viernes, 3 de mayo de 2013

Yo, Claudia Livila (X)

Apenas los primeros rayos de sol habían penetrado con hiriente calor entre las tiernas hojas de los arboles de nuestro jardín, arrastrando hasta nuestro lecho los mil y un aromas de las plantas en flor y los primeros ruidos de una Roma siempre laboriosa, desenredábamos nuestros cuerpos con gran resignación y aun mayor disgusto y saludábamos al nuevo día con incredulidad manifiesta. Con manos torpes e inquietas colocaba la toga sobre el cuerpo que no hace mucho desvistiera, tan solo para que Cayo, con imperceptibles gestos traviesos, deshiciera los elegantes pliegues apenas trazados buscando prolongar mi trabajo y mi presencia a su lado, disfrutar de esa débil boca mía donde los reproches se mezclaban con ruegos y risas. Todavía con el pelo revuelto y medio vestida me despedía con un beso que prometía nuevos encuentros y Cayo marchaba al Palatino para tratar con el Cesar asuntos de Estado y de gobierno. Yo, que siempre desprecie la rutina por considerarla una sucesión de hechos que aburren y contribuyen a malgastar la vida, atesoraba entonces aquellos maravillosos momentos muy dentro de mi pecho, temerosa de poder perderlos como las lágrimas en la lluvia. Salvo tan leve separación impuesta por el deber, el honor y la obligación, permanecíamos juntos el resto del tiempo, disfrutándonos, descubriéndonos, conociéndonos. Me hablaba -¡como lo recuerdo!-de los abrasadores desiertos de Siria, de las exóticas costumbres armenias, de las llamativas vestimentas partas, de las bellezas de las islas del Egeo y de las antiguas ciudades de los reyes helenos, de las cien maravillas de la Grecia clásica, de las ruinas de Troya, los altares de Pergamo o los templos de Atenas, de la intrincada red de callejuelas de las ciudades fenicias, de los tumultuosos mercados de Asia, de las abundantes caravanas que llegaban donde Roma aun no ha plantado sus águilas, y, a pesar de sus muchos viajes, insatisfecho me confesaba sus fervientes deseos de navegar algún día por las aguas del Nilo y visitar los templos de los faraones egipcios y sus dioses con cabeza de perro, de conocer las tierras del Norte de África donde las dunas ceden terreno ante los fértiles campos, de contemplar los fuegos del monte Etna de Sicilia, adentrarse en las remotas y húmedas tierras de Germania, conquistar Britania, someter Partia o conocer el mar, mas allá de Hispania, donde muchos dicen que el mundo acaba.
Yo le escuchaba fascinada y deseaba con todas mis fuerzas seguirlo a donde fuera, ver junto a mi marido otras tierras, otras gentes, salir de los confines de esta Roma que me oprimía y conocer todos los lugares de este Imperio tan cosmopolita por algo mas que vagas referencias en olvidados libros o un comentario casual caído de la mesa entre la narración de grandes batallas y propias gestas. Por fin pude entender tu largo y penoso peregrinar por campamentos y heladas tierras, donde la civilización romana no llega; emprendí tu devoción, tu entrega, y pude sentirte mas humana, mas cerca; supongo que muchas veces bastó con que tuviera un poco de paciencia, esperara a alcanzar el momento en que el tiempo me pusiera en el lugar que tu ocuparas y me permitiera vez con los mismos ojos que tu vieras. Y sin embargo aquella fue insuficiente para que la reconciliación se produjera; el orgullo todo lo pisa y el resentimiento lo envenena. El abismo, incluso, creció entre nosotras y ni tu pisabas mi casa ni yo hollaba la tuya, apenas si cruzábamos una palabra, una simple mirada. Al fin nos habíamos revelado como lo que eramos: dos extrañas...y aunque tu indiferencia me desgarraba el alma yo no estaba dispuesta a exponerme a tus continuas reprimendas, tiñendo de gris amargura los momentos mas dichosos e intensos de mi existencia, cuando Cayo y yo dejamos de lado toda educación recibida sobre la moral romana y nos arrojamos a ciegas a un frenesí enloquecida y salvaje que solo busca y ansia disfrutar de la vida en todas su facetas, con mayor intensidad y fuerza debido a que ambos habíamos sentido la muerte cerca. Organizabamos largas cenas con nuestros amigos íntimos donde se servían manjares exóticos y corría el vino, amenizadas por músicos de todos los rincones del mundo conocido, muchachas gaditanas con sus lascivas danzas, egipcias tostadas con sensual vaivén de caderas, equilibristas sobre frágiles cuerdas sobre nuestras cabezas, encantadores de serpientes, acróbatas, poetas, cantantes de voz melodiosa, gladiadores, filósofos, amaestradas fieras, una lluvia de pétalos y perfume cayendo sobre nuestras cabezas, amenas charlas sobre los mas insustanciales temas, algún atleta, y, cuando nos retiramos a Bayas con el calor estival, largas celebraciones en las playas a la luz de las hogueras, bajo un cielo cuajado de estrellas, entregados al frenético baile de la música y las olas y el espectáculo del amanecer en un horizonte infinito. Un festival continuo para los sentidos donde todo era posible y también falso, con el corazón latiendo a ritmo enfervorecido y la razón embotada por los sentimientos. ¡Aquellos días, madre! ¡Aquellos días! ¿Es que acaso no lo veías? Yo no podía ser mas feliz ni estar mas enamorada. ¿Por que eso te hacia tan desgraciada?
Hasta el mismo Augusto miraba con buenos ojos tales celebraciones una vez supo de ellas, si bien imponía duras condiciones y numerosas restricciones: debíamos ser moderados con el gasto, no excedernos en el lujo y la autocomplacencia, habríamos de respetar las apariencias, no descuidar nuestras obligaciones por pequeñas que fueran, elegir con sumo cuidado a nuestros invitados entre los de gran renombre y buena fama, no entregarnos a los estragos de la bebida o de la comida, no caer en la lujuria...y un puñado mas que ahora no recuerdo. Yo asentía con una sonrisa mientras en silencio calculaba airada los años que le podían quedar de vida; nunca he soportado que los ancianos pretendan impedir los delitos que con profusión cometieron siendo jóvenes. Me concentre en intentar corromper a Agripina con los supuestos excesos que cometíamos, pero como una digna matrona de tus historietas de la infancia, una Cornelia, segunda Lucrecia, otra Virginia, vestal honorífica, permaneció inconmovible, firme, indiferente a toda sugerencia, impermeable a toda influencia. ¡Maldita! Busque con ahínco sus puntos débiles, he de reconocer que tarde tiempo en verlos -era gran experta en el arte del disimulo, en eso aprendí de ella-, pero finalmente, lentamente, fui siendo consciente de esos pequeños detalles que revelan grandes secretos: la mirada de anhelo con la que le seguía cuando se marchaba, la suplica callada de sus ojos cuando se acercaba, la forma distinta en que se comportaba cuando estaba presente, como le hablaba, aquel entrecejo fruncido de disgusto cuando se entretenía con otra muchacha, o los suspiros que se le escapaban de improviso, cuando el no estaba, sumiéndose en triste meditación sin causa aparente en medio de la alegría generalizada...Germánico, mi hermano Germánico, ese era el talón de Aquiles de Agripina que con tanto esmero escondía. Me repugnaba la idea de que esa estúpida pudiera convertirse en su compañera, como ya despreciaba la idea de tenerla por cuñada, ero aun así fomente el amor de esa desgraciada con falsas esperanzas, continuas alusiones y constantes charlas sobre las muchas virtudes de mi hermano amado. Ella, creyendo inocente que era yo su confidente -que fácil era entonces engañarla- me hizo participe de todos sus miedos y preocupaciones. Disfrute de cada uno de ellos y reserve mi golpe maestro para otro tiempo, no muy lejano. Esperaba el día e que se le rompería el corazón en mil pedazos y me deleitaba con la imagen de su cuerpo tembloroso llorando entre mis brazos. Al fin y al cabo, Germánico había revestido ya la toga viril; pronto se casaría y como paterfamilias en ausencia de mi padre nadie le impondría una boda que no deseara. Sin duda, me repetía, elegiría a alguien mejor que Agripina como compañera.
¡¿Como pude estar tan equivocada?! Debí suponerlo, siendo como era la nieta favorita del Cesar...¡Maldita sea! Me confié demasiado, la inflavaloré en exceso, debí darme cuenta que esa sucia alimaña también tenia sus propias tácticas para confundir a sus presas y engañar al enemigo cuando le acechaba. ¡Estupida! La felicidad me hizo bajar la guardia, y ¡no debí!...¡No debí  ¿Acaso no había mas hombres en Roma que Germánico? Cuando mi hermano me pregunto por primera vez por Agripina debí haberlo sospechado; lo achaque a que sus continuas atenciones comenzaban a asfixiarlo y reí en mis adentros pensando que el momento de recoger su llanto había llegado, sin pensar, sin imaginar...¡Aj! ¡Y tu consentiste en ello! ¡Tu! ¡¡Tu!! Claro, como no iba a aceptarlo, por fin podrías recibirla en nuestra casa como la hija que de verdad querías. No te basto, madre, con sembrar durante tantos años la semilla de mi odio por Agripina, madre, ¡oh, no!, tuviste que ahondar en la tragedia que se cernía sobre nuestras cabezas aceptando aquella aberración...¡que alguien tan bueno, dulce y noble como mi hermano hubiera de compartir su vida con esa ramera! Debí haber sido sincera aquella primera vez que me preguntó por ella. Ante el riesgo de descubrir mi doble juego -¡que importaba, maldita sea!-y dañar la tupida red que había entretejido entorno a Agripina, destaque sus supuestas virtudes, pero no oculte ninguno de sus defectos -¡¿Por que no hice mas incapié en ellos?!- Le interrogué sobre la causa de su repentino interés. Se ruborizó-nunca entenderé porque, cada vez que sus mejillas se tenían de color me asaltaba súbito el recuerdo de mi padre, el buen Druso-y respondió que Augusto le había propuesto a Agripina como esposa, que tu, madre, ¡tu!, estabas de acuerdo con el casamiento y que el, finalmente, había dado su consentimiento-¿como no ibas a estarlo? ¡Recibiste a mi sustituta con los brazos abiertos cuando a mi ni siquiera me hablabas!-. Le abrace de inmediato, para que no viera el horror, la ira y la rabia deformando mi rostro por la noticia. El confundió mis sentimientos con emoción y alegría, y riendo me confeso que sabia que la noticia me encantaría, ya que eramos tan amigas. Contuve mi necesidad de gritarle y abofetearle, de arañar su rostro, y ni siquiera hoy se como pude sonreirle y felicitarle. Cayo estaba encantado. Yo únicamente soñaba con destruirla y fantasee semanas enteras la mejor formula de torturarla mientras como buena cuñada asistía horrorizada a los preparativos de la ceremonia y su casa.

*Fotografia 1: "Juventud y Tiempo" de Godward
*Fotografias 2, 3 y 4: "Las rosas de Heliogabalo", "Confidencias" y "Rogando", de Alma-Tadema

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