No hay nada irracional en los sentimientos, ahora lo comprendo -encerrada aquí tan solo me quedan mis recuerdos y mis pensamientos-, si no que todos ellos tienen una razón, una causa, e, inevitablemente, una consecuencia, las más de las veces incontrolable e inesperada. Mi odio por Agripina, tú ya debes saberlo, nació de la envidia, y tú, madre, tú fuiste la primera causa, al alabarla de continuo mientras a mí únicamente me criticabas. Con el transcurrir de los años, cuando la intensidad de las sensaciones se enfría y puede ya mirarse todo con esclarecedora perspectiva, entiendo que tu descarnada sinceridad no buscaba en principio hacer daño, si no convertirme en mejor persona y mejor romana; pero con todo debiste haber medido un poco tus palabras, saber que el corazón tierno, inocente y frágil de una muchacha no es el mismo que el de una matrona experimentada. Más, aunque antes te he acusado de ser la principal instigadora de esta desgracia, de mi condena y de la tragedia de nuestra casa, no estaría siendo justa ni sincera si ahora no reconociera que tú plantaste la semilla pero otros la regaron por ti en abundancia... Quizás la locura de la sed y del hambre me esté dando mayor claridad de ideas que en toda mi existencia... Hablo de Germánico, mi segundo padre, mi querido hermano, ¡cómo se esforzaba por ganarse mi perdón, por reconstruir como fuera nuestra ya destrozada relación! Era conmovedor. No es que se arrepintiera de su decisión, de entregarme a Druso sin mi consentimiento como si fuera de su exclusiva posesión, más era consciente de mi infelicidad y estaba ansioso por compensarme, por ofrecerme un hombro en el que llorar, por ayudarme; cegado por la elaborada ficción que habíamos creado Druso y yo, de indiferente respeto, frío afecto y una limitada admiración, tu hijo creía firmemente que nuestra desdicha solo era fruto de nuestra falta de entendimiento, de nuestro mutuo desconocimiento, que solo necesitábamos palabras y tiempo para llegar a querernos.
Un día, cansada de sus recomendaciones y consejos, que ni yo había pedido ni quería, dejé de lado todo necesario fingimiento y le hablé a Germánico largo y tendido de las tabernas y de las fulanas, de esa esclava siria que se encontraba entre sus muchas favoritas, y le reconocí que no me importaba, que, en realidad, lo prefería, porque así no tenía que soportarle en mi cama y en mi vida; es más, que ni siquiera nos unía nuestra hija, a la que visitábamos por separado, y que, ahora que nuestro tío Tiberio había partido con las legiones a la lejana Panonia, hacía semanas que no le veía la cara a pesar de residir conmigo en la misma casa y que estaba contenta de que así fuera, porque su sola presencia me asqueaba. Germánico, lo sé bien, se sintió horrorizado ante aquella grotesca imagen que yo dibujara, tan contraria a los viejos valores del matrimonio que tú le inculcaras y él practicara, y poco después, juzgando a Druso único culpable de aquella aberración por apreciar más a las fulanas que a su propia hermana, tuvo con mi marido mucho más que unas simples palabras. Desde ese día -de verdad que no me lo explico-, a pesar de cuanto me hiciera, a pesar de ser rivales por el Imperio, a pesar de que aún siendo nuestro primo era también un gran desconocido, los dos se volvieron grandes amigos y bajo la siempre bondadosa influencia de Germánico, Druso comenzó a ejercitarse en la milicia y a interesarse por la política, dejó a sus fulanas -aunque nunca pudo prescindir del vino en demasía- y empezó a mostrar mayor preocupación por mi persona de la esperada. Quizás el padre de mi hija solo había necesitado desde el principio un guía que le mostrara el mejor camino ante el largo exilio de su padre y su permanente apatía por todas las cosas de la vida, un amigo que se molestara en darle buenos consejos. Yo estaba agradecida por el cambio que hacia nuestra convivencia más llevadera, que me permitía albergar cierto orgullo por quién me avergoncé de ser compañera, más no me dejé cegar por el engaño: podía pulir a Druso cuanto quisiera pero jamás cambiaría su naturaleza ni yo olvidaría el daño. Mi hermano esperó sin duda que su esfuerzo y sus desvelos le ganarían mi perdón, pero solo se topó de nuevo con mi constante y férreo rechazo, porque yo, simplemente, no podía perdonarlo. Hacerlo hubiera sido reconocer que la causa de mi rencor no era tan solo mi matrimonio o el compromiso de mi pequeña, sino también la envidia que todo envenena. Germánico había tomado a Agripina como compañera tratándola únicamente con la hiriente cortesía del amigo y el frío respeto debido a la esposa, pero no había tardado mucho tiempo en desarrollar por ella una pasión que aún hoy no comprendo; bastaba verlos para entender que su amor era auténtico y yo no soportaba hacerlo, ver en ellos cuánto perdí con la muerte de Cayo, lo que nunca podría tener con Druso, lo que no me permitirían nunca alcanzar con Póstumo. Tan solo deseaba destruir aquella felicidad que me golpeaba y desgarraba para que dejara de atormentarme ya con recuerdos y deseos insatisfechos.
Sé que mis sentimientos por Germánico no eran normales y no eran buenos, que debía alegrarme en vez de enfurecerme porque hubiera encontrado la felicidad en su matrimonio. Te juro que intenté luchar contra ellos, más nada más imposible que vencerlos. Mientras yo buscaba fragmentos de amor en cuartos malolientes, siempre escondiéndome, siempre temiendo, Agripina se quedaba embarazada de nuevo. No ayudó que tú alabaras su fecundidad, que me recordaras que el deber de toda esposa de toda esposa es proporcionar un heredero y me censuraras por no engendrar un nuevo hijo de mi marido. Todo empeoró cuando mi cuñada dio a luz a su segundo varón, otro Druso -inesperado homenaje a una amistad dudosa y reciente y a un padre ausente-, mientras que yo solo había proporcionado una niña a la casa de Tiberio. Hasta Julila, que a ojos vista despreciaba a su marido casi tanto como yo al mío, había parido un niño que continuara su linaje y transmitiera su nombre. Mi primo no tardó en hablarme de ello; en virtud de algún oculto acuerdo con mi hermano Germánico no intentó forzarme de nuevo, pero era como yo consciente de que nuestro matrimonio no había cumplido su principal objetivo. No pude negarme y tuve que entregarme, aunque solo fuera por acallarte, pero en secreto consumí toda clase de abortivos -si, es cierto, conocía los riesgos, sé que tapé una falta con un grave delito, más estaba decidido a solo darle a Póstumo hijos-. Ante los requerimientos de mi marido, ante la imposibilidad de impedir los viera cada noche cumplidos, mi amante y yo nos centramos más intensamente en nuestros indefinidos planes de acceder al Imperio, más yo había perdido en parte la ilusión por ellos. Aún casada legalmente con el nieto de Augusto y firme sucesora de mi abuela Livia, yo no sería para el pueblo más que la mujer que se había deshonrado aceptando tres maridos, una criatura lejana y casi desconocida que solo gozaba de la admiración del recuerdo de su padre caído, incapaz de competir con la arrolladora pasión que sentían por Agripina, viva imagen para ellos de las más ancestrales costumbres. ¿Cuántas cosas más iba esa arpía a robarme? Juré otra vez que la destruiría.
* Fotografías: "Descanso" y fragmentos de "El beso" y de "El árbol de la vida", de Gustav Klimt
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