Los únicos secretos que nunca se revelan son los que jamás se cuentan. Las personas en quienes más confías, aquellos que juran que por ti darían la vida, los que dicen ser tus amigos o con locura amarte, y los que portan tu misma sangre... todos van a traicionarte, de nadie puedes fiarte. Augusto debió de preverlo, pues nadie como el César para saberlo: al fin y al cabo era el mejor de los ejemplos. Quizás tú también, madre, lo sepas. No hay nada que un esposo no comparta en el lecho o en torno a la mesa con una esposa amada, y, si por el contrario, por el motivo que sea, calla, ella guarda mil trucos para soltarle el habla. Muy impresionado quedó Fabio Máximo de su viaje a la isla de Planasia, y la visión de la terrible sombra en que se convirtiera quién antes fuera Póstumo Agripa en Roma le atormentaba sobremanera, engendrando en su mente angustiada visiones imprecisas y espantosas de las maldades del reino que se avecinaba, pues para él pesaban más las duras palabras que el desterrado dirigiera al César o los enloquecidos ojos enfermos de una enfurecida criatura privada de comida y supo, que el corazón bondadoso, noble y tierno que solo yo conociera para su desgracia. Temeroso de un mañana incierto en manos de quién él solo juzgaba como futuro tirano, no podía Fabio Máximo conciliar el sueño, pero tampoco le era posible aligerar el asfixiante peso de sus temores inciertos compartiendo la carga con su esposa Marcia, ya que a Augusto le había jurado de forma solemne guardar perpetuo silencio, hasta que llegara el momento, glorioso, esperado, de mostrar al mundo su nuevo heredero. La noble Marcia, que había vivido junto a él más años de los que muchas esposas soportan al lado a sus marido, le bastó un solo día, a su regreso, para comprender que algo la estaba ocultando. Ya fuera curiosidad o preocupación sincera, pues intuía además que el asunto afectaba también al César, que no debemos olvidar era su hermanastro -pues Marcia era hija del segundo marido de Atia Cesonia, madre de nuestro primer César-, supo combinar con maestría palabras dulces, promesas, ruegos y mil caricias hasta soltarle a Fabio la lengua...Así se fraguó con amarga ironía, sencillamente, el final de quién una vez fuera el más grande de los romanos, como padeció la traicción más grande por un mero, pequeño, casi ridículo, diminuto gesto de amor y curiosidad, nacido del amigo más leal y de la mujer que, siendo niña, Augusto amara como a su propia hermana, con la que millares de juegos en la casa familiar compartiera, junto a la que creciera. De la misma forma en que Fabio Máximo se lo susurrara a su Marcia, ella, creyendo que Livia, como en ocasiones anteriores, estaba al tanto de los asuntos de su marido e incapaz de medir ¡estúpida! las implicaciones de la información que atesoraba, no pudo resistirse a comentar con ella lo sucedido en Planasia, confirmando de tal forma a mi terrible abuela el viaje que antes únicamente sospechara e intuyera. Es ahí donde se inician las habladurías y la maledicencia. Dice el populacho que la primera medida de Livia fue terminar con su vida; eso no es del todo cierto. Ella sabía bien que Fabio no podía seguir mucho tiempo viviendo, al ser el único testigo de Augusto de su última voluntad, pero también era consciente de que asesinarle hubiera revelado al César lo que pretendía y lo que sabía e impulsado las acciones con las que él pretendía conducirla a ella y a nuestra familia a la ruina. Sí, Fabio murió, pero no por Livia. A veces el azar se torna para algunos increíble suerte. Los años pesaban sobre los hombros del anciano militar y político y el penoso viaje por mar a Córcega no hizo si no empeorar sus achaques con un enfriamiento, que se acrecentó por la repentina llegada del curdo invierno. Falleció por tanto consumido por la enfermedad como el propio Augusto pudo contemplar, mientras sujetaba su mano sentado a su lado en el lecho de la larga agonía y su muerte calló, y no alertó, de lo que Livia sabía. Solamente Marcia hubiera podido informarle, pero nunca fue consciente del error cometido. En el funeral de su marido vertió amargas lágrimas sobre el hombro de su cuñada y mostró una desesperación más alla´de toda medida, pero no se la oyó, como dijera el populacho experto en inventar historietas, inculparse de la muerte del ser querido.
La muerte de Fabio sirvió y no solo a Livia. Hizo a Augusto terriblemente consciente de su propia mortalidad, de la urgente necesidad de alcanzar la salvación de su familia. No estaba siendo tan fácil como en un principio él creía. Los senadores, uno tras otros, indiferentes a promesas de bienes futuros o deudas de bienes pasados, se negaban a cancelar el decreto que mantenía a Póstumo confiando en su isla. El César tuvo que plantearse nuevas alternativas, más ¿lo haría? Él, que durante décadas había sustentado su poder monárquico sobre la dulce apariencia de la restauración de la República y el respeto a las tradiciones arcaicas, fingiendo acatar las decisiones del Senado sin nunca mostrar que guiaba su voluntad con suave, imperceptible mano, ¿se atrevería a dar un paso más en la consolidación de su poder real? ¿Impondría su parecer a la fuerza obviando a patricios y asambleas? ¿Se arriesgaría tras una vida idolatrado a ser recordado en sus últimos años como un tirano? Sospechaba que Póstumo para él no valía tanto. No renunció a la vía legal. Lo siguió intentando, más Fabio le había hecho consciente de que su tiempo se estaba acabando. Cada vez estaba más enfermo, un resfriado aumentó sus dificultades respiratorias, y el Senado, consciente, de ellos, disfrutaba tras años de sometimiento de su debilidad, tomándose retorcida venganza, oscura revancha, negándole lo que tantísimo en sus últimos años ansiaba. Más no solo eso: no era solo Fabio quién recelaba del nuevo posible heredero. Cierto que Tiberio no gozaba del cariño, la admiración y el respeto de los senadores curtidos, pero era un político experto y un militar consumado: en sus manos estaría seguro el timón del Estado. ¿Y Póstumo? Terribles historias se habían contado sobre él en los últimos años. Es difícil extirpar del corazón una arraigada creencia. Augusto consumió en intentarlo su riqueza y sus últimas fuerzas. Llegada la primavera se nos hizo consciente a muchos que no sobreviviría más allá de un año, pero él no se rindió y pretendió vencer a la propia muerte. Anunció que se retiraba a Campania, creyendo que el clima benigno del sur le otorgaría algunas semanas. Tiberio escribió a Druso que se preparara para lo que se avecinaba y yo me cuidé de que a Germánico nadie le alertara. Estaba lista, ansiosa de contemplar la llegada del nuevo reino desde una posición privilegiada. Mientras me preparé para trasladarme al sur con el resto, para hacerme cargo también allí de la casa y cuidado de Tiberio. Puede que Agripina hubiera logrado aquello que ansiaba al marchar con Germánico a las provincias el Imperio, pero al desafiar así el ideal de matrona que espera en casa y en silencio, sin molestar, hila la lana, estaba perdiendo el afecto -si Tiberio tenía de eso- y forzando la paciencia de nuestro común suegro. Yo, en cambio, estaba bien posicionada en las preferencias del heredero y cuando comenzó a llamarme "hija" me dije a mi misma que había ganado una decisiva batalla previa a la futura guerra. La falsa Livila había surtido efecto, y aunque Tiberio desconfiaba de entregar cualquier tipo de poder a una mujer, visto lo que con él hiciera su madre Livia y su esposa Julia, no me hizo partícipe de sus secretos, pero míos eran todos los asuntos domésticos y delegó igualmente en mi persona los negocios de menor importancia para que no le molestaran. Ridícula victoria, podría parecer, más no es cierto: pronto se tornaría enorme triunfo cuando las llaves que guardara no fueran las de la pequeña mansión de Tiberio si no la de las altas mansiones del Palatino. Recordaba la noche que como sombra silenciosa había recorrido los pasillos y estancias, forzando la entrada y descubriendo los preparativos del viaje a Planasia. Nada me detendía ni yo me escondería cuando fuera pronto ama y señora del reino de Livia. Los secretos de Estado y las conspiraciones de alcoba habrían de postrarse dóciles ante mí como obedientes amantes. Solo era preciso que Augusto nos dejara... y Livia a su lado no temerosa si no sonriente marchaba reflexivamente
* Fotografías: "Susurrando al mediodía" y "Hero", de Lawrence Alma-Tadema
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