viernes, 23 de agosto de 2013

Yo, Claudia Livila (XXIV)

Todo cambió con el exilio de Póstumo Agripa. Tú no te diste cuenta de ello porque jamás abandonaste el encierro que tras la muerte de mi padre te impusieras. Tú, ciudadana de Roma, miembro de tan poderosa familia, de tan gloriosa dinastía, deberías avergonzarte todos y cada uno de tus días, ¡nunca enorgullecerte!, de haberte entregado al recuerdo y a una pena infinita malgastando años y décadas que no volverían, de no haber disfrutado de la libertad y los placeres de la vida mientras personas mejores que tú, Póstumo y mi tía, se pudrían en una isla añorando lo que tú tenías y no querías, lo que por tanto no merecías. Madre, ¿crees que no te comprendo? ¿qué ciegamente, como tú conmigo, yo te condeno? No estás en lo cierto. Por dos veces consecutivas, antes de poder alcanzar la veintena, mi corazón quedó irreconocible y hecho pedazos; yo también sentí la tentación, dulce y amarga, de dejarme vencer, de permanecer quieta, de permitir que el mundo sin mí siguiera, pues tal era mi pena que me ataba los pies, la razón y la lengua. ¡Divina Hécate, tú eres testigo! ¡Cuántas veces, atrapada en mi lecho vacío y frío, acosada por las sombras que en la noche se arrastran desde mi memoria, no me tentó la locura con su bálsamo de olvido! Sin embargo siempre he sido demasiado orgullosa y testaruda como para dejarme vencer o reconocer simplemente una derrota. También lo era Augusto, más de diferente y peor forma: para mí la injusta y punzante pérdida azuzó en mi pecho el deseo de revancha y de venganza; en el suyo se despertó el miedo. ¡Malditos últimos años de ese viejo! Muchos, a lo largo del tiempo, habían deseado acabar con su vida, senadores ambiciosos o idealistas que soñaban inútilmente con restaurar la República y cuyos nombres yo al menos he perdido; a todos hizo frente el César y a todos hubo condenado y vencido; pero nunca pudo reponerse de que su hija y su último nieto vivo conspiraran también contra su gobierno y su vida. 
Tornó receloso, asustado, desconfiado. Hizo aumentar y redoblar la guardia, distribuyó espías, sobornó esclavos, restringió nuestras idas y venidas, nos obligó a ir siempre acompañados, nos reunió a todos en el Palatino no como invitados si no para tenernos aún mejor vigilados y fomentó entre nosotros las sospechas y los odios para motivarnos a mutuamente delatarnos; cada palabra que salía inocente de nuestra boca buscaba corroborarla de cualquier forma, meditaba sobre ella buscando dobles sentidos hasta deformarla convirtiéndola en otra cosa, y en las cenas familiares, que en otro tiempo celebraban la gloria de nuestra común dinastía, el César escudriñaba con sus pequeños ojos casi ciegos nuestras bocas y nuestros rostros buscando cualquier gesto delatador, cualquier palabra sospechosa, porque hasta las sonrisas podían enmascarar atroces crímenes. En su mente todos éramos culpables de algún delito que, aún siendo ridículo e insignificante, merecía una grave condena. En mi caso, aunque agradecido de mi denuncia que le había salvado la existencia, nunca fue capaz al mismo de perdonarme que la hiciera. Necesitado de responsables de las desgracias de su familia sobre las que descargar el desprecio que por si mismo sentía e incapaz de reconocer su propia culpa cuando tan experto era en hallar las ajenas, Augusto optó por obviar desde el primer momento que fue él quién impuso cadenas a su nieto y a su hija y para el eterno descanso de su propia conciencia me erigió a mí como única causante de su última pérdida. Por eso obligó a Germánico y a una nueva embarazada Agripina a trasladarse a las estancias de Tiberio, convertido ya por voluntad de Livia en único heredero de tan vasto imperio. 
Oh, si, incluso en tales momentos Agripina gozaba de la confianza y la estima de su abuelo; hubiera podido resultarme amenazador o molesto si no fuera porque Augusto era el pasado y el futuro se encontraba ya en Tiberio. Ella también lo comprendía, se esforzó mucho por ganarse un huevo en el corazón de quién era al mismo tiempo su padrastro, su tío y su suegro. No tuvo mucho éxito y para mí fue muy divertido verlo. Esa estúpida tenía la necesidad constante de consultarle cada paso antes de darlo y anunciarle después que lo había hecho, ya fuera para demostrarle que apreciaba su consejo, porque buscara su aprobación o bien ansiara cosechar reconocimientos, quizás estuviera acostumbrada a actuar así con su abuelo, pero no era de tal forma como le gustaba que se hicieran las cosas a Tiberio, y más que agradarle no paraba de molestarle. Mi tío regía su casa como si se tratara de un campamento y esperaba de su familia la misma obediencia y eficiencia del centurión y del legionario; parco en palabra y desentrenado en halagos, era experto únicamente en encontrar fallos y trasmitidas las órdenes de mando esperaba se cumplieran a la letra y lo más rápido; no soportaba dudas, no aceptaba sugerencias, discusiones o contradicciones, y aborrecía los imprevistos y las sorpresas. Prefería la calma tranquila de la constante rutina y ser únicamente molestado en caso de grave urgencia: no quería conocer los procesos, sino ver únicamente los resultados. Tras dos años de convivir con él yo ya no necesitaba ni una sola palabra suya para saber qué quería, cómo lo quería y cuándo lo quería: sabía que los esclavos debían limpiar cuando se encontraba fuera de la casa y después apartarse de su vista, que no debían hablar ni hacer el más mínimo ruido de noche y de día, sabía que comida prefería, que vino apreciaba y dónde le gustaba se guardara cada cosa. Manías de soldado que aprendí en los primeros días. No eran las únicas: su parquedad en palabras que ya mencionara se extendía más allá de las órdenes y abarcaba también las conversaciones, despreciando toda expresión de sentimientos y pensamientos, si no que en cambio prefería reveladores gestos que dejaran claras sus intenciones. Cansado de la actitud insistente de Agripina escogió una cena con todos los demás miembros de la dinastía para dejarla claro su posición dentro de la familia. En contra de su costumbre habitual de permitir que sus dos hijos, el natural y el adoptado, se tendieran con él en el segundo diván de honor, desterró aquella noche a Germánico a otra posición menor y me llamó a su lado. No le bastó aquella muestra de preferencia, sino que añadió además la entrega a mi persona de las llaves de la casa y la despensa y la declaración de que me daría también cierta cantidad de dinero cada semana para las compras necesarias, algo que ya hiciera desde que me casara pero que quiso mostrar ahora como muestra de reconocimiento por mi labor, confianza en mi gestión, gratitud silenciosa por destapar la conspiración y relegación de Agripina a mi favor. ¡Tiene gracia cuando fui yo quién casi le mató! Aquello colmó de nuevo mi ambición y quise reír al ver en los ojos de mi rival la desesperación, quizás por eso cometió tan grave error. Alzando la copa repleta de vino propuso una libación a los dioses por agradecer haber librado a su abuelo Augusto de la última conspiración; era un gesto que nadie podía agradecerle, ni si quiera el propio César que pretendía olvidar el accidente. Tras el largo silencio incómodo me incliné sobre Tiberio, cuyo favor tan descaradamente había intentado ganarse, y le pregunté qué era para él primero: la familia o el Imperio. Respondió sin titubeos que por encima de todo siempre estaría Roma. En ese caso, añadí yo, Agripina era digna de admiración, pero para mí no merecía ninguna confianza quién tan públicamente era capaz de condenar y renegar de su propio hermano. Tiberio me observó largo tiempo, sumido en la meditación.... Así es, madre, fui yo. Tu sembraste en mi pecho la semilla del odio por Agripina, y en el pecho de mi suegro la implanté yo. 

Fotografía 1: Posible retrato de Catón el Censor con el que pretendo reflejar la vejez de los últimos años de Augusto frente a las estatuas que le representan eternamente joven
Fotografía 2: "Entre la esperanza y el miedo", de Lawrence Alma-Tadema
Fotografía 3: Retrato de Tiberio en el Museo del Louvre












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