Quizás fuera la enorme diferencia entre ambas fuerzas lo que motivó lo ocurrido a continuación, o quizás estuviera ya decidido de antemano. Segura y fuertemente escoltada, lo contemplé todo desde una colina lejana. Cleón y Comano habían avanzado hacia el centro de la llanura para encontrarse con Euno y con Hermeias; frente a frente, desmontaron los líderes de ambos bandos y por largo tiempo se contemplaron en la distancia sin decir nada. Yo no era la única que contenía el aliento esperando el siguiente paso. Nuestro rey Antíoco había estado cavilando desde hacia semanas la mejor forma de evitar la batalla contra quienes eran nuestros semejantes en sufrimientos y pasado, pero su general, Hermeias, no soltaba la mano de la espada que descansaba contra su costado. Finalmente, tras una efímera eternidad, no hicieron falta ni las palabras ni tampoco las armas: Cleón y Comano se postraron ante Euno sin llegar si quiera a cruzar un saludo y le reconocieron así como monarca. Sus tropas no tardarían demasiado en imitarles y poco después, quienes creyeron que debían luchar entre sí, cruzaban el campo para abrazarse como nuevos hermanos. Cleón fue debidamente recompensado por su gesto, por supuesto. Fue investido con un cargo igual al de Hermeias, solo por debajo de Euno en poder, autoridad y fuerza, y, junto a su hermano, recibió casas en Morgantina, Enna y Agrigento, dinero y un puesto en el consejo. Ambos guardaban tosco silencio, aburridos, mientras debatíamos los asuntos de Estado, pues siempre sintieron mayor inclinación por los hechos que por las largas charlas. Recuerdo bien que Comano solo abrió una vez la boca y fue para protestar porque en ausencia del rey Antíoco fuera una mujer, su esposa, la regente del reino; Euno le mandó callar y él, sin mediar palabra, se marchó con sus tropas. Cleón, por el contrario, continuo sentado: estaba más interesado en los movimientos de mi cuerpo que en mis cargos y dudó de que hubiera escuchado a su hermano. Opté por ignorar aquellos ojos que sin césar me recorrían y me centré en lo que de verdad me angustiaba, en lo que a todo el consejo nos preocupaba en aquellos días: el poder de Roma y su extraña ausencia de nuestras vidas.
Ya no éramos cuatrocientos esclavos huidos, ocultos en la espesura del bosque para no ser vistos. Éramos un reino, que gracias a las conquistas de Cleón y Euno dominaba todo el centro de la isla de Sicilia. Un reino que ponía en peligro el abastecimiento de grano a Italia y de otras materias primas, que podía también cortar las comunicaciones y el comercio entre ambos extremos del Mediterráneo y entre Roma y la provincia que doce años antes creara en África tras la destrucción de la antaño poderosa Cartago. Un reino, en definitiva, con un poderoso ejército, grande, fiel y bien entrenado, para poder seguir creciendo, que solo se hallaba a varios días de navegación del propio corazón del Estado romano. Y, sin embargo, aún no nos habíamos enfrentado a ellos sino que nuestro enemigo en la batalla seguían siendo las tropas que reclutaban las ciudades a nuestro paso. ¿Por qué esa indiferencia? ¿Acaso minusvaloraban el peligro que suponíamos? ¿No habían llegado las noticias de nuestra rebelión al Senado? Decidimos extender nuestra red de espías fuera de los límites de Sicilia para obtener nuestras respuestas. Mientras tanto, debíamos prepararnos, seguir creciendo, fortificando, conquistando, no fuera que el día que temíamos fuera a llegar más pronto de lo que pensábamos. ¿Adónde nos dirigiríamos? ¿Conquistar los puertos del norte debía ser nuestra prioridad, para dificultar el desembarco de eventuales tropas romanas? ¿O era mejor atacar el mismo corazón de la dominación romana en Sicilia: la ciudad de Siracusa, capital de provincia?
Gracias a Marco Almansa por sus increíbles consejos
*Fotografía 1: Detalle de un sarcófago del siglo II a.C. que muestra una carga de caballería romana. Museo Nazionale di Roma
*Fotografía 2: "El discurso" de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 3: Teatro de Siracusa
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