Al marchar Cleón y nuestro rey Antíoco quedé yo de nuevo como la regente del reino entre las devastadas ruinas de lo que una vez fuera Enna, por eso fui yo la primera en conocer la noticia de manos de nuestros espías: Numancia, la irreductible Numancia, la inconquistable, la inconquistable, la inexpugnable, la invencible Numancia, nuestra Numancia finalmente había caído. La ciudad arévaca había resistido hasta quince meses el último cerco impuesto por los romanos, dirigidos por Publio Cornelio Escipión Emiliano, el destructor de la antaño poderosa Cartago. Podía imaginar a la perfección los padecimientos sufridos porque yo también los había sentido de manos de los mismos asesinos. Lloré por quienes no había conocido y ofrecí ofrendas rezos por las almas de los que habían caído, porque sus ideales fueron también en cierto sentido los míos y porque en sus sufrimientos, en sus sentimientos, en sus pensamientos, me reconocía, veía a quienes aunque solo por el hecho de ser humanos eran ya mis hermanos. Me consolaba al menos la creencia de que no hubo gloria para los vencedores de Roma: cuando nuestros enemigos forzaron sus murallas solo pudieron encontrar desolación y muerte. Los numantinos -que habían resistido diez años ataques, asedios y batallas- prefirieron la muerte a la derrota, la muerte antes de verse privados de la libertad que con tanto ahínco habían defenido, la muerte a perder las formas de vida que conformaban la existencia misma; por ello muchos decidieron optar por el suicidio. A quienes les tembló la mano en el momento decisivo contaron con la misericordia de sus seres queridos para que lo hicieran por ellos; así, muchos mujeres encontraron el fin a manos de sus maridos, los niños conocieron el descanso eterno gracias a sus padres, los ancianos cayeron bajo la espada de aquellos a los que alumbraron. Rogaba que llegada mi hora pudiera conocer también yo el mismo cariño. Escipión, sin embargo, con el orgullo inherente a su raza y el desprecio que caracteriza Roma por cuánto no se ella misma, no supo apreciar el valor de sus enemigos, ni considerar dignos a quienes tanto tiempo habían resistido, y en vez de respetar la memoria de los muertos se dejó arrastrar por la rabia y la venganza, queriendo borrar de la tierra todo rastro de los numantinos. Incendió la ciudad hasta los mismos cimientos, castigó a las tribus que alguna vez decidieron ayudarlos o socorrerlos, y, no contento, humilló a los supervivientes haciéndolos desfilar tras él por las calles de la misma Roma, encadenados, mugrientos, hambrientos, enfermos, mientras el pueblo esclavizados del mundo les gritaba insultos y los maltrataba; después, los afortunados conocerían la ejecución pública como nuevo divertimento del populacho; los desgraciados serían vendidos como esclavos.
Callé todo cuanto ahora he narrado para no minar la confianza de mis hermanos en la victoria ni la esperanza de que sus sueños de una nueva tierra y de un reino serían finalmente ciertos. Ello no impidió que lo ocurrido hiciera mella en mi alma y acabara por considerar todo nuestro esfuerzo casi baldío, mera locura, y a esperar la llegada de nuestros enemigos no con la ansiedad de quién desea el enfrentamiento con aquel que odia y desprecia, sino con el auténtico terror de quién teme el aniquilamiento de lo que ama. Con todo, estaba ya preparada para la muerte desde hacia tiempo, preparada para asumir la consecuencia última de unas duras decisiones de las que no me arrepentía: si fracasaba y perecía al menos podría decir que había luchado. Pero mi hija, mi pequeña, mi alegría, era por completo inocente de todo cuanto yo o su padre hiciéramos y no se merecía correr nuestra misma suerte. Mientras la veía gatear, reír o farfullas sus primeras palabras, mientras me tendía los rechonchos brazos para que la abrazara, yo planeaba en el mayor de los secretos su huida, pero que no la mía: mi destino estaba íntimamente ligado al de Euno y al de joven, difunto, nuestro reino esclavo.
Por las tardes, finalizadas mis obligaciones de regente, salía a escondidas de la arruinada capital y me adentraba en los bosques e incluso en territorio enemigo buscando cualquier lugar dónde pudiera crecer feliz y libre mi dulce Berenice. No tardaría mucho tiempo Cleón en descubrir lo que pretendía: aunque había partido para someter a asedio la ciudad de Morgantina, en manos de Roma, regresaba periódicamente para cumplir la promesa hecha a Euno de cuidar de nosotras. Al contrario de lo que creía, de que consideraría como una traición a la causa un acto tan egoísta, no me juzgó ni por un momento e incluso me acompañó en mi intensa búsqueda. Me mostró una pequeña cabaña perdida entre bosques y montañas, dónde él y su hermano Comano habían buscado muchas veces refugio; era un lugar hermoso, con una bella vista de las ciudades de Enna y Morgantina. Recordé que en un lugar como aquel, derrotados Antígenes y Damófilo, había sentido yo la libertad más intensa y reía y lloraba a partes iguales pensando en mi niña corriendo entre los árboles con los pies descalzos y el viento azotando su rostro y su pelo. Como agradecimiento, dejé que aquella tarde soñara Cleón que los tres éramos una familia; sin duda, hubiéramos sido feliz en un lugar como aquel y ni por un momento dejó de sostener a mi hija entre sus brazos, muy fuerte, mientras ella se dormía aferrada a su cabello. Mi pequeña, mi vida...quedaba ahora lo más difícil, lo más duro: encontrar a otra mujer, a una extraña, que me sustituyera como madre cuando yo ya no estuviera. Tenía a la persona perfecta: Medugena, antigua compañera de tormentos entre las viñas de Damófilo, esclava hispana. También ella había tomado un marido y había tenido un hijo después de que cayera Enna, pero al contrario que yo, había perdido a ambos durante el asedio. Destrozada por el dolor, pasaba la mayor parte de su tiempo sumida en recuerdos y lamentos en su casa, en cuyos cimientos, siguiendo la tradición de su pueblo, había enterrado a su pequeño. La llamé a mi lado como sirvienta, intentando no levantar sospechas, y ella pareció revivir un poco cuidando de mi hija cuando yo me encontraba en el consejo. Mi tranquilicé y sentí terribles celos cuando la princesa la tomó inmediato cariño; creo que Atargatis la indicó que a partir de ahora sería Medugena y no yo quién cuidaría de ella.
*Fotografía 1: "La caída de Numancia" de Alejo Vera y Estaca. La pintura tiene varios errores históricos, como las murallas de piedra-las de Numancia tenían en realidad solo el zócalo de piedra, el resto era adobe y madera- o la impedimenta de los legionarios, pero sigue siendo la imagen más conocida de este episodio histórico.
*Fotografía 2: "El encuentro de Moisés" de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 3: "El beso" de Lawrence Alma-Tadema.
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