Sin embargo, no me engaño. Me recordarán por mis crímenes. A él, de alma mucho más noble y de vida más correcta, con sentimientos más elevados, le olvidaron pronto debido a la fugacidad de su existencia... Lucio vino a verme antes de su marcha; nunca te dije nada porque desaprobabas nuestros encuentros a solas -siempre fuiste experta en sospechar sin causa e ignorar las auténticas faltas-. Estaba nervioso, no me lo ocultaba; habíamos llegado ya a ese grado de confianza. Le agarré las manos con fuerza, como si solo eso bastara para retenerlo por siempre a mi lado, y avergonzándose de repente de su flaqueza, negándose el torpe consuelo de su cuñada, se impuso la máscara de amor a la patria y habló con voz segura del noble destino que le aguardaba. Augusto le había ordenado unirse a las legiones acantonadas en Hispania; yo sabía que Lucio hubiera preferido no ir si no quedarse en Roma entregado al estudio que tanto amaba, pero que temiendo decepcionar a su abuelo y no estar a la altura de su hermano, había acabado aceptando invocando al mismo tiempo la razón de Estado y las necesidades del gobierno. No le dije nada: muchas veces necesitamos creernos nuestros propios cuentos para seguir caminando por una senda que no queremos y no sería yo, que tanto me engañara, quién destruyera su farsa; y aunque su inminente partida suponía para mí un nuevo abandono y me entristecía, una cosa me consolaba: al contrario que Cayo, Lucio estaría a salvo, pues Hispania es una provincia por completo pacificada desde que Augusto sometiera a los pueblos del norte, astures y cántabros. No se me escapaba el significad del imperial mandato: Lucio debía dejar las letras y aprender el oficio de las armas, pero a él le entregaba a la paz sin fama mientras que a Cayo le confiaba la gloria y la guerra. Así era: Lucio estaba siendo educado con esmero como mero ayudante y secundario, hábil consejero, apoyo en los momentos malos, tal como yo había soñado, y lo cierto es que parecía cómodo con aquel papel que le habían asignado. Carente de ambiciones y en nada celoso de la preeminencia de su hermano, prefería dejar a otro la pesada carga de dirigir el Estado, y ser un nuevo Agripa, otro Mecenas. Le abracé por primera vez desde con doce años me cogiera el día de mi boda para cruzar conmigo el umbral de la puerta, y le sentí pequeño, desamparado, frágil, dubitativo. Le sonreí, deseando infundirle coraje. Le prometí que le escribiría cada día, como ya hiciera con Cayo, y que, si me lo pedía, le enviaría sus libros más amados. Me acarició el pelo, la mejilla, deposito en mi frente un fraternal beso; desconociendo la causa, sentí temblar en mi pecho el sollozo que precede al llanto, y arrebatada por un violento sentimiento, le abracé de nuevo. Nos quedamos así largo tiempo. Yo no quería dejarle ir. Él no quería marcharse. Roma como siempre impuso su voluntad a nuestra felicidad
Días después, me despediría de nuevo de él, como el resto, en el puerto de Ostia. Pero todo fue distinto. No fuimos Lucio y Livila. Fuimos el heredero de Augusto y la esposa de Cayo César. Todo resultó distante y frío, palabras vacías que desdibujaban el verdadero cariño. Hubiera preferido que por una vez nos dejáramos de convencionalismos. Con su marcha, cayó la última barrera, y huérfana de padre, con un marido ausente, un hermano ocupado en sus entrenamientos de soldado y un cuñado partiendo al frente, gocé de la mayor libertad que conociera en mi existencia, pero en vez de dejarme arrastrar por ella la disfruté con disimulo y mucha prudencia. Los mil ojos de mi abuela Livia me perseguían por los pasillos ávidos por devorar cualquier error mío; no para acusarme y eliminarme -esa viaje arpía arrugada siempre supo proteger a los miembros de su familia- sino para asustarme y someterme a su voluntad con una amenaza que quizás nunca cumpliría. Aquellos días me divertía acudiendo a su presencia y la de su marido el César y leyendo mis cartas con las heroicas gestas de Cayo en su asedio de la ciudad armenia; casi podía oírla rechinar los dientes rememorando como, a pesar del exilio de mi amada tía Julia, su hijo Tiberio, mi tío, se seguía pudriendo en su retiro forzoso en una isla griega. Aumentó la vigilancia sobre su persona, casi me asfixia, más no consiguió nada. Era consciente de que las mujeres debemos parecer honradas y con las miras puestas en mi glorioso futuro de dominación de Roma junto a Cayo, me esforcé en proteger a mi marido con apariencias. Contra mi voluntad, me alejé una Julila cuyas infidelidades y escándalos cada vez menos escondía pero cuya alegría aliviaba las presiones, conspiraciones y desconfianzas de nuestra enloquecida familia, y me acerqué a la siempre perfecta Agripina, aunque su compañía me repugnara, pues la cercanía a aquello calificado como bondad y sabiduría parece revestirte con ellas aunque no se tengan. Con todo, ¿lo recuerdas?, se intensificaron los problemas y diferencias entre nosotras. El maquillaje, las joyas y las telas caras a las que Julila me aficionara te hicieron comprender que a pesar de la esmerada educación que me habías proporcionado y de la falsa Livila que revestía a tu lado, yo no estaba siguiendo tu ejemplo, al menos en lo relativo a la sencillez de costumbres y la austeridad en el vestido -tampoco en el resto, aunque eso lo desconocías por el momento-. Tus sermones y duras amonestaciones dieron paso a violentas discusiones; aún no habías perdido la esperanza de convertirme en tu doble. Yo disfrutaba haciéndote sufrir y debo admitir que las joyas más caras, las telas más suntuosas y los maquillajes más extravagantes no los reservaba para Postumo Agripa y nuestro inocente coqueteo, sino para cuando iba a verte. Disfrutaba intensamente de tus gritos, con tus ojos desorbitados, tu rostro enrojecido, la vena palpitante de tu cuello, la crispación en tus manos. Si, me gustaba mucho que sufrieras, ¡no sabes cuánto!. No era solo venganza por todo no me habías dado y había necesitado. Yo necesitaba de tu furia, de tus gritos y de tus lágrimas calladas para saber que yo te importaba, para saber que me seguías amando, o al menos que una vez lo habías hecho, porque el corazón solo se lamenta por lo que mucho adora...Madre, ¿cuando el amor incondicional, sincero, inocente, puro y sin dobleces de un niño se volvió algo tan confuso y retorcido? Supongo que siempre fui una persona perversa que necesitaba torturar a las personas para sentirse por encima de ellas, esperando que en ese puesto de importancia que me distinguía claramente del resto alguien se diera cuenta de lo que de verdad necesitaba. Postumo, Livia, tu, madre, fuisteis solo piezas de un tortuoso juego que cesó abruptamente una tarde de agosto.
Augusto me llamó a su morada del Palatino. Aquello solo podía significar malas noticias; temí que al fin mi abuela Livia hubiera encontrado algo en mi contra, pero no estaba preparada para que la realidad me azotara de esa forma. Encontré las puertas cerradas y las ventanas selladas y en cada dintel vi claveteadas espesas ramas de abeto, ciprés y pino, los árboles sagrados de Libitina, la diosa de la muerte. Como una brutal bofetada los recuerdos inundaron mi mente, rememorando los días del largo luto por mi padre, y sentí en mis venas la sangre helada y el corazón detenerse. Desesperada, incrédula y aterrada corrí por los pasillos vacíos: vi apagado el sacro fuego del hogar, las estatuas de los dioses cubiertas, y en todas parte oí resonar en el eco llantos, lamentos y rezos. Me arrojé al interior del despacho del César como el náufrago que se ahoga en la tormenta y sin saber nadar busca una bocanada de aire, una última esperanza, y vi a Augusto envejecido al menos treinta años, acurrucado en un esquina, en el suelo sentado, con la cabeza cubierta y la mirada perdida; a su lado, mi abuela Livia se erguía rígida y severa como una nueva Libitina. Caí de rodillas, destrozada e incrédula. Cayo...Cayo había caído, mi Cayo, ¡mi Cayo! Mi esposo de apenas unas pocas semanas, aquel del que conservaba menos recuerdos que cartas. Recordé su última misiva, en que me narraba cómo había sido herido de gravedad en una emboscada en el interior de Artagira, después de que el comandante de la fortaleza le engañara, pero ¡me había jurado que se recuperaba! ¿Había acaso perecido de la misma muerte innoble que mi padre, el buen Druso? Livia negó con la cabeza. Lucio, dijo, ¡Lucio! Augusto reprimió un sollozo. No era posible, protesté, Lucio había sido enviado a la pacificada Hispania, no a una frontera en guerra como su hermano. "Una repentina enfermedad le sorprendió en Massilia, en las Galias, y se lo llevó en pocos días" Esas fueron sus palabras, la injusticia. Oscilé entre la incredulidad y la rabia. Después me desgarré en lágrimas y apenas recuerdo como regresé a mi cama. Creo que me desmayé. Después me encerré, dejé de hablar, de comer: no quería saber nada de un mundo capaz de arrebatarnos a alguien como él. Lucio había sido el único amigo que había conocido, mi infatigable y fiel compañero, el único en el que confiara, cuya sonrisa me reconfortara, cuya compañía me llenara, de quién no tenía que temer nada y siempre sabría que me protegería. Sin él, sentía que no era nada ni nada tenía.
* Fotografía 1: Obra de Waterhouse, no he encontrado el nombre.
* Fotografía 2: "Si o no", de Godward
* Fotografía 3: "Tocador de una dama romana", de Simeon Solomon.
* Fotografía 4: "Virgilio leyendo la Eneida a Augusto, Octavia y Livia", Jean Baptiste Wicar
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