En agosto del año del consulado de mi hermano Germánico, el vientre de Agripina dio fruto de nuevo y dio a luz otro varón, un nuevo heredero. Le impondría el nombre de Cayo en memoria de su primer hermano, deshonrando así, con tan inocente gesto, la inmaculada memoria por siempre gloriosa de mi primer amor auténtico al permitir portar su recuerdo al mayor de los monstruos que, con desprecio, la eterna ingrata Roma, ramera cuyo favor inconstante tan fácilmente se compra, nos escupió con sangre a la cara desde las corrompidas entrañas del Averno, donde la oscuridad, los anhelos insatisfechos, los recuerdos que no perecieron en el río Leto y los muertos, que visten lamentos sobre amarillos huesos, producen pesadillas y crueles engendros... No refunfuñes, madre; bajo la rendija de la puerta observo tu indignado pie inquieto. ¿Por qué vierto tan duras palabras sobre un nieto que tú crees perfecto solo porque una vez lo aceptaste bajo tu techo? Como siempre equivocada...ves únicamente lo que quieres ver, lo que otros te quieren mostrar, interpretas mal lo que te enseñaron a no entender como un bien y confundes con bondad lo que nos destruirá, incapaz de ver más allá de falsa realidad...¿Cómo puedo saber lo que tú, mayor y más sabia, ignoras? Porque no fue el dios Vulcano quién creó para Tiberio a Cayo como castigo enviado por Júpiter Óptimo Máximo, como una vez ya hiciera para los primeros hombres con la curiosa Pandora, si no que fuimos yo y su madre quienes durante años le dimos su forma. Agripina, enloquecida y cegada en su inútil afán de venganza, sumergida por completo y casi sin aliento en el sucio fango de una guerra en la que, como animal enjaulado, se revolvía sin armas para su defensa contra cazadores experimentados a los que ni por un instante convirtió en sus presas, descuidó su educación por falta de interés y tiempo, que dedicaría por entero a batallas sin premio, y a la vez le mimó en desmedido exceso, buscando con ello compensarle de tanta pérdida, de tantísima soledad, de la ausencia, de las carencias. Le concedió -¡pobre estúpida!- una libertad inmensa que no merecía, demasiado pronto para apreciarla, comprenderla y temerla, y ella, en lugar de ennoblecerle le envilecería, al carecer de limites y trabajas, reales o por la moral imaginadas, para el cumplimiento de todos sus deseos, ya fueran nimios, retorcidos o absurdos. Más, como dije, yo también creé a ese nuevo Cayo: con mano insensible y cruel le arrebaté todo cuanto pudo haber amado, cualquier cosa que pudo haberle importado, le privé de todos aquellos que pudieron haberle protegido y enderezado, le arrojé, en fin, solo e indefenso a un mundo hostil lleno de temores, peligros, desesperación, afilada ambición y fácil muerte, obligándole a luchar permanentemente por su supervivencia como si fuera un condenado a la arena con una simple espada de madera, y no contenta, envenené su joven mente con sospechas, perpetuos miedos y enraizadas rabias. Cuando hube acabado con él no sabía distinguir el mal del bien, no sabía qué creer, a quién querer, ni quién ser. Él era mi engendro del río Leto. Ser consciente de ello paró mi mano un instante antes de darle el golpe de gracia, y mi vida, jalonada de acciones perversas que me llevaron a la gloria, se vio así truncada por un único acto de misericordia que conducirá al olvido y la deshonra a todo por cuanto luchara, todo cuanto me importara. Retorcida ironía, como todo en mi vida.
Tardaríamos aún 19 años en llegar a ese tiempo; de momento solo era un bebé de rizos perfectos al que mi hija trataba como un juguete nuevo y yo, aunque feliz por el nuevo nacimiento, los observaba reír con el corazón encogido en el pecho. No habría para mi pequeña muchos más instantes de juegos. Su infancia se consumía como voraz hoguera, de arrebatadora belleza e increíble fuerza, pero también con la desesperación de la irrepetible y lo efímero. En un único lustro habría alcanzado ya la edadcon la que a mí me arrancaron de mi familia y de mi casa y me entregaron a mi primer marido. No estaba preparada para perderla, no me sentía capaz aún de renunciar a ella cuando todavía la hacía trenzas y le regalaba muñecas; su luz era mi guía en las yermas praderas de mi vida, la razón de los amaneceres cuajados de promesas, la causas de los anocheceres que hacía más soportable las noches vacías y aún así repletas de recuerdos y pesadillas. Quizás no me perdonaría no haberla entregado más compañía que la mía. Al contrario de lo que las malas lenguas cuentan , que relegé la maternidad a favor de mi belleza, hubiera querido darla más hermanos para que no hubiera de batallar sola cuando su padre y yo ya no estuviéramos, pero la idea de que Druso, pese a ser mi marido, otra vez me tocara, intensamente me horrorizaba, aunque desde hacía tiempo mi vientre chillara agudas notas de amargo vacío y eco. No, ella sería mi única huella subre la tierra. Me pregunté si estaba siendo egoísta: en lugar de oponerme desde un principio a su unión con Nerón debí quizás haber propiciado un acercamiento, no pensando en mi rechazo, en mi propia experiencia, en mi dolor, en mi desprecio, si no en hacer feliz a mi hija o intentar al menos hacerle más llevadores sus futuros días de prisión, de sumisión y de encierro, endulzándolos con ensoñaciones vagas y espejismos de intensos y profundos sentimientos -solo se es feliz en el desconocimiento y la ignorancia-. Sin embargo, según crecía, y a pesar de que mi sobrino experimentaba por ella cierto infantil enamoramiento, exigente, posesivo y, en cierta manera, obsesivo, los pensamientos de mi pequeña estaban muy lejos de su primo. Me repetí a mi misma, como una vez la prometiera junto a su cuna, que todavía había tiempo de destrozar todo aquello, evitar su sacrificio que solo satisfacía a los intereses del Estado y la familia -para aquello ya había ardido yo en el sagrado fuego como un simple buey tras ser degollado y leído los auspicios-... pero para ello habría de perecer la casa de Germánico, hacer caer en desgracia a su mujer e hijos, a él mismo, para que la unión con ellos no resultara atractiva a Tiberio, el heredero, que sin duda no tardaría en hacerse cargo del Imperio. A la ambición que me insuflaba aliento para como un susurro adormecer mi conciencia y como huracán portales la ruina, se sumó ahora, con renovada fuerza, el afán desmedido de preservación y supervivencia: no hay nada que una mujer no esté dispuesta a hacer por el fruto de sus entrañas-excepto tú, que me condenas en vez de salvarme, madre desnaturalizada-. Pero para lograr habría de caer la única protección de que disponían, y por los cuidados que le prodigaba, hasta Agripina parecía darse cuenta que sus buenos tiempos finalizaban.
Augusto se consumía a ojos vista y las aves carroñeras, en vez de dibujar círculos sobre su cabeza, ataviadas con blancas togas a todas partes le seguían, relamiéndose en la espera. Cada nuevo achaque era motivo de privada alegría y pública tristeza, y los altares de la ciudad de Roma, cuajados de miles de ofrendas, recibieron contradictorios ruegos, atónitos. A sus antiguos males sumó algunos nuevos: ya apenas andar podía, incrementándose la inflamación de sus piernas, y comenzó a desorientarse con facilidad o demasiado a menudo perdía el frágil hilo de sus pensamientos inconexos. Si no se rendía ante la enfermedad y la demencia, entregándose a un merecido, ansiado, descanso eterno, era porque le daba fuerzas su loco empeño, el firme convencimiento de que aún tenía inconcluso la hazaña más importante de su vida. Ahora que por fin había dado a luz Agripina podía acabar la espera y la tregua y dar forma a la idea que por completo ocupaba su débil, calva y enferma cabeza... ¡Ay, demasiado tarde para alcanzar el éxito! Nubes de sospechas habían robado al sol al Palatino mientras el vientre de Agripina sin césar crecía, como malos augurios de tiempos nuevos, y apenas hubo anunciado su marcha a la isla de Córcega con insulsos pretezos, la mente inquieta de mi abuela Livia trazó un veloz mapa y estableció con precisión la distancia con la isla de Planasia. Fue divertido y angustiante ver aquel duelo de genialidades y gigantes, la fiel esposa en el acto primero, que se ofrecía a cuidarle en las mil molestias de tan azaroso viaje y el esposo, antes de intervenir el coro, que con una sonrisa declinaba la oferta no queriendo exponerla a los peligros de la mar abierta. Medio día después de que el César hubiera abandonado las puertas de Roma, Livia inició enérgica su tarea de destruir lo que él aún no construyera. Me invitó a contemplar su obra: todavía me instruía para sucederla y obedecerla, si bien una parte de mí temía que abrigara también para mí sospechas. Quizás entre sus objetivos se contaba reafirmar su primacía en mis lealtades encubiertas. La vestal, sin duda, no estaba advertida, ni preparada, ni alerta: fue un sensual baile de halagos, sugerencias, palabras y promesas. Como siempre, mi abuela logró lo que ansiaba, en este caso libre acceso al nuevo testamento del César que las adoradoras de Vesta custodiaban. En él, todo cuanto temiera: Augusto revocaba la adopción de mi tío Tiberio y nombraba a Póstumo Agripa único heredero de toda su fortuna, sus bienes y el Imperio
*Fotografías: "Paraíso terrenal" y "Amorosa bienvenida", de Alma-Tadema
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