acuñar nuestra propia moneda. Ahora si, definitivamente, éramos un Estado.
Sería en aquella ciudad dónde recibiríamos las primeras noticias del cilicio Cleón y de Agrigento.
*Fotografía 1: "Entrada en un teatro de Roma", de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 2: Fragmento de "La primera catilinaria", de Cesare Maccari
*Fotografía 3: "Tocador de una matrona romana", de Juan Giménez Martín
*Fotografía 4: "Prose" de Lawrence Alma-Tadema.
*Fotografía 5: Vista de las actuales ruinas de Morgantina
*Fotografía 6: Estátera de oro del rey Euno-Antíoco acuñada en Morgantina.
que buenaso ,pero la ultima foto de las monedas el segundo que imagen es ?
ResponderEliminarNo te sé responder con exactitud, pero dado que se trata de una figura armada sentada sobre un montón de escudos puede tratarse de una divinidad de la guerra o una representación alegórica de la victoria sobre Morgantina
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