Las conversaciones de paz entre el rey parto Fraates V y mi marido Cayo, en las que el lejano río Éufrates quedaba de nuevo establecido como frontera de nuestros imperios, me hicieron concebir vivas esperanzas, como al resto, de que pronto, muy pronto, le tendía a mi lado, a salvo en casa. Las cartas de Cayo, sin embargo, no contenían la más mínima alegría ante su inminente regreso, sino que rezumaban amargura mal disimulada e indignación callada, por no haber podido derramar la sangre de los partos, ni cruzado el desierto, ni desenvainado la espada ni plantado ante su capital las altas empalizadas del campamento. Decía que no había gloria en la victoria obtenida de las palabras, que la inmortal fama solo se obtiene en el campo de batalla. ¿Acaso alguien recordaba los muchos pactos establecidos entre la aún republicana Roma y ese Egipto agónico, pero todavía grandiosa, dominado por la decadencia y corrupta opulencia de los reyes ptolemaicos? En cambio, todos conservamos en la retina, aún asombrada y vibrante, la imagen de la insigne batalla de Actium, de eterna fama, en que Augusto, su abuelo, de la mano de su padre, Agripa, el gran navegante, el mejor soldado, honra de su familia, hundió en las abismales profundidades marinas las desesperadas esperanzas de la última reina egipcia y de mi abuelo, tu padre, Marco Antonia, sobre el que tantas calumnias se ha vertido solo por haber resultado vencido -y que incluso tú, madre, has creído, colocando como siempre la tradición y la moral por encima de la familia. Supongo que ahora yo compartiré su mismo destino...-. Confieso que ante tan abrumadores argumentos, callé mi propia insatisfacción, el hecho de que una a una compartía todas sus opiniones, temerosa de que hiciera alguna locura que desbaratara el tratado que lo devolvía a Roma y a mis brazos, e intenté apaciguarlo y consolarlo narrándole el inmenso orgullo que el César sentía por él, la admiración que había despertado en el pecho de su hermano Lucio y los honores que sobre él pensaba derramar sobre el Senado. Temo que Cayo respondió a mis palabras por la educación recibida y por el respeto que como esposa me debía -las mismas razones que, sin duda, le impulsaban a escribirme aquellas cartas plagadas de actos bélicos y vacías de todo sentimiento-, pero que apenas prestó atención a lo que decía. Al fin y al cabo, ¿qué sabía de la vida, de las necesidades de un hombre, de los deseos de un soldado, una ingenua niña de trece años, siempre encerrada en Roma, siempre mimada, consentida, protegida y engañada? Solo Lucio consiguió calmar sus negros sentimientos y en las misivas que le precedían mostraba cierta alegría por el reencuentro de su familia, casi olvidando la insatisfacción de aquel triunfo sin lucha...Todo gracias a Lucio, y no a mí, al buen y fiel Lucio. Tenía que aprender de él, sin duda.
Lucio...Ah, madre, esta casa está tan llena de recuerdos, penas y fantasmas, y comienzo a pensar que todos surgen ahora del pavimento en ocasión de mi padecimiento, bien para consolarme y acompañarme en mi tormento, bien para castigarme con mis delitos y sus recuerdos, pero sin duda para conducirme, llegado el momento, al lugar dónde ahora reposan. Lucio, como siempre, esta dispuesto a ayudarme. Ardo en deseos de volver a abrazarle. Lucio...Sus atenciones y cuidados, su sonrisa franca, su sinceridad descarnada y a veces brusca, su lealtad sin mácula, aquel espíritu suyo, amante de la patria, noble y fuerte, no hecho para las dobleces, ni para las medias verdades, traiciones y fingimientos, ¡cuánto me recordaban a Germánico, mi hermano, mi otro padre, tu hijo predilecto! Hicieron que le amara con un cariño intenso, al principio infantil, después confuso y violento. Veía en él ya no en un rival para las aspiraciones de Cayo, sino un poderoso aliado, como su padre Agripa lo fue de su abuelo el César, y, ambiciones aparte, también le contemplaba como un compañero, como un amigo, uno de los pocos en aquella ciudad en quién podía confiar, al que podría recurrir, que jamás me iba a fallar. La familiaridad nacida de nuestro aislamiento y de mi matrimonio con Cayo propició la cercanía, cierta intimidad consentida por Augusto en la creencia de que Lucio no corrompería a su cuñada ni yo aceptaría en mi lecho al hermano de mi marido, y así descubrimos cuántas cosas compartíamos y no niego que nos divertíamos oscilando entre la edad adulta y la infancia, pasando de los juegos de tabas a las prolongadas charlas de historia y filosofía. Tantos eran los instantes con él vividos que era inevitable plasmar alguno en mis cartas y sin darme cuenta, ni pretenderlo, me gané la desconfianza de Cayo; no eran celos por su hermano, como bien podría pensarse, sino el egoísmo del niño que no soporta ver a otro divertirse con su juguete nuevo. No negaré que razones para temer tenía.
A medida que el tiempo avanzaba, aquellas frías misivas suyas ya no me servían, necesitaba más de lo que en la distancia podía proporcionarme y su recuerdo se diluía ante la presencia cotidiana y cálida de Lucio, quién sin querer con sus anécdotas no me traía a Cayo de vuelta sino que borraba la imagen idealizada que la niña que en mí moría tenía del que ya era su marido y que sostenía la frágil relación que con él tenía. Mi cuerpo, que solo había conocido el placer de sus manos, sufría su ausencia y mi sangre ardía de deseos inconfesables que me atormentaban en vacíos y fríos lechos y no parecían calmarse ni con las más heladas brisas. No estaba hecha para la castidad, lo admito y no lo lamento, fui creada para gozar y para amar, y no comprendo como has podido soportar tantos años de viudedad. En mis soledades nocturnas, pueden que iguales a las tuyas, mis manos recorrían los caminos que Cayo trazara a fuego en mi cuerpo y mis ojos se encendían ante un roce demasiado cercano o un rostro bello. Tú, madre, a pesar de la falsa Livila intuías que algo en mí cambiaba por momentos e intentaste reconducirme por el camino recto; pero no puede detenerse un río que se desborda ni esperar que el hombre libre soporte cadenas. Si, mi sangre bullía en mis venas y nada podías hacer tú contra mi naturaleza, por mucho que durante años intentaras moldearla y someterla. Tus palabras solo servían para arrancarme renovados desprecios y haber más profundo el tortuoso abismo que separaba nuestros entendimientos. No podía permanecer indiferente al hecho de que mi belleza crecía, que por primera vez era alabada por encima de la de la propia Agripina, y deslumbrada por mi reflejo me entregué a aprender sin maestros los oscuros secretos de la seducción, el poder de una mirada demasiado intensa, una caricia casual ejecutada en el momentos más oportuno, la lujuria que puede despertar un gesto elegante o una palabra fácilmente mal interpretable. Ensayaba, es cierto, el arte del embellecimiento para descubrir las extraordinarias propiedades de un buen maquillaje o los sorprendentes efectos de este u otro vestido, de una tela vaporosa que muestre, de un tejido duro que insinúe, de una caída resbaladiza y suave que invite a tomar lo que no es tuyo, o bien la conveniencia de los adornos, lo sugerente que puede ser dejar la nuca desnuda o jalonar el pecho con cuencas de un collar como si fueran estrellas en un inalcanzable y aún así cercano firmamento. Tú despreciabas tales artificios y enfurecías cuando me veías con el rostro cubierto de ungüentos e incluso intentabas limpiándomelos por la fuerza. Decías que una mujer honrada no debe adornarse como una vulgar ramera y volvías a ponerme de ejemplo a tu idolatrada y mi odiada Agripina. Mi abuela, Livia, en cambio, me lo consentía, esperando sin duda el momento de aprovecharse de mi caída.
En tales artes, sin tú saberlo, me instruía divertida mi cuñada Julila, con paciencia y cierto deseo, feliz de tener al fin una compañera de gastos superfluos, coqueteos y otros divertimentos; sin embargo, al mismo tiempo que me revelaba sus trucos secretos callaba oscuros deseos. Yo los conocía si bien fingía no saberlos; mis ojos, como los de Livia, se multiplicaban en el Palatino, y al mismo tiempo que aprendía la importancia de este y otro complemento, aprendía que la información tiene tanto valor como el dinero. Sin duda, Julila no veía más allá de la falsa Livila y, considerándome demasiado influenciable y creyendo falsamente tener autoridad sobre mí, temía que siguiera su ejemplo acogiendo en mi lecho hombres distintos a su hermano, mi marido. Tentada estuve, no lo niego. El objeto de mis atenciones, lo confieso, era mi propio cuñado, pero no Lucio, como quizás Cayo creía, sino Postumo Agripa-¿te avergüenzas de mí? Eso espero. Sufre por ello-. Aquel desgraciado no despertaba en mí ningún deseo, pero me divertía confundiéndole en mis juegos turbadores, avances con todo inocentes plasmados en promesas que nunca se cumplían, encarnados en meras insinuaciones. Solo me detenían en mi posibilidad de ir más lejos el recuerdo de mi tía Julia partiendo para su inmerecido exilio por falsos cargos de lujuria, mi necesidad de entregarme únicamente a mi marido para asegurar una línea de sangre pura, una buena posición en el futuro como reina de Roma, y lo que yo creía fue amor por Cayo, aunque cada vez estaba más convencida de que era solo idealización, fascinación y admiración. Con todo, a medida que avanzaba el tiempo y se prolongaba la ausencia, mi sexualidad insatisfecha, apenas descubierta, emergía cada vez con más fuerza, se deleitaba sentándose ante el espejo y arreglándose para provocar el deseo, con la posibilidad de lograr lo que de otra forma no obtenía y así tampoco quería, estúpida e inútil venganza contra el marido lejano y cuyas cartas cada vez más ignoraba, ya fuera por despecho y aburrimiento, ya que apenas alcanzadas las costas de Italia había recibido noticias alarmantes de Armenia y había tenido que dar media vuelta.
Intenté que las noticias de sus hazañas insuflaran en mi pecho de nuevo aquel cálido y arrebatador sentimiento que creía agonizante o ya muerto, me esforcé por insuflar a mis letras toda la ilusión de antaño. A pesar de ello, Cayo debió notar un cambio: quizás el haber abandonado todo infantil trazo, quizás que cada vez mis respuestas eran más breves, quizás en ellas había cada vez menos sitio para las alabanzas que él tanto ansiaba. Fue extraño, divertido y sorprendente observar cómo lo indiferencia y cierto rechazo pueden despertar el interés en un hombre tras quebrar su corazón confiado, cómo las sospechas y los recelos pueden hacer mucho más que las buenas palabras. Ahora, en sus misivas, por fin había un espacio para su esposa entre las graves noticias llegadas desde su puesto en las fronteras. Tigranes IV, rey armenio sobre cuya cabeza se sustentaba la nueva alianza entre Roma y Partia, había muerto asesinado por nobles armenios contrarios a nuestro imperio, y la reina Erato, hermana y esposa del soberano fallecido, última hija de la dinastía Artasside que desde hacía siglos gobernara Armenia, se había negado a aceptar la sucesión e imponer en su cabeza la corona en un gesto que me habría devuelto a Cayo y asentado la paz en su inestable reino. Mi marido se vio obligado, sin mucho convencimiento y por imposición de su abuelo, a entregar el trono a un tal Ariobarzane, de estirpe meda, más, como intuyera, el partido armenio contrario a Roma no aceptó a un nuevo rey impuesto por los romanos y provocó violentos disturbios por todos lados. Cayo por fin tendría la batalla que llevaba años esperando e interviniendo con su ejército puso asedio a la ciudad de Artagira. El momento de lograr la gloria por fin había llegado, y en mi pecho se mezclaban confusos el orgullo y el miedo. Por desgracia, el único hombre que podría haber calmado mis temores y haberme devuelto la calma pronto partiría muy lejos de mi lado.
* Fotografía 1: Moneda de Fraates IV de Partia, padre de Fraates V, el enemigo de Cayo
* Fotografía 2: Retrato de Lucio o de Cayo César en el Museo Arqueológico de Atenas
* Fotografía 3: "Reflejo", de Godward
* Fotografía 4: "Rivales inconscientes", de Alma-Tadema
* Fotografía 5: "Comparisons", de Alma-Tadema
Un blog genial, muy buen trabajo, sigue así, un saludo, ¡nos vemos por Twitter!
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