viernes, 22 de noviembre de 2013

Yo, Claudia Livila (XXXV)

Todo cuanto sucedería en la isla de Planasia, por siempre maldita, no lo sabría en su día, si no más de una década más tarde por mi abuela Livia, quién, viéndose en el final de su vida, sintió la acuciante necesidad de compartir conmigo sus secretos a fin de que alguien pudiera reconocerla sus servicios y sacrificios por el bien del Imperio. Durante estos restantes años sumergí aquellos hechos en la niebla confusa, vacía y espesa, del misterio, no queriendo enfrentarme a ellos ni sufrir por ellos a manos de preguntas sin respuestas, y "quizás" nacidos de quimeras, mil tormentos sin un remedio, y con suma convicción fingí grave y completo desconocimiento. Ahora, que muy pronto yo habré muerto, quiero contártelo a ti aunque no quieras saberlo. No porque me importe transmitir un recuerdo -hay muchas memorias que habrían de perecer en las entrañas del subterráneo río Leto-, si no por cuánto amabas y admirabas a Augusto, tu tío materno, mucho más que a tu propio padre, el insigne derrotado Antonio; por ello, por todos cuantos se fueron, es mi deseo que conozcas toda la oculta verdad sobre el final de su prolongado reino y sobrevivas para acoger dudas nocturnas en el frío lecho. Haz llamar a Claudio para que escuche esto; sin duda lo encontrará interesante ya que escribe sobre los muertos. Empiezo. Con el sol en el mediodía y nubes de tormenta zarpando de Italia, ordenó nuestro César parar la nave en alta mar: casi nadie a bordo sabía a qué lugar el amo del mundo pretendía marchar, y el viento y la sal trajeron susurros de miedo y curiosidad. Él afirmó, con sonrisa amplia y abierta, que solo deseaba pescar. Descendieron a las olas inquietas una barca de remos, humilde y algo frágil, con una pareja de germanos como toda escolta; a parte de ellos le acompañó Fabio Máximo, amigo leal que, al morir Agripa, en su más cercano confidente se convirtiera y en las sombras permaneciera, únicamente a la perpetua espera de ser llamado por el César, al retirarse de los actos de la vida pública tras la victoria cántabra. Después de una breve lucha con las aguas desembarcaron al fin en Planasia, en una playa algo apartada en la que las rocas, la arena y las algas con confusión se mezclan con los restos de los navíos que la mar engulle, los peces muertos que Neptuno bajo el sol entierra y otros desperdicios que la mar deja. No hubieron de andar mcuho antes de llegar a la infecta casucha mal edificada, muy fuertemente vigilada, que con la mala madera que aquella isla escupe sus captores levantaran. En ella encontraron a Póstumo en una única, reducida, estancia, con suelo de tierra, una silla coja, una mesa astillada, un jergón de paja y una única diminuta ventana. Comía queso duro a mordiscos, pues no le proporcionaban cuchillos por temor a que atacara o se suicidara. En su exilio, sucios, enmarañados, grasientos, su barba y su cabello habían crecido; privado de comida, de descanso y de sueño, había enflaquecido, revelando los huesos contra una piel curtida como el sucio cuero, quemada por el sol y agrietada por la sal, cubierta tan solo por los harapos desgarrados y manchados de lo que una vez fue la elegante túnica con la que le detuvieron. Sus sandalias hacía tiempo que se habían perdido y esas largas uñas negras se hundían como los encallecidos dedos en la húmeda tierra, mientras en brazos, manos y pechos mostraba las heridas mal cicatrizadas y las cicatrices abultadas de su continua y feroz resistencia.
Augusto se sintió espantado por la visión de aquellos ojos saltones en el demacrado rostro lanzando llamaradas de altivo fuego tras la maraña informe de pelo y por tiempo, pálido e incrédulo, guardó horrorizado silencio. Creyó Póstumo, al ver llegar al que había sido al mismo tiempo su padre adoptivo y su abuelo, que le había llegado la hora del descanso eterno, pero en lugar de sentir miedo o suplicar clemencia o defender de nuevo su inocencia, se atrevió a recriminarle sus malos hechos. En vez de ordenarle callar o plantear defensa, el César, abrumado por la espantosa visión y el peso asfixiante de la culpa, rompió a llorar desconsolado, con el avergonzado rostro tapado por las temblorosas manos y dejó que su nieto vertiera sobre él todo su justo veneno. ¿Por qué estaba allí? ¿Para regodearse comprobando la cruel materialización de su buen juicio? ¿Acaso Livia sola ya no se bastaba para destruir a la familia que Augusto se esforzaba tantísimo para seguirla? Como ofrendas de soledad, locura y hambre para aquella mujer siempre ávida y vengativa había salpicado las islas de la península itálica con los despojos aún palpitantes de quienes una vez fueron sus nietos y su hija, culpables tan solo de imaginaciones vanas de una mente adormecida, dominada y engañada, y de haber pronunciado justas palabras para la férrea defensa de una legítima herencia, provocando así la ira de la terrible madre de la casa de los Césares. Una vez, dijo, en la teatral fachada de su poder y de su gloria, le admiró, deslumbrado, y ansió con fervor que de él se enorgulleciera, como un nuevo Lucio, otro Cayo, pero ahora que conocía la verdad, la falsedad de todo cuanto creyera y su debilidad, solo sentía por él pena, decepción y asco, y no abrigaba deseos más allá de que saliera y no volviera, abandonándole por siempre a merced de las olas y sus pensamientos, pues de su corazón corrompido y negro es bien sabido que no puede esperarse compasión, ni comprensión ni clemencia. Resignado y al fin vacío de funestos sentimientos, calló Póstumo, inquieto. Gruesas lágrimas se le escapaban a Augusto entre los dedos. Respondió que no perdería el tiempo negando que todo aquello era cierto. ¿Quién había logrado la hazaña de que se diera cuenta de ello? La vejez le había dado mayor claridad de ideas de la que poseyera en la plenitud de sus fuerzas, y Livila, dijo, ¡Livila!, al retractarse de su confesión había despejado sus sospechas... Ése es, madre, el único consuelo que me queda; al menos él supo que, aunque débil y rastrera ¡y cobarde! ¡indigna ramera! le vendí en su momento por una simple promesa, hice después todo lo posible por salvarle del destierro.... Más no le es suficiente: de todos cuantos esperan en esta sala con impaciencia la llegada de mi último momento, Póstumo no ha venido a verlo. Sé que no me perdona y sé que su odio me lo merezco...
Incluso aquella vez, con mi nombre y mi arrepentimiento colgando de los labios de Augusto, su abuelo, Póstumo no turbó su rostro ni brillaron como antaño, delatadores, sus ojos. "¿Entonces por qué estás aquí?", decía, "¿ha finalizado mi destierro?" "¿Regreso?". No. ¡No! ¡Oh, dioses, ¿cómo una sola palabra puede encerrar tanto sufrimiento?! ¿Hasta dónde puede llegar la equivocación de un solo hombre? El César argumentó que era el Senado quién había decretado su exilio y competía al Senado ordenar su regreso. Pero él lograría este hecho: conocía a quién halagar, a quién amenazar, quién le debía su puesto, a quién podía comprar. Estaba allí para decirle que tuviera paciencia y se confiara al tiempo, pues él por fin haría lo correcto. De momento, había de saber que en su testamento le había ya nombrado heredero y que estaba igualmente dispuesto a legarle también el Imperio. Póstumo, desengañado y cansado, no mostró ninguna emoción ni expresó agradecimiento: las promesas han de escribirse en el agua, se han de marchar con el viento, y más las de un viejo a quién se le agota el tiempo. Más en su defensa he de decir que, a su retorno, se puso intensamente a ello. Una firme determinación daba aliento a sus exiguas fuerzas... Debió haberse entregado al disimulo, al engaño y la apariencia: su rostro radiante delataba más que las propias palabras. Tanta reunión con senadores, tanto borrador de nueva legislación, puso a Livia en máxima alerta, ¿más se atrevería a atacar al esposo con el que más de cuatro décadas compartiera como con otros hiciera? Vi el vacilar en sus ojos. Augusto también lo vio y se aprovechó. Como regalo envenenado -como todos los que él en su vida ofreciera- alejó a los herederos potenciales al Imperio, mandando a Germánico a las fronteras del Rin y a Druso le distingió ¡por fin! entregándole el gobierno de Panonia. Él estaba exultante y yo debí sentirme honrada, sino fuera porque sabía lo que de verdad significaba. Al menos comenzaba su gloria y habrían todavia de venir días de mayor fama. Como una vez defendiera y al contrario que Agripina, que libre del impedimento de Tiberio se apresuraba a arrastrar a sus hijos a las fronteras del reino para malvivir en campamentos, yo decidí quedarme en Roma con mi pequeña. No solo porque la marcha de mi marido suponía un profundo respiro en el continuo esfuerzo de dotar a nuestra unión de un sentido, si no también porque se avecinaba el cambio y quería estar ahí para contemplarlo. Esperé angustida a que Augusto pronunciara a su regreso mi destino, pero dejó mi traición sin castigo: podía pensar que era para no delatarnos ante mi abuela, pero una parte de mí pensaba que reservaba esa decisión a su exiliado sucesor. ¿Qué me esperaba? ¿Qué le deparaba por su parte a Tiberio? Al contrario que el resto de herederos no le había enviado a un remoto rincón del Imperio, al igual que a mí le acusaba de crímenes de los que poseía la inocencia y dramas que él mismo desencadenó por su incompetencia, en este caso la desordenada vida de mi tía Julia, que Augusto juzgaba consecuencia de su abandono al partir su marido al exilio griego. Supongo que el César deseaba que su hijastro viera el fin de sus sueños muy de cerca.


*Fotografía 1: Estatua romana que emergió del mar en una playa de Judea http://noticias.lainformacion.com/arte-cultura-y-espectaculos/arqueologia/una-estatua-romana-emerge-del-mar-gracias-a-las-lluvias
*Fotografía 2: Poseidón, imagen de Internet
*Fotografía 3: Vista de la isla de Pianosa, antigua Planasia, lugar de exilio de Póstumo Agripa







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