Así, por insistencia del César, pasé a residir en las altas mansiones del Palatino, deslumbrada por su brillo externo y desconociendo la podredumbre que la estaba corroyendo por dentro. Augusto, gran necesitado de cariño como todos los abuelos que ven acercarse el final de su vida, me colmaba de atenciones e incluso me llamaba "hija querida"; dispuso para mí las mejores habitaciones, las más confortables, las más lujosas, con las mejores vista, me entregó las joyas de la familia y los libros que el tonto de Claudio miró siempre con codicia y yo con indiferencia bien disimulada, y no contento, derramó durante horas sobre mi cabeza multitud de enseñanzas e historias de su juventud más gloriosa que escuchaba a medias. Yo, por mi parte, le correspondía con fingida ternura, programadas caricias y calculadas sonrisas. Sí, madre, fue en aquella época, a mis trece años, cuando comencé a crear con mucho mimo y cuidado esa falsa Livila que a todo el mundo agradaba, que todas las expectativas cumplía, que ningún defecto tenía. Fue tan sencillo...solo tuve que aparentar cumplir cuanto tú me habías enseñado, todo aquel compendio de ideas caducas y anticuada moral, tradiciones que ya habían muerto, y revestirme con él como si fuera una nueva piel, como otra túnica. ¿Por qué? Por qué hubiera preferido escupir en él, desgarrarlo con mis manos, antes de seguirlo, y si mi fortaleza flaqueaba y por un momento me sentía tentada a dejarme arrastrar por la masa y ser solo una más entre miles de caras, me bastaba con mirarte para que mi determinación se asentara...¡Me bastaba con ver todo el daño que aquellos estúpidos preceptos de habían hecho! Tu mansedumbre, tu soledad, tu resignación, tu tristeza...Te lo pregunto de nuevo, ¿mereció la pena? ¡Mejor fallecer aquí y ahora, sentir como poco a poco el hambre y la sed me devoran, a vivir cómo tú lo has hecho!...Madre...¡Madre! Yo me he esforzado toda mi vida por entenderte...ahora, no me escuches como si mis palabras solo fueran los locos desvaríos de una moribunda y haz tu el esfuerzo...Madre...¿Abrirás esa puerta antes de que yo muera?... ¿Volverás a abrazarme antes de que fallezca?...
Aquella falsa Livila, debes creerme, fue necesaria. Livia tenía cien ojos en Roma y en esa casa como el monstruo de Argos y toda debilidad, todo sentimiento, era un arma en sus manos. Debo decir sin orgullo que he sido la digna nieta de esa arpía y ella lo sabía. Me observaba con malicia y esperaba el momento de aprovecharse de mi caída. Siempre tuvo paciencia, he de reconocerlo. Mi abuela había supuesto que por ser descendiente suya y miembro de la familia Claudia la ayudaría en su lucha contra los hijos de mi tía Julia. Pero yo tenía mis propias ambiciones y pronto comprendió que no le sería de ayuda. ¿Por qué iba a favorecer a mi tío Tiberio cuando Cayo y yo podríamos gobernar Roma a la inminente muerte de Augusto? Yo, también, como ella, esperaba. Esperaba y ansiaba la muerte del viejo, acariciaba en mi mente la imagen gloriosa de la proclamación de Cayo como nuevo César ante el Senado de Roma, y el momento en que, tras ver a Augusto arder en su bien merecida pira funeraria, yo podría hacer regresar a mi tía Julia que él desterrara. Mientras, me regodeaba con cada uno de sus achaques, con cada enfermedad, con cada padecimiento, y fingía a la perfección-aunque su cuerpo enfermo y anciano me asqueara-preocupación de nuera, desviviéndome por proporcionarme los cuidados de una devota hija. Así, cuando mi abuela Livia derramaba veneno en su oído en mi contra ningún defecto tenía. No fue el único al que me esforcé por engañar y conseguí hacerlo: Agripina, estúpida y perfecta Agripina, ¡con que cuidado tendí la red de su perdición a su alrededor! Incluso en mis cartas a Cayo hablaba de ella con extremado cariño de hermana, y cuando las sonrisas me dolían en la cara, los brazos me ardían y me despreciaba por falsa, me recordaba el sublime día que sin duda llegaría en que vería cumplida mi venganza por todo el amor que ella de ti y del resto me robara. Pocas personas aquellos días me importaban; poco a poco reducí su número para que Livia o algún otro contra mí no las utilizaran o descubrieran la verdadera apariencia bajo la máscara falsa: Germánico, mi hermano, casi para mi un segundo padre muerto el primero; Cayo, el marido desconocido y ausente; y, por increíble que parezca, Lucio, mi cuñado, claro rival de mis ambiciones; y Julia, la otra hija de mi tía Julia de quién heredara el nombre. Lucio, convertido en mi cuñado y consciente de sus obligaciones para con su hermano, venía a menudo a visitarme y su preocupación por mí parecía sincera; él no albergaba ambición alguna, solo el anticuado y noble deseo de servir a la patria, y su lealtad y fidelidad para con Cayo estaban a prueba de toda duda; sabía que Lucio nunca dejaría de cuidarme y yo me prometí siempre ayudarle.
Mi marido me escribía tanto como podía. En sus cartas me hablaba de como Fraates V, rey de Partia, no deseando una guerra, se aprestó a negociar, pidiendo, como muestra de buena voluntad, la devolución de sus cuatro hermanastros, que permanecían como rehenes en Roma y constituían una amenaza para su seguridad futura como pretendientes a su trono. Aquello me hizo concebir esperanzas de una solución sin violencia y un rápido regreso, pero los negociaciones fracasaron cuando Augusto le exigió a cambio su marcha de Armenia. Fraates se negó y continuó controlando la nación a través del rey que el mismo le impusiera, Tigranes V, pero fracasó en la elección de su aliado, ya que el nuevo monarca armenio envió a Roma embajadores con regalos pidiendo a Augusto que reconociera su poder como soberano. Ello obligó a Fraates a cambiar de opinión, y renunciando a sus hermanastros y a toda injerencia en Armenia, se sentó a negociar de nuevo con mi marido Cayo, molesto por el exceso uso de las palabras y el escaso recurso a las armas... Aquellas cartas, repletas de estrategias, movimientos, maniobras, palabras huecas, falsas promesas, subterfugios, dobles sentidos, compensaciones y regalos, me aburrían sobremanera, pues la guerra y la diplomacia no me interesaban y en dichas misivas no había nada que Cayo dedicara a la joven esposa que le esperaba. Aún así, me daban la vida, aunque sospechara que calentaba sus noches con alguna puta, prisionera o esclava. Yo me miraba al espejo y le perdonaba. Mi cuerpo abandonaba a duras penas la infancia, ¿cómo iba a atraerle? Y rezaba al mismo tiempo porque pronto regresara como por que tardara, dándome tiempo para convertirme en una mujer que él deseara. A pesar de sus infidelidades, Cayo nunca dejó de tratarme con el respeto debido a una esposa-aunque era otra cosa lo que yo ansiaba-, y yo le amaba, a mi infantil, ingenua y torpe manera, fascinada por esas heroicas gestas de sus cartas aunque no las comprendiera y me aburrieran. Sospecho que también estaba deslumbrada por la imagen idealizada que poco a poco me fui haciendo de él, temblorosa y desprotegida por mi desconocimiento ante los fuertes sentimientos, arrolladores y cegadores, que por primera estaba sintiendo y descubriendo.
*Fotografía 1: "Lamia", de Waterhouse
*Fotografía 2: Copia del "Augusto de Prima Porta" en la Via dei Fori Imperiali, en Roma
*Fotografía 3: Retrato de Livia en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid
*Fotografía 4: "El Coliseo", de Alma Tadema... ¿Serán Livila, Agripina y Julila?
*Fotografía 5: "Poeta favorito", de Alma Tadema
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