viernes, 17 de mayo de 2013

Yo, Claudia Livila (XII)

Se consumió rápido el tiempo. Se fue acercando sin remedio el momento. Habían fracasado otra vez mis juegos perversos. Cayo preparaba sin mí su marcha al Oriente de nuevo, no sin confiarme antes a la guardia y custodia del César, su abuelo, bajo falsas preocupaciones y nuevos fingimientos, argumentando que no quisiera que en su ausencia permaneciera abandonada y sola en la villa de la Farnesina sino que gozara de compañía que distrajera mis días. Nunca he soportado ese comportamiento: él se entregaría a decenas de esclavas y de rameras en las fronteras con la misma facilidad que escribiría cartas de amor a su esposa en la guerra, mientras yo debía permanecer por entero casta, a la espera ¿cuánto tiempo? ¿Tres años de nuevo? Malgastando mi juventud en una espera casi eterna... ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por la tradición y la moral? ¿Cuándo me ha detenido eso? Soportaría mis deseos aferrándome a mi amor y su recuerdo, atando mis sentimientos, más, según pasara el tiempo la fidelidad sería sacrificada en el altar del rencor, la soledad y el deseo insatisfecho, el cariño se consumiría y desaparecería por la larga separación, la sospecha y las frías misivas; pues las frases, aunque encendidas, no pueden sustituir su presencia y su cuerpo; las palabras en ellas contenidas no son caricias ni besos; las tablillas no susurran apasionados versos; las tablillas no pueden llenar el vacío de mi casa y de mi lecho; los cálamos no me abrazan cuando lloro ni ríen cuando yo río, ni me observan con deseo, ni dan largos paseos, ni escuchan cuanto de decir tengo...¿Que sucedería en ese momento? Cayo creía que Augusto y mi abuela Livia lo evitaría. Yo sabía que, si de verdad quería, si el despecho ganase terreno a la fidelidad y el recuerdo, sabría encontrar la forma de aliviar la pesada carga impuesto por la castidad a mi cuerpo y alcanzar retorcida venganza. Postumo continuaba esperando su tiempo. Se divertía proporcionándome rápidas caricias furtivas, miradas encendidas, susurros rápidos como el viento cuando Cayo permanecía al acecho de cualquier delatador gesto y yo le provocaba de nuevo con medias sonrisas y ambigüedades bien escogidas. Sin duda, Postumo disfrutaba con la idea de que por fin tendría algo que Cayo no poseía, de que por fin sería él y no uno de sus hermanos el favorecido, el elegido. Yo dejaba que creyera aquello. No quería hacerle daño revelándole que, como mucho, no pasaría jamás de un segundo plato, un alivio rápido, un simple sustituto, juguete con el que entretenerme en mi espera, más no me revolvía la conciencia la posibilidad de utilizarle...A veces creo que me merezco la pena que me has impuesto...
Cayo sabía de mi furia aunque prefería pensar que no se materializaría en nada concreto. Nunca pensé que habría de usar con él la falsa Livila...Había alcanzado gran grado de conocimiento sobre mis sentimientos, conocía esos pequeños gestos que delataban mis pensamientos y me notaba distante, fría, incluso cuando enredábamos nuestros cuerpos, sin duda en exceso irónica, a menudo cruel e hiriente, golpeándole con comentarios mordaces que él intentaba desviar con un sonrisa y aniquilar con redobladas caricias... ¡De qué pobres armas yo disponía! Cayo intentaba compensarme, amansarme antes de marcharse, volver dulce y no solo amarga la despedida, pero todo en vano: mi marido pretendía que me conformara y yo, perseverando en mi resistencia, tenía la esperanza de que él depusiera sus propias armas y me llevara, poniendo fin a tanta inútil guerra. Pero no hubo paz ni tampoco tregua. Él se cansó de estrellarse contra mis murallas y como yo tantas veces hiciera, se confió al tiempo, esperando que su ausencia inflamara mi pasión, paliara mi indignación y a su regreso la terrible añoranza me impulsara a recibirle con los brazos abiertos...¿Cómo podríamos saber que no habría reencuentro? ¡Me arrepiento de mi estúpido comportamiento!... Mis brazos me ardían en la despedida, ¡cómo lo recuerdo!, mi corazón se desgarraba en mil pedazos muy dentro de mi pecho y ya sentía su ausencia como un dolor insoportable, casi físico, para el que no me sentía con fuerzas. Cayo me estrechó contra él con una sonrisa; me sentí protegida y al mismo tiempo desamparada. Él temblaba; disfruté con la idea de que también me añoraría. Aferrada a su túnica, me esforcé por memorizar su aroma, su tacto, el ritmo de su respiración, el tambor de su corazón y su calor, para mis momentos de flaqueza, y contuve las lágrimas ante la familia y el gentío mientras aquel barco me lo arrebatada envuelto en el oleaje, la niebla matinal y la brisa marina, como un maravilloso sueño que por desgracia termina. No tardaría en recibir una misiva suya, más no recibiría muchas -todas ellas las conservo, aún las tengo, recuerdos palpables, fragmentos de hermosos días, refugio secreto-. Sus cartas se detuvieron abruptamente en la ciudad de Limira, la siempre maldita, en la región de Licia. Mi terror aumentaba cada día que se prolongaba el silencio hasta que finalmente llegó la confirmación que tanto temía.
Augusto me llamó a su despacho igual que aquel año en que Lucio también se había marchado. Desobedecí. No quise ir. No le quería oír. Sabía lo que me iba a decir. Viuda con solo dieciséis años...Me encerré en mi cuarto, demasiado aturdida, asustada e incrédula como para poder derramar una sola lágrima. Paralizada, pálida y con la mirada perdida no cesaba de repetirme que debía estar soñando aquello, pero el frío que se abría paso en mi cuerpo traía consigo la horrible certeza de que no me despertaría, de que la tan horrible ausencia nunca terminaría, que mi amado compañero jamás regresaría. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca volvería!.. Me entregué al llanto, al dolor y a la locura. Preocupado, Germánico vino a verme de inmediato y supe que no me reconocía, con los ojos desorbitados, el pelo alborotado, el vestido desgarrado, el rostro hinchado, el cuarto destrozado. Me poseía la desesperación y la furia, y aunque intentó tranquilizarme, sus consuelos no eran más que cenizas en mi boca, ecos que ni siquiera oía. Recordaba su felicidad con Agripina, ¡la felicidad que yo nunca más tendría!, y le eché de mi lado a gritos que desgarraban mi garganta con cuchillos afilados. Por primera vez le odié con toda la intensidad de mi alma torturada. Asustado, él te trajo a mi lado, pero tú no tuviste más suerte intentado silenciar mi dolor, mis maldiciones mi gritos, mi llanto, y finalmente dejaste de molestarme con palabras que bien sabías que de nada servían. Sabías que necesitaba soledad para curar mis heridas, que no soportaría la compañía de gente con más suerte que la mía, de un mundo donde Cayo ya no existía, y te limitarse a sentarte a mi lado con tus costuras y tu mirada de preocupación infinita, para que así supieras que de necesitarte en cualquier momento te tendría. ¡Madre, cuánto te amé esos días! El tamborileo de tu pierna, el tintineo de las pesas del telar y el olor de la lana me retrotraían a la infancia, ante de recibir la felicidad suprema y padecer la más profunda de las desdichas, y yo te lo agradecía, más aún cuando me arropabas cómo cuando era niña y me sentía protegida, y tú te quedabas de vigilia, para cogerme de la mano si gritaba, lloraba o histérica reía. Aquellos días te sentí más cercana, más humana, y te comprendía, más al mismo tiempo te miraba y me aterraba: ¿ese era el destino que me aguardaba? El dolor tomó el control de mi vida cuando ni siquiera vivir quería, ¿que sentido tenía?
Cuando el cuerpo de Cayo llegó a Roma sufrí una recaída, no quise verle, no quise que, como con Lucio y mi padre, el buen Druso, esa fuera la última imagen suya que conservara en mi retina. Prefería recordarlo con vida, enredado en mi cama durante nuestro último encuentro, magnífico con su armadura en aquel barco que le llevó a la muerte, pero aún así me obligaste a asistir al sepelio. Enloquecí de nuevo. No quería verle arder en lo pira, ¿no lo entendías?, observar como se consumían en el fuego los brazos que me rodearon, los labios que me besaron, los ojos que me miraron, el cálido pecho dónde tantas noches apoyé mi cabeza y al arrullo de su corazón dormí, afortunada, feliz, querida. Prefería pensar que algún día, quizás, regresaría... Pero tú nunca fuiste misericordiosa. Pediste ayuda a Julila y Agripina para arreglarme, vestirme y asearme, y al final, resignada, agotada, vacía, incapaz de toda oposición, formé parte del cortejo fúnebre que acompañó a mi adorado Cayo de la hoguera a la sepultura sin saber siquiera qué hacía, caminando como una autómata -ni escuchaba, ni veía, ni sentía-. Consumada mi desgracia me encerré en la villa de la Farnesina y olvidada por todos me abandoné a mi misma. Apenas comía y bebía, dejé de lavarme, de vestirme, de recibir visitas, de hablar, de escuchar, de levantarme de la cama y de andar. Adelgacé, palidecí, me marchité, me perdí. Por mucho que me esfuerzo no recuerdo ningún pensamiento coherente de aquellos días... Sabía que sufrías al ver a tu única de aquella forma -fueron terribles días-, pero nada me importaba ya. En un nuevo exceso de locura quemé mis caros vestidos, vendí todas mis joyas, destruí mis pinturas, derramé mis perfumes, destrocé mis espejos...¿Para qué los quería? Estaban destinados en exclusiva a la esposa de Cayo César y heredera del Imperio de Roma y yo ya no sería más esa persona. Todo eso se había evaporado como un dulce espejismo en una tormenta de arena...Mi vida, la vida que yo deseara, que concibiera, que proyectara, que ambicionara, que esperara...se fue como un suspiro furtivo, desapareció como un buen sueño que al amanecer nadie recuerda. Había perdido algo más que al compañero de mi existencia, el que habría sido el padre de mis hijos, junto al que habría envejecido. Había perdido las razones de mi vida-el poder, el amor-y mi camino. ¡Cuántas noches cerré los ojos deseando con mis últimas fuerzas no volver a abrirlos! ¡O al menos caer en la más profunda de las locuras, dónde el pasado era de nuevo hoy! Poco sabía que mientras yo sufría otros ya habían decidido mi destino sin mediar una palabra conmigo.
 
* Fotografía 1: "Mesalina y Cayo Silio", de Pavel Svedomskiy
* Fotografía 2: "Paisaje con el embarque en el puerto de Ostia de Santa Paula Romana", de Gellée
* Fotografía 3: Detalle de "Fedra", de Alexandre Cabanel
* Fotografía 4: "Mesalina", Henrique Bernardelli

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