El día en que con sus manos Augusto depositó las cenizas de Lucio en el mausoleo que habría de albergarlos y cuyas puertas para mí permanecerán por toda la eternidad cerradas, recibí una nueva carta de Cayo. En ella me pedía que le hablara de su hermano. Las acciones de guerra por fin habían callado. Creí ver en el papiro las huellas del llanto, emborronando la tinta, trazada con esfuerzo y espasmos: la acaricié con dulzura, como si fuera su cabello el que enredara en mis manos. En su dolor, me sentí más esposa suya de lo que lo había sido desde su marcha, de lo que lo había sido nunca, pues la pena lo volvió humano, cercano, y me hizo comprender con dolorosa certeza que apenas sabía nada de mi marido. Ese desconocimiento, sin embargo, no apaciguó o apagó mi cariño lejano, sino que inflamó una pasión que creía muerta, devorando mi alma de impaciencia: había amado el mito, me había hastiado de la fría leyenda, ahora ansiaba conocer al verdadero Cayo. Cesé de inmediato todo contacto con Postumo, su último hermano. Prefería las misivas que acumulaba en el vacío despacho a los torpes galanteos de quién no era aún más que un muchacho. Él no estuvo dispuesto a aceptarlo. Vino a verme a la villa de la Farnesina, dónde yo todavía permanecía. Le devoraba la envidia por Cayo, el resentimiento contra su abuelo que le daba peor trato, la ambición por escalar muy alto, y el deseo...sobre todo el deseo. Me dijo gritando que algún día, seguramente no muy lejano, querría estar a su lado y que entonces no me aceptaría. Juzgué sus amenazas como locuras del rechazado y el ignorado. Le besé, castamente, y sin esfuerzos le mentí: le dije que había confundido el cariño y el respeto de una simple cuñada con el coqueteo de una amante que busca llenar su cama, pero que, a pesar de sus malos pensamientos que ensuciaban mi reputación y mi imagen, los entregaría al olvido y le trataría como a un hermano, como si nada hubiera pasado. Mis buenas palabras le golpearon con fuerza, como si hubiera usado las manos y no la lengua, lo vi en sus ojos desconcertados y en su boca abierta. Pronto llegué al temor desde el triunfo y, fingiendo entereza, rauda me di media vuelta para marcharme, pero Postumo me retuvo con violencia. Intenté zafarme, pero no grité por las apariencias: ¿qué dirían mis esclavos si nos descubrieran? Me besó...Hacía tres años que nadie me besaba y mi cuerpo ardía. ¡Maldita sea! Llevaba demasiado tiempo deseando que alguien me tocara. Apenas pude oponer resistencia mientras sus manos dibujaban las formas de mi cuerpo y solo pude detenerme cuando acarició mis senos. Postumo se separó de mí riendo, victorioso, pero no satisfecho. Él fue el primero que me dijo que Cayo por fin regresaba. Consternada y arrepentida, palidecí. La noticia no tardó en extenderse por Roma.
El mismo pueblo que llorara hacia pocas semanas la pérdida de Lucio ahora clamaba festejos por el regreso de Cayo. Yo estaba rabiosa: ¡¿tan pronto le habían olvidado?! Augusto, a quién la pena arruinara la salud y envejeciera treinta años, accedió a sus deseos y puso fin al luto. Pronto el Tíber se llenó de barcazas con los más exóticos animales, en las escuelas de gladiadores se duplicó el entrechocar de armas y desde el Circo Máximo llegaba intenso el agotado relincho de los caballos. Fue entonces cuando aprendí que el pueblo de Roma no tiene memoria y que fácilmente se le somete y se le compra, pero también que en la misma medida en que son esclavos del Estado también el Gobierno es su siervo. Yo no estaba nerviosa, ni exultante, ni asustada, sino que me embargaba una inmensa confianza y una ansiedad mal disimulada. ¡Cayo por fin regresaba a casa! Los dioses me habían concedido lo que pidiera y mi belleza era alabada por encima de la de Agripina o de Julila. Sabía que esta vez le gustaría. Los ojos de Postumo, que con lujuria y anhelo me seguían, me indicaban que así sería; también los de Druso, mi primo, el hijo que mi tío Tiberio olvidara al partir a su voluntario exilio griego; incluso la mirada de Emilio Paulo, el anodino marido de Julila, y a veces, creía, también la del propio Augusto. Había cuidado todo, ¡todo!: mi elegancia, mis modales, mi forma de andar, de moverme, de hablar, de vestir, de arreglarme. Esta vez, estaba segura, no me rechazaría. Cuando llegó el día, hacia tiempo que había escogido con cuidado mis joyas, mis sandalias, mi peinado, mi manto y mi túnica. Nada demasiado llamativo, sensual y atractivo, pero comedido; sabía que Cayo, como Augusto, apreciaba la sencillez y la austeridad en el vestido, pero que como marido agradecería algo más...femenino. La clave, me dije, estaba en el equilibro. El color era más bien oscuro -lo recuerdo como si lo hubiera ayer mismo vivido- y las joyas no muy grandes ni abundantes, pero si caras y elegantes. Era mi manera de recordar el luto por Lucio en medio de la celebración por la victoria de Cayo. Recuerdo que cuando me viste se encendió por vez primera el orgullo en tu mirada, madre, aquel que tanto yo buscara, interpretando de nuevo una nueva muestra de mi rebeldía como un acto de acatamiento de la moral establecida. Te dejé a ti con tu mentira y a mí con mi fantasía. Permaneciste a mi lado todo el tiempo, mientras las mujeres esperábamos en el Palatino. Debido a su juventud no concedieron a Cayo el honor del triunfo por haber pacificado Armenia y firmado un tratado de alianza con Partia, pero la celebración preparada por Augusto sin duda se le parecía. Lamento tanto habérmela perdido...Al mediodía se produjo el ansiado encuentro. Magnífico a sus veintidós años, vestido con aquella resplandeciente coraza, Cayo parecía un nuevo Marte, más bello que el mismo Apolo.
Sentí que me temblaban mis piernas, como la niña que había sido tras conocer la noticia de nuestro compromiso. Intenté contenerme. Abrazó a sus hermanas, te dio un respetuoso beso, también a Livia y a otras mujeres de la familia, pero a pesar de estar a tu lado, madre, y de ser yo su esposa, no me reconoció. Enfurecí. Después comprendí, con satisfacción: al marchar, había dejado tras de sí a una niña, desaliñada, miedosa, que con el pelo revuelto y los sucios pies descalzos se detenía un solo momento en sus juegos a mirar deslumbrada a su reciente marido, y ahora se reencontraba con una ardiente, decidida y orgullosa muchacha de quince años, elegante, educada, bien vestida, de exuberantes formas. Reí. Reí con fuerza. Cayo se volvió para mirarme incrédulo -aún late el corazón acelerado en mi pecho, como si aún lo estuviera haciendo-: había recordado mi risa, había reconocido a su esposa. Sus ojos, asombrados y maravillados, no me abandonarían más aquella noche de celebración, ni durante los juegos, ni en la cena, ni mientras los poetas declamaban su triunfo o su abuelo Augusto le pedía detalles de la guerra. Lo había logrado... Más allá de media noche, seguía sintiendo su mirada perseguirme por los jardines de la Farnesina. Por fin, se habían acallado los rumores de la fiesta, estábamos a solas. Le sonreí. No dijo nada. Yo tampoco dije nada. No era palabras lo que necesitábamos tras tan larga ausencia, habíamos tenido demasiadas, solo a ellas, en aquellos tres interminables años. Rodamos por la hierba. Cayo devoraba mi boca y yo reía dentro de ella. Impacientes, no esperamos a llegar a la cama. Me tomó de nuevo como su compañera con mil estrellas brillando sobre mi cabeza y el viento aullando entre los árboles. Había aprendido algo más que tácticas de batalla en aquella guerra armenia. ¡Ojalá hubiera conocido la oculta ciencia del tiempo aquella noche de ensueño! No para detenerlo, como muchos desean, sino para ralentizarlo, repetirlo, alargarlo, regresar a él en cualquier momento. Aquella noche, mientras sentía contra mi cuerpo su cuerpo y olía el agua y la hierba, me sentí por primera vez feliz y completa y al contrario que las veces anteriores, cuando hubimos terminado no se marchó, si no que me retuvo contra él, dormí apoyada sobre su pecho y al despertar, seguía a mi lado. Río al ver mi pelo enmarañado de hojas y enredado. Yo también reí. ¿Cómo momentos así pueden ser algo malo?
Dedicado con inmenso cariño a dos viejas compañeras,
cómplices de muchas historias y ávidas lectoras. A la primera,
mi querida Belial, le pido que no olvide que tenemos una conversación
pendiente. A la segunda, le digo que siento perderme su cumpleaños y que ya
nos veremos por el Prado, viendo el Suicidio de Séneca y a doña Juana la Loca.
* Todas las fotografías son obras de Waterhouse. En orden descendente. "Mi dulce rosa", "Psyche entrando en el jardín de Cupido", "Apolo y Dafne", Detalle de "Flora en los jardines de Céfiro", y "Dulce verano"
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